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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

El poder de la ecoansiedad para cambiar el mundo

Tres activistas de Futuro Vegetal, tras rociar con pintura un jet privado en el aeropuerto de Ibiza para protestar contra la inacción de las instituciones ante la crisis climática

Carolina Belenguer Hurtado / Raquel Pérez Gómez / Astrid Wagner / Fernando Valladares

12 de septiembre de 2023 22:32 h

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Desde que en 2016, Darebin, una ciudad en Australia, declarase el “estado de emergencia climática”, muchos son los países, localidades, organismos y colectivos que se adhieren a medidas destinadas a mitigar las consecuencias del cambio climático. La Asociación médica Americana declaró en 2022 que estamos en una crisis de salud pública debida a la amenaza ecológica que deteriora directamente los niveles de salud y bienestar que nuestras sociedades han alcanzado durante el último siglo. Según la definición que ofrece la Organización Mundial de la Salud, la salud, es el “estado completo de bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de enfermedades”. Además, el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce que toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure la salud y el bienestar. Asimismo, la resolución 48/13 del 8 de octubre de 2021 del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas reconoce el derecho a un medioambiente limpio, sano y sostenible como derecho humano. En nuestro país, en julio de 2023 el gobierno aprobó la creación del Observatorio de Salud y Cambio Climático con el objetivo de hacer un seguimiento de los impactos del cambio climático sobre la salud.

Para entender la importancia que el enfoque de salud representa para impulsar la transformación social y una economía de transición justa y verde,  el Foro Económico Mundial en su 14ª reunión, invitó a Britt Wray, directora de la iniciativa especial de la cátedra de salud mental climática del departamento de psiquiatría y ciencias del comportamiento de la facultad de medicina de Stanford, a dar una charla sobre las consecuencias que el cambio climático tiene sobre la salud mental. No sólo influyen de manera directa los eventos climáticos extremos, sino que las informaciones que se reciben despiertan toda una serie de emociones que causan malestar, sufrimiento y hasta trastornos de ansiedad y estrés.

Una investigación llevada a cabo en 32 países encontró que España presentaba el nivel más alto de preocupación acerca del cambio climático: aproximadamente un 78% de las personas encuestadas manifestaron sentir fuertes respuestas emocionales negativas. Este resultado se conoce como ecoansiedad o ansiedad ecológica y ha sido encontrado en otros muchos estudios. Uno de los más conocidos, es el que publicó la revista The Lancet, Planetary Health, en diciembre de 2021 llamado “la ansiedad climática en la infancia y juventud y sus creencias sobre las respuestas del gobierno al cambio climático: una encuesta global”. Se encuestaron a un total de 10.000 personas en 10 países, entre los cuales no se encontraba España, y los resultados mostraron que el 84% de las personas estaban moderadamente preocupadas y aproximadamente el 50% habían sentido emociones que interferían con su bienestar cotidiano.

La crisis medioambiental no es neutral ante las circunstancias que atraviesan la vida de las personas. Si se analizan los datos más de cerca se podrá observar que son las mujeres, la juventud y la población de los países más empobrecidos quienes muestran mayores niveles de ecoansiedad. Efectivamente, en febrero de 2023 se presentaron los resultados de ese macro estudio buscando las diferencias asociadas al género, la edad y el país, y descubrieron que todas estas variables podrían ser predictoras de las vulnerabilidades al cambio climático. Las mujeres informaron de más preocupación, de tener más pensamientos negativos acerca del futuro y obtuvieron mayores puntuaciones en las emociones de tristeza, indefensión, miedo, culpa, dolor, etc. mientras que los hombres informaron de más sentimientos de tranquilidad acerca de los comportamientos que los gobiernos tienen respecto a la gestión de la crisis ecológica.

Las investigaciones que tienen en cuenta la perspectiva de género muestran que la angustia se acrecienta entre aquellas personas en las que tradicionalmente se ha depositado la responsabilidad del bienestar de los hogares. El número de mensajes dirigido a consumir productos “verdes”, ya sea en alimentación, ropa, cosméticos o limpieza y a mantener estilos de vida ecológicos no para de incrementarse y se dirige principalmente a las mujeres, ya que sobre ellas recae la toma de la mayoría de las decisiones sobre consumo diario.

La educación que recibimos conforma la manera que expresamos los malestares físicos y psicológicos, siendo las mujeres más proclives a manifestar trastornos por ansiedad y estrés asociados a factores socioeconómicos, como pueden ser los estereotipos, la carga de cuidados, o la doble jornada. Los síntomas que presentan hablan de fatiga emocional, con sentimientos de impotencia, desánimo, reducción de la percepción de logros y de la eficacia personal. Las teorías feministas muestran que la experiencia subjetiva del mundo es diferente para hombres y mujeres, los roles y normas sociales determinan lo que unos y otras pueden y deben hacer. Así, las reglas tanto explícitas como implícitas, crean la estructura social en la que se desarrolla la vida; sin embargo, en ocasiones, estas normas encorsetan la autonomía de todas las personas, limitando las posibilidades de ser, pensar, sentir y hacer, ya sea porque se asocien a los determinantes biológicos o a los patrones culturales. 

La raíz de estas diferencias debe buscarse en las discriminaciones que fundan el sistema patriarcal y capitalista. Este marco conceptual se fundamenta en un sistema dual de pensamiento, en el que el hombre, lo masculino, queda asociado a lo racional, a la cultura, mientras que la mujer se relaciona con la naturaleza y lo emocional. En esta perspectiva, la razón ocupa el escalón superior en tanto que permite el conocimiento objetivo y universal de la realidad, mientras que las emociones se subordinan y someten, ya que se consideran fuerzas irracionales e involuntarias que impulsan al ser humano en contra de la actividad intelectual. La vinculación de la mujer con la naturaleza por sus características biológicas, principalmente la gestación, alumbramiento y lactancia, ha conllevado entre otras cosas la feminización de los cuidados. Sin embargo, esta categorización no tiene porqué conllevar diferencias en los roles sociales y tareas de cuidado que mujeres y hombres desempeñan. 

Los trabajos de cuidado requieren una relación de proximidad e intimidad, de anticipación de las necesidades, de sensibilidad y empatía. Requiere tomarse tiempo para acondicionar el espacio, preparar las actividades de ocio y de aprendizaje apropiadas a la edad, organizar las compras de alimentación, ropa y calzado, gestionar las visitas médicas y las prácticas de aseo e higiene, preparar las comidas, supervisar las tareas diarias, proteger de los potenciales peligros, enseñar a interactuar con una actitud positiva, promover la inteligencia emocional, limpiar, recoger, poner lavadoras, etc. Es justo a partir de esta interacción con la realidad más próxima y concreta que las mujeres generan un conocimiento específico y una receptividad diferente para percibir las amenazas medioambientales y las soluciones de las que disponen. La experiencia nos dice que las emociones ocurren y se manifiestan en cada uno de nosotros y nosotras, pero se refieren a las relaciones sociales que mantenemos con las demás personas, los objetos o las ideas. Sara puede sentirse triste al pensar en la contaminación por mercurio cuando va a comprar el atún o Bruno sentirse enfadado porque las grandes superficies todavía venden las frutas en envoltorios plásticos.

Hablar de las emociones en general, y de las que produce el cambio climático en particular, liga los discursos y las relaciones que se establecen con la naturaleza a lo irracional, a lo primitivo, a la sensiblería. En definitiva, a lo no objetivo y verificable, a lo secundario, accesorio, a lo que no tiene importancia o de lo que se puede prescindir; por tanto, a lo que se debería dejar fuera de un debate civilizado y racional. De hecho, a lo largo de la historia se ha contrapuesto lo racional a lo emocional, como elementos irreconciliables, situando siempre lo racional en el pedestal de la civilización y desdeñando la sabiduría que aporta el instinto a través del lenguaje de las emociones.  Lo que ha conllevado el olvido de la irreducible fuerza cognitiva de las emociones.

Así pues, las emociones ponen de manifiesto la relación que se establece entre las personas y con las situaciones en las que nos encontramos, que pueden ser de placer o de rechazo. Las emociones crean los vínculos con los hechos sociales, nos mueven hacia o en contra de los eventos y personas que las provocan, y en ese discurrir tienen la capacidad de inducir otros sentimientos. Forman bucles en los que los resultados de las acciones se presentan como estímulos desencadenantes de nuevas respuestas, que a su vez son emociones que despiertan otros sentimientos, algo así como una red de reacciones en cadena. Pero, no todas las personas tienen los mismos sentimientos ante los mismos eventos. Las reacciones emocionales pueden ser muy variadas y con muchos matices porque existe una valoración e interpretación previa de lo que sucede en el mundo. El duelo o la rabia ante la contaminación o la desidia con la que actúan otras personas, pueden conducir a la indignación, y ésta a su vez a la toma de conciencia que nos acerca al cuidado del planeta.

Las normas del sentir son un conjunto de reglas compartidas por una determinada sociedad, con frecuencia no explícitas, que sancionan quién puede sentir qué y quién puede expresar ese sentir. Sirven para evaluar la pertinencia de una respuesta emocional a la situación en la que se produce, generando gratificaciones o castigos al cumplir o no las expectativas. Las emociones actúan como mandatos de género no conscientes que conforman la identidad y guían los comportamientos individuales. El enfado de Sara y la tristeza de Bruno tienen más posibilidades de no ser entendidos socialmente y reprimirse, si los comparamos con las emociones que podrían esperarse para sus respectivos géneros.

Las experiencias del sentir establecen las emociones que son adecuadas para determinados grupos o colectivos. No es casual ni fortuito que, como fruto de la socialización diferenciada, las mujeres tengan mayor predisposición a expresar tristeza y los varones enfado. Las normas culturales modelan las condiciones en las que percibimos, hablamos y respondemos al mundo en el que vivimos. Es a través del lenguaje de las emociones que dotamos de significado al entorno, proyectamos lo que importa, lo que preocupa, lo que atemoriza, lo que conmueve, lo que ilusiona o lo que reconforta. Comprender que las emociones ayudan a estimar el valor que se le da a las situaciones u objetos y el rol que cada quién juega en esa relación es también comprender que los discursos y prácticas emocionales reflejan las relaciones que se mantienen con esas situaciones, personas u objetos. A quien habla de emociones se le vincula con la naturaleza, con lo femenino, con lo irracional, lo inferior, con la falta de control; mientras que quien evita expresar sus sentimientos es considerado racional, imparcial y superior. El estudio de las manifestaciones emocionales en la sociedad es una forma de visibilizar las relaciones de poder que existen, puesto que no a todas las personas se les permite sentir igual o incluso se les permite sentir, a secas. 

Las normas sobre la emocionalidad ayudan a mantener las situaciones de desigualdad estructural pues no borran la dualidad emoción frente a razón, diferencia necesaria para justificar la desigualdad y la tutela histórica sobre aquellas personas (animales y cosas), que supuestamente carecen (en parte o en su totalidad) de la capacidad racional. Las emociones son estructuras de significado que preceden al lenguaje y lo permean; construyen narrativas que articulan y organizan la identidad respecto a las relaciones que mantenemos con el mundo. De ahí la importancia de prestar atención a lo que nos dicen, para poder cuestionar si el mundo en el que vivimos es el mundo en el que queremos vivir, si las relaciones que tenemos son las relaciones que queremos tener, si los deseos que tenemos son los deseos que queremos tener. 

¿Sara puede actuar justamente sin sentir indignación por la negligencia de los gobiernos ante la contaminación? ¿Se cambian los hábitos de viaje sin una preocupación previa por el calentamiento global? ¿Se moviliza la ciudadanía sin sentir la tristeza de la pérdida de los parajes naturales? ¿Se activa el pueblo sin el enfado ante las mentiras de las petroleras? O ¿Bruno empujará a las empresas a introducir criterios de sostenibilidad sin mostrar la frustración por su despreocupación y avaricia? En realidad, la emoción no se puede separar de la razón. Ambas son procesos mentales que se entrelazan y tejen las redes neuronales que producen el pensamiento y que nos configuran, junto a otros procesos psicológicos como la atención, la motivación o la percepción. ¿Tendría algún sentido vivir sin la brújula de las emociones? ¿Cómo podría discernir Sara entre aquello que se desea y lo que se rechaza? ¿Cómo sabría Bruno dónde se encuentra lo bueno y lo malo para uno/a mismo/a y para la humanidad en su conjunto? ¿Sería posible vivir en sociedad sin emociones? Un mundo en el que las emociones estuviesen ausentes sería un mundo inhumano, en el que las interacciones sociales carecerían de sentido, ya que sirven para percatarse de lo que está ocurriendo a través de las inferencias que se hacen del lenguaje verbal y no verbal; importan para comunicar las intenciones y los deseos y protegen la vida, dado que advierten de las amenazas que acechan. 

Un mundo sin emociones se convertiría en un mundo sin un timón que indicase qué es lo correcto, lo bueno, o lo deseable, un mundo sin moral. Las emociones son disposiciones que guían las acciones porque implican juicios valorativos sobre aquellas cosas que importan: para Sara, un mundo limpio; para Bruno, uno sostenible. Identificar una situación como problemática significa que algo debe cambiarse. El malestar psicológico es un aviso de que la hoja de ruta que posibilita navegar por la vida ya no permite transitar los caminos imaginados. Las emociones explican las motivaciones que nos impulsan a actuar moralmente y la razón hace el resto, reflexionando con actitud crítica sobre las justificaciones que sustentan esas decisiones, que tienen su correlato con el sistema de creencias y valores. 

El análisis de la ecoansiedad no puede ser desvinculado de las condiciones sociales, de los factores culturales, de las ideologías y cosmovisiones que prevalecen, puesto que los riesgos ante las amenazas no dependen solo de las informaciones científicas que se reciben, sino que las dinámicas emocionales aprendidas tienen un papel transcendental. De otra manera el razonamiento seguiría perpetuando las asimetrías de género y trasladando a las mujeres una mayor carga de preocupación y emociones de valencia negativa y alta intensidad sobre el bienestar de sus familias. El sentimiento de ansiedad climática pone de manifiesto las relaciones de poder que existen en la sociedad, al vincular la exteriorización de las emociones al mundo femenino y calificarla de emocionalidad patológica. La ecoansiedad es una respuesta ante un mundo cuyos mandatos hegemónicos no gustan, no se pueden cumplir y además producen conflictos internos de difícil solución. 

Las narrativas del cambio climático deben hacer conscientes los sentimientos relacionados con el cambio climático, y con las diferentes crisis planetarias, de salud, alimentación, hídricas, económicas, etc. que amenazan la supervivencia de la humanidad para construir relaciones desde otras perspectivas. Para Sara y Bruno pueden ser desde la justicia ecológica, el diálogo multicultural o la redistribución de recursos socioeconómicos.

Incorporar las emociones al discurso público de activistas medio ambientales, personal científico e instituciones gubernamentales es subversivo, puesto que transforma la sociedad radicalmente, resquebrajando los esquemas que perpetúan las desigualdades entre aquellos que se supone tienen el monopolio de una razón superior, exenta de sentimientos o escrúpulos. Desvincular las emociones de las reglas del sentir femeninas y universalizarlas para utilizarlas como criterios válidos en la toma de decisiones sin duda abriría caminos hacia mundos en el que se considerase el bien común como un bien propio. 

Yo pienso, luego existo.

Yo siento dolor, decepción, temor, enfado, amor y compasión, luego actúo.

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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

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