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La fábula del crecimiento infinito y la felicidad

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La economía se ha convertido en el eje axial sobre el que pivota todo nuestro sistema político-social. A grandes trazos, su funcionamiento es bastante más simple de lo que nos puede parecer a primera vista; el motor de todo su entramado es la rueda producción – consumo: producimos para que otros consuman, consumimos lo que otros producen. En el capitalismo de libre mercado el indicador de la salud económica de un país, es decir, del estado de su motor económico, es el volumen de actividad económica medida por medio del crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB).  Dado que cuando la economía está fuerte los ciudadanos vivimos con mayor bienestar, mientras que sus crisis se propagan de inmediato a los colectivos sociales alcanzando mayor virulencia entre los más vulnerables, no es de extrañar que crecimiento económico y felicidad se hayan asociado en el imaginario colectivo. 

El PIB es una medida de lo que se produce trasladado a su valor monetario, lo que significa que su crecimiento obliga a producir cada vez más. La ambición de obtener mayores beneficios, siempre incesante y creciente, es lo que estimula la producción; las empresas se ven obligadas a incrementar su rentabilidad cada año para mantener satisfechos a sus accionistas, evitando que estos se lleven el capital a otras empresas. Evidentemente, por el lado del consumo es igual de necesario engrasar la rueda, pues cuanto más se produce más hay que consumir. Esto es algo que se consigue a través de intensas campañas de marketing que crean necesidades allí donde no las había; sabido es que el buen comercial no es el que te vende lo que necesitas, sino el que consigue que necesites lo que tiene en venta.  

En los últimos dos siglos el capitalismo ha traído consigo un progreso material que se ha traducido en bienestar para los países ricos. Producir más para obtener beneficios crecientes requiere el diseño de nuevos productos que mantengan encendida la llama del consumo, algo que ha sido posible gracias a la innovación tecnológica, aliado imprescindible para un fin que, siendo meramente lucrativo, nos ha regalado como efecto colateral una indudable mejora de la calidad de vida como muestra el espectacular incremento demográfico global. No obstante, más allá de las consideraciones éticas que pueda suscitar un modelo económico que, en su raíz, está basado en la ambición materialista tanto de acumular beneficios monetarios como de consumir, hay un error crítico que fue puesto de manifiesto por vez primera hace ahora 50 años en el informe The Limits to Growth: la ausencia de análisis físicos incorporados a los modelos. Desde su marco exclusivamente matemático, la pretensión de los modelos económicos de perseguir un crecimiento infinito en un planeta finito no deja de ser un oxímoron. La producción, y su posterior distribución entre los consumidores, requiere tanto de materias primas como de energía, cuyo acceso es limitado en ambos casos. 

Las materias primas son el insumo básico de la cadena industrial, necesarias tanto para la elaboración de bienes para el consumo como para la propia producción de energía. Muchas de estas materias son no-renovables, es decir, su cantidad es limitada ya sea porque son el resultado de larguísimos procesos geológicos que requieren millones de años para completarse, o por su origen mineral. Dicho en román paladino: cuando estas materias se acaben no habrá más – salvo que fuésemos a buscarlas a otros planetas lo que, hoy por hoy, pertenece al terreno de la ciencia ficción y no al de la realidad plausible a medio plazo. La escasez de materias primas no es algo que podamos obviar alegremente pensando que es un problema que ocurrirá en un futuro lejano, sino una realidad que ya se está materializando. Esta escasez, unido a la irregular distribución de las materias primas por las distintas geografías producto de la historia geológica del planeta, se ha convertido en una fuente de tensiones geoestratégicas que ya están alumbrando durísimos conflictos armados. Como ejemplo podemos recordar que el control de los yacimientos de coltán, el llamado “oro negro” de la tecnología, fue una de las causas del estallido de la segunda guerra del Congo que costó la vida a más de 5 millones de personas en un país terriblemente castigado por su riqueza natural, una de esas múltiples paradojas antrópicas que caracterizan a nuestra sociedad. 

En relación a la energía, durante los últimos siglos hemos disfrutado de enormes cantidades de acceso relativamente fácil almacenada en la forma de combustibles fósiles – petróleo, carbón, gas natural – materias primas que se están acercando a su pico de máxima extracción si es que no lo han sobrepasado ya. Es evidente que el uso indiscriminado de este tipo de energía ha propiciado un gran crecimiento económico a nivel mundial, pero el precio a pagar es altísimo: se ha disparado la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera aumentando la temperatura media global, con las dramáticas consecuencias que estamos comenzando a comprobar. El impacto en términos medioambientales, junto a los claros síntomas de escasez de los combustibles fósiles, ha obligado a buscar fuentes de energía renovable y no-contaminante – solar, eólica, hidroeléctrica, mareomotriz, geotérmica – como alternativa. La utilización de estas energías para el proceso de producción y posterior distribución de los productos, en combinación con prácticas ecológicas como el uso de materiales biodegradables o el reciclaje de las basuras, ha hecho emerger un nuevo concepto económico, el de crecimiento sostenible, o crecimiento verde. Que no es lo mismo que desarrollo sostenible, aunque comparte conceptos y grandes dosis de contradicción. Convertido en objetivo de la mayoría de los países desarrollados a través de agendas de transformación más o menos ambiciosas, además de ser un nuevo y lucrativo nicho de negocio, el crecimiento verde pretende desacoplar el crecimiento económico del impacto medioambiental, lo que obliga a mantener intacta la fe en la innovación tecnológica.

Es indudable que incorporar una agenda de transformación con compromisos firmes de reducción de la emisión de gases contaminantes es un balón de oxígeno para un planeta que ha traspasado la línea de alerta roja. No obstante, tal y como está advirtiendo la comunidad científica, no se trata de la solución definitiva sino tan sólo de una medida de mitigación. La tecnología actual no permite hacer una sustitución de un tipo de energía por el otro en el plazo que requiere la urgencia de la situación medioambiental si mantenemos el ritmo actual de consumo. De hecho, hay problemas técnicos de difícil solución motivados por la dependencia de estas fuentes de energía con factores climáticos que producen discontinuidades en el flujo de energía, o por el elevado uso que hacen de materias primas escasas como el neodimio, el litio, el cadmio o la plata entre otros. La utilización de energía nuclear durante el periodo de transición, tal y como ha propuesto la Unión Europea, tampoco soluciona el problema. Más allá de los inconvenientes asociados a una tecnología que entraña grandes riesgos (por seguras que se construyan no hay central “a prueba de bombas”), las centrales nucleares no sirven de respaldo al problema de discontinuidad de las renovables, por no mencionar que el uranio también es una materia prima de cantidad limitada en el planeta. Para acabar de rizar el rizo, la energía renovable de la que disponemos también es limitada. Es cierto que cada día nos llega del sol muchísima más energía que la que consumimos actualmente, pero la mayor parte es utilizada por el planeta para mantener los innumerables procesos biofísicos que requiere el equilibrio de la biosfera de la que, no lo olvidemos, somos parte integrante: su salud es nuestra salud. Aunque no hay consenso sobre cuánta de esta energía que nos regala el sol podría ser utilizada sin alterar los ritmos del planeta, los cálculos más optimistas indican que podría llegar a ser hasta unas 5 veces la que requiere el consumo actual, en contraste con otros cálculos que indican que ni tan siquiera sería suficiente para cubrirlo. Sea como fuese, la idea de “crecimiento infinito”, por muy sostenible y verde que fuese, se choca de bruces con la realidad que nos impone vivir en un planeta finito de recursos limitados. Cuanto menos deberíamos acercarnos a una economía circular, en la que los bienes y materiales tardan mucho en abandonar el sistema de consumo en forma de residuo, reduciendo por tanto la demanda de materias primas.

En oposición al tecno-optimismo del “crecimiento verde” mostrado con gran entusiasmo por algunos economistas, siempre dispuestos a depositar una fe ilimitada en que la tecnología resuelva problemas físicos irresolubles, ha cobra cada vez mas fuerza el concepto de decrecimiento, que se ha ido extendiendo por distintos sectores sociales entre los que se encuentra la comunidad científica. El decrecimiento no es una nueva ideología o un nuevo modelo económico bien estructurado, sino una crítica al modelo de crecimiento infinito. Los decrecentistas advierten que basar todo el sistema económico en algo que no deja de ser un mito es una tremenda irresponsabilidad, incidiendo en la necesidad de encontrar soluciones reales a una situación que nos lleva de cabeza al abismo, y no simples “lavados de cara” por muy verdes y ecológicos que sean. Desafortunadamente, la simple mención de la palabra “decrecimiento” suena a apocalipsis: ¡Para ser el alcalde menos votado de la historia sólo hay que prometer decrecimiento económico a los vecinos! La razón por la que la visión decrecentista provoca este fuerte rechazo, sin mediar una reflexión razonada previa, se debe a esa fábula que asocia crecimiento y felicidad, que nos induce a pensar que un modelo decrecentista nos condenaría a una vida de mayores penurias, se acrecentarían las injusticias sociales y aumentaría la bolsa de pobreza existente. Es decir, nos obligaría a renunciar a ser felices. ¡Y nada más lejos de la realidad! 

Las injusticias y la pobreza no son debidas a la falta de recursos sino a una distribución mezquina de los mismos. Tan sólo se necesitan políticas que redistribuyan la riqueza de una manera más equitativa y justa para paliar un problema que no tendría por qué agudizarse en un marco decrecentista. Más bien al revés, las políticas redistributivas serían más fáciles de implementar en una sociedad que no estuviese cegada por la ambición material y el egoísmo, el motor del sistema económico actual. Por otra parte, y en contra de lo que cabría esperar a primera vista, el sentimiento de felicidad podría verse acrecentado en un escenario decrecentista. La felicidad se construye por medio de emociones pasajeras positivas, de momentos fugaces de alegría que van sedimentando en nuestra mente un estado de satisfacción. La angustia, la ansiedad o el estrés lo volatilizan, mientras que la serenidad y la paz interior ayudan a fortalecerlo (como sostenían los epicúreos, estoicos y escépticos con el concepto clave de la ataraxia). En nuestro modelo actual de sociedad los momentos de alegría suelen ir de la mano de la consecución de triunfos, siempre medidos por comparación con los otros; la ausencia de éxito, que es entendida como fracaso, nos genera una angustia que aliviamos consumiendo aún más de lo que, ya de por sí, nos vemos obligados a consumir por la presión mediática, que es mucho más de lo que realmente necesitamos. La enorme ansiedad que provoca no colmar las expectativas generadas por la sociedad es tan grande que en ocasiones conduce a la desesperación, y de ahí, a la depresión e incluso al suicidio. El incremento de personas con problemas de salud mental junto a la elevadísima tasa de suicidios, transversal a todas las clases sociales, evidencia que nuestra “próspera sociedad” no parece ser muy feliz. Pero esto es algo que, si lo analizamos con detenimiento, tal vez no debería extrañarnos. El crecimiento del PIB genera altas expectativas a la par que impone severas obligaciones, alimenta la competitividad y el egoísmo a la par que incrementa las dificultades de los más vulnerables. No puede así ser garante de felicidad alguna, por más que la innovación tecnológica haya contribuido a mejorar la calidad de vida. Lo único que crece en paralelo al PIB es el ego, que se eleva sobre un enorme vacío existencial. El cambio a un modelo decrecentista supondría voltear de arriba abajo esta situación, como quien da la vuelta a una tortilla, con la salvedad de que la innovación tecnológica no tendría por qué verse frenada. La idea de que la ciencia y la innovación tecnológica sólo avanzan cuando persiguen una zanahoria a la que morder es una de esas múltiples paradojas antrópicas que nos definen: se deposita la confianza en el talento humano a la par que se equipara nuestro comportamiento con el de un burro.   

El anterior monarca de Bután, el minúsculo y poco conocido país del Himalaya situado entre la India y el Tibet, tuvo la feliz idea de crear un “índice de felicidad nacional bruta” con el argumento de que el PIB es un índice reduccionista que no avala el verdadero bienestar de los ciudadanos. Según su ex-ministro de educación, Thakur S. Powdyel, un país puede tener un PIB muy elevado y sus habitantes llevar una vida tortuosa o, por el contrario, tener un PIB más moderado y la población vivir en mayor armonía. Los butaneses buscan la fórmula de instrumentalizar de manera útil algo que, en el fondo, todos sabemos sobradamente: que la riqueza material ayuda a conseguir cierto bienestar, pero en modo alguno garantiza la felicidad. 

Si Esopo viviese en estos tiempos tal vez escribiría una fábula sobre el crecimiento y la felicidad, cuya moraleja nos enseñaría que la ambición material no sólo no nos hace más felices, sino que, de no ser frenada a tiempo, puede terminar por romper el saco. 

La economía se ha convertido en el eje axial sobre el que pivota todo nuestro sistema político-social. A grandes trazos, su funcionamiento es bastante más simple de lo que nos puede parecer a primera vista; el motor de todo su entramado es la rueda producción – consumo: producimos para que otros consuman, consumimos lo que otros producen. En el capitalismo de libre mercado el indicador de la salud económica de un país, es decir, del estado de su motor económico, es el volumen de actividad económica medida por medio del crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB).  Dado que cuando la economía está fuerte los ciudadanos vivimos con mayor bienestar, mientras que sus crisis se propagan de inmediato a los colectivos sociales alcanzando mayor virulencia entre los más vulnerables, no es de extrañar que crecimiento económico y felicidad se hayan asociado en el imaginario colectivo. 

El PIB es una medida de lo que se produce trasladado a su valor monetario, lo que significa que su crecimiento obliga a producir cada vez más. La ambición de obtener mayores beneficios, siempre incesante y creciente, es lo que estimula la producción; las empresas se ven obligadas a incrementar su rentabilidad cada año para mantener satisfechos a sus accionistas, evitando que estos se lleven el capital a otras empresas. Evidentemente, por el lado del consumo es igual de necesario engrasar la rueda, pues cuanto más se produce más hay que consumir. Esto es algo que se consigue a través de intensas campañas de marketing que crean necesidades allí donde no las había; sabido es que el buen comercial no es el que te vende lo que necesitas, sino el que consigue que necesites lo que tiene en venta.