Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
La insondable belleza del amanecer cósmico
El 25 de diciembre del pasado año el telescopio espacial James Webb fue lanzado al espacio desde la Guayana Francesa a bordo de un cohete Ariane 5, llegando a su destino final el 24 de enero. Construido y operado por las agencias espaciales europea (ESA), americana (NASA) y canadiense (CSA), el James Webb es el nuevo miembro de la saga de telescopios espaciales que sigue la estela del Hubble y el Spitzer. Con un espejo compuesto por 18 segmentos y un diámetro de 6.5 metros, el James Webb cubrirá el rango del espectro de luz que va desde el visible hasta el infrarrojo medio con cuatro instrumentos a bordo, tanto en imagen como en espectroscopía. Entre los objetivos científicos de la misión destaca la exploración del “amanecer cósmico”, nombre poético con el que se evoca el momento en el que el universo se iluminó con la luz de las estrellas que nacían en las primeras proto-galaxias.
Por todo el universo observamos nubes muy difusas de materia que apenas contienen un átomo por cada metro cúbico, formando el denominado medio intergaláctico. Sumergidas en este océano gaseoso encontramos a las galaxias, enormes conglomerados de materia alumbrados por las estrellas que contienen en su interior. Las galaxias son los objetos más grandes que existen en el universo a excepción de las estructuras que dibujan al agruparse entre sí, una auténtica “red cósmica” formada por grandes cúmulos, filamentos y vacíos que se conoce con el nombre de “la estructura a gran escala del universo”. Su estudio detallado resulta de enorme importancia para probar la validez de los modelos cosmológicos.
Las galaxias están formadas por miles de millones de estrellas acompañadas por sus respectivas familias de planetas, satélites, asteroides y cometas, junto a nubes que contienen gas y pequeños aglomerados de partículas conocidos como polvo. Se encuentran así mismo rodeadas por un halo enorme de “materia oscura”, llamada así porque no podemos verla directamente al estar formada por partículas que no interaccionan con la luz. Sabemos no obstante de su existencia, aunque sea de manera indirecta, a través del efecto gravitacional que ejerce sobre la materia visible.
Hay un amplio abanico de tipos de galaxias. Elípticas, con forma de balón de rugby y color rojizo. Espirales como la Vía Láctea, muy espectaculares a nivel visual con su bulbo central rojizo y el delgado disco azul donde se sitúan sus característicos brazos. Irregulares, con una forma poco definida, algo más pequeñas y de color azul. Junto a ellas encontramos las galaxias enanas, mucho más pequeñas y abundantes, desplegando una amplia variedad de formas y colores. Mientras que las galaxias normales pueden contener cientos de miles de millones de estrellas, las enanas apenas llegan a unos pocos miles de millones a lo sumo. El color de las galaxias es una propiedad muy interesante ya que nos indica si la galaxia está formando estrellas en la actualidad. Sabemos que cuanto más masiva es una estrella más caliente es su superficie, lo que hace que su color sea más azul, y también que vive menos tiempo al ser muy eficiente quemando el combustible que tiene en su interior. Como ejemplo, una estrella roja con el 25% de la masa solar puede llegar a vivir un billón de años, mientras que una azul que sea unas 25 veces más masiva que el Sol, “tan solo” vivirá unos 10 millones de años antes de explotar como supernova. Por tanto, el color azul de una galaxia nos estará indicando que ha habido formación estelar en una época muy reciente puesto que aún tiene muchas estrellas masivas de vida breve.
Tan solo en el universo observable, se estima que habría alrededor de un billón de galaxias, un dato que el telescopio James Webb ayudará a precisar. ¿Cómo se formó esta multitud de galaxias en el universo temprano? ¿Qué factores han determinado la variedad de tamaños, formas y colores que observamos hoy en día? ¿Cómo se articula su evolución con la formación de las grandes estructuras?
Según el principio cosmológico, el universo es homogéneo e isótropo, algo que ha sido ampliamente corroborado por las observaciones. Para los astrónomos este hecho proporciona una enorme ventaja, pues se traduce en que aquello que estudiemos en una zona cualquiera del cielo será representativo de lo que está ocurriendo en todo el universo. Es evidente que esta uniformidad solo es cierta cuando observamos a muy gran escala; a escalas espaciales más pequeñas, cuando aumentamos la resolución, sí que hay inhomogeneidades. De hecho, de no ser así no habría lugar para la existencia de ningún tipo de estructura, es decir, no habría galaxias, ni estrellas, ni planetas, ni seres vivos como nosotros… ¡El universo sería un sitio extraordinariamente aburrido!
Para encontrar el origen de estas irregularidades tenemos que remontarnos a los primeros instantes de vida del universo, al llamado “periodo inflacionario”. Durante un brevísimo instante de tiempo, muy cercano al “instante cero”, se liberó una enorme cantidad de energía que provocó una expansión del universo rapidísima, “inflacionaria”. En menos de una trillonésima de segundo, el universo pasó de tener el tamaño de un protón al de una pelota de tenis, lo que amplificó enormemente las pequeñísimas perturbaciones existentes producidas por las fluctuaciones cuánticas. Tras el periodo inflacionario las irregularidades continuaron creciendo a un ritmo mucho más lento, por el efecto combinado de la expansión y de la gravedad, hasta convertirse en los brotes de los que crecerán las estructuras que observamos en el universo actual.
El proceso de formación de las galaxias comenzó hace más de 13.000 millones de años, cuando el universo apenas tenía unos pocos cientos de años y era muchísimo más pequeño, denso y caliente de lo que es hoy. Debido a la atracción gravitacional, las zonas con mayor densidad habían ido creciendo por la acreción de materia circundante, hasta que alcanzaron las condiciones necesarias para arrancar la formación de estrellas. La dinámica del proceso de formación estelar es muy compleja; las grandes nubes de gas se fragmentan en nubes más pequeñas, que son de las que se forman las estrellas que suelen así nacer en grandes grupos. La formación de una estrella se produce por el colapso de una de estas nubes más pequeñas, debido a su autogravedad. La densidad y temperatura aumentan hasta que en el interior de la nube se alcanzan las condiciones necesarias para que comience la fusión de hidrógeno en helio, momento en el que podemos decir que la estrella “ha visto la luz”, y nunca mejor dicho.
Con el nacimiento de aquella primera generación de estrellas, conocida como población III, hicieron acto de presencia en el universo las primeras proto-galaxias. La población III estelar se formó a partir de lo que se conoce como “material primordial”. Por aquella época tan solo existían átomos de hidrógeno, helio, litio, boro y berilio formados a partir de partículas elementales en un proceso que se conoce con el nombre de nucleosíntesis primordial, cuando el universo tenía unos 3 minutos de vida. Según los modelos teóricos, se cree que las estrellas de población III debieron ser enormes, varios cientos de veces más masivas que el Sol. Con una vida de apenas un par de millones de años, explotaron como supernovas espectaculares expulsando al gas circundante enormes cantidades de materiales químicos pesados que habían sido procesados en su interior. De este gas nacerían las estrellas de población II, que continuarán el proceso de enriquecimiento del medio, y posteriormente las de población I como nuestro Sol, muy ricas en elementos pesados.
Las explosiones de supernovas liberan enormes cantidades de energía que “barren” el material circundante, solapándose entre sí hasta provocar la formación de enormes vientos que fluyen de las galaxias. A este fenómeno hay que sumar los frecuentes procesos de fusión de unas proto-galaxias con otras, en una época en la que el universo era mucho más pequeño que el actual. De hecho, las teorías actuales indican que las galaxias se formaron en un proceso de tipo “abajo-arriba” ("bottom-up”), a lo largo de una compleja combinación de acreción de gases, formación estelar masiva y fusiones galácticas. El proceso global es tan extraordinariamente complejo que para comprenderlo es necesario recurrir a simulaciones numéricas que incorporan toda la enorme batería de fenómenos físicos a tener en cuenta: desde el modelo cosmológico que incluye el contenido de materia oscura –un componente esencial para reproducir la formación de las estructuras– hasta modelos que simulan la formación y evolución de las estrellas sin olvidar todos los complejos procesos (magneto)hidrodinámicos del gas. El resultado es un universo “simulado” con galaxias “simuladas”, que nos permite profundizar en todos los detalles y mecanismos físicos que entran en juego. Ni que decir tiene que, antes de extraer cualquier conclusión, hay que contrastar estas simulaciones con las observaciones del universo real para validar las distintas hipótesis que incorporan.
Esto es, precisamente, lo que nos ofrece el nuevo telescopio James Webb: la posibilidad de observar directamente la época en la que se formaron las galaxias para recabar una enorme cantidad de datos con los que contrastar los modelos teóricos. En este punto hay que recordar que el hecho de que la velocidad de la luz sea finita nos regala una auténtica máquina del tiempo: cuanto más lejos miramos, más ha tardado la luz en llegarnos. Como ejemplo, el Sol que vemos en este momento es el Sol que era hace 8 minutos y 20 segundos, justo lo que ha tardado su luz en viajar hasta la Tierra. Con telescopios de la potencia del James Webb podremos observar muy lejos, tanto que la luz habrá tardado más de 13.000 millones de años en llegarnos, proporcionándonos una imagen directa de lo que sucedió en aquella época. Hay un segundo detalle, no menos importante, que también debemos tener en cuenta. La expansión del universo hace que la luz se “estire” en su viaje, desplazando su longitud de onda a longitudes de onda más largas (el famoso corrimiento al rojo). Esto hace que los objetos muy lejanos sean muy tenues en luz visible, pues dicha luz se ha desplazado hacia el infrarrojo en su viaje. Por esta razón, los telescopios infrarrojos como el James Webb son ideales para estudiar las galaxias más lejanas del universo. Tal y como indica la ESA, si el Hubble Space Telescope ha sido capaz de llegar a la infancia de las galaxias, el James Webb nos mostrará cómo eran de bebés. Un auténtico viaje en el tiempo que nos va a trasladar hasta el amanecer cósmico.
En estos tiempos en los que en la sociedad predomina el utilitarismo subordinado al sistema económico, cabría preguntarse para qué sirve conocer los detalles del amanecer cósmico. La respuesta es tan simple como pertinente: por el placer de conocerlos. Sabemos que para afrontar con éxito la emergencia medioambiental hay que efectuar un viraje a nuestra forma de vida, que comienza por desenmascarar ese mito que identifica riqueza con dinero. Esto es algo que solo podremos lograr si aprendemos a revalorizar las relaciones humanas, el arte en todas sus diversas manifestaciones, la insondable belleza de la naturaleza y, por supuesto, el placer del conocimiento per se. Al fin y al cabo el éxito de los humanos como especie se debe a que, en el fondo, somos y seguiremos siendo exploradores de la bella y singular complejidad de nuestro universo.
Puedes seguir las novedades del James Webb en twitter: @NASAWebb, @ESA_Webb
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