Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Las consecuencias de mentir
Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa, es, en palabras de , mentir. Mentir es un atajo atractivo para lograr diversos objetivos e implica un engaño intencionado y consciente. Mentir está mal visto en la mayoría de las sociedades contemporáneas, lo cual no impide que sea muy frecuente. Algunos escándalos recientes asociados a fraudes científicos sonados han dado pie a quejas, enarboladas muchas veces desde administraciones y grandes empresas, de que muchos científicos defienden puntos de vista mediatizados por sus propios intereses. Incluso se argumenta que dichas mentiras son fáciles debido al exceso de confianza en el trabajo de los científicos. ¿Podemos fiarnos, por tanto, del conocimiento científico? ¿Y de la opinión de los científicos presentados, por ellos mismos, las administraciones o los medios de comunicación, como “expertos”?
Hay quien defiende la confianza en el mundo de la investigación por el hecho de que predominan las personas “puras”, que trabajan por vocación y son ajenas a conflictos de intereses. Nosotros, sin embargo, opinamos de manera diferente: la confianza emana del método científico, que persigue explícitamente el contraste colectivo, de forma que los sesgos individuales, sean motivados por el desconocimiento o por intereses personales, son sometidos a escrutinio público mediante la validación reiterada de la evidencia que soporta los resultados publicados. El método se ve afectado, no hay que engañarse, por la influencia de un “establishment” en el que la reputación o la popularidad, la red de influencias y los desequilibrios pueden contar más (al menos a corto plazo) que el contraste objetivo de la evidencia. Sin embargo, el método conserva, a la larga, la propiedad esencial de que tanto las mentiras como los errores acaban siendo detectados.
En nuestro país parece extendida una actitud de tolerancia con el engaño, y existe una cierta complicidad con el tramposo, al que con frecuencia se le concede la gracia del pícaro. No en vano España es uno de los países del mundo en los que las argucias, las mentiras y los auténticos delitos de la clase política están menos penalizados, e incluso el éxito internacional sin precedentes del deporte español no se ha librado de la sombra de la duda sobre si sus responsables tienen un genuino interés en perseguir el dopaje con toda la severidad posible. Todas estas mentiras han provocado numerosos escritos y artículos de opinión, pero estamos tan habituados a las mentiras de nuestros dirigentes que llegamos a relacionar el ejercicio de la política con la mentira, aunque sea parcial o diplomática. Decía Winston Churchill que “la primera víctima de la guerra es la verdad”, lo cual nos lleva por analogía a decir que “el peor enemigo de la democracia es la mentira”, como reflexiona Jesús Parra Montero. Como dice Maruja Torres, nos hemos acostumbrado al tufo de la mentira y quizá ya no la notamos. Pero no debe dejar de sorprendernos la frecuencia y la profundidad de las mentiras de nuestros políticos, si bien lo que más debería sorprendernos es la impunidad para mentir de la que gozan. Sus mentiras nunca tienen consecuencias proporcionales a su gravedad. En general, no tienen apenas consecuencias. No solo mienten nuestros políticos en campaña electoral (el actual gobierno español ha incumplido la inmensa mayoría de los puntos de su programa electoral y las justificaciones para hacerlo son, en general, falsas). Mienten también los miembros más prominentes del gobierno, como el Presidente y la Vicepresidenta, incluso en sede parlamentaria (un delito con profundas consecuencias políticas en países como Estados Unidos), sin que esas mentiras lleguen a debatirse en el parlamento ni merezcan siquiera una tímida reprobación. Miente el presidente del Tribunal Constitucional para ocultar su militancia en el partido del gobierno, y tras hacerlo recibe el apoyo casi unánime del resto de sus magistrados. Mienten los informativos de la televisión pública, que pagamos entre todos, liderados por una persona cuya tesis de Master se titulaba “Estrategia de comunicación para el triunfo del Partido Popular en las próximas elecciones generales”. Quizá este extremo sea endémico de nuestro país, ya que hemos visto a políticos ingleses o alemanes dimitir por descubrirse mentiras relativamente modestas - tales como pedir a su esposa que se declare, en su lugar, como conductora en una infracción de tráfico o plagiar una tesis doctoral. Las únicas consecuencias de todo esto han sido ligeras bajadas de popularidad del Presidente y su partido, que han sido rápidamente neutralizadas por mensajes optimistas sobre la crisis económica, mensajes que estuvieron también bastante alejados de la realidad.
¿Ocurre lo mismo con los fraudes científicos o académicos? ¿Quedan impunes? ¿Existen dudas? Tanto el fraude como la mentira tienen lugar en el mundo científico, pero en el caso de ser descubiertos suelen acarrear graves consecuencias profesionales. No obstante, la creciente mercantilización de los resultados científicos está llevando a un aumento de los fraudes científicos aunque la tasa de fraude sigue siendo baja en las áreas menos proclives al aprovechamiento comercial . Hay estudios comparativos que demuestran un auténtico interés por identificar los factores que determinan y pueden ayudar a prevenir dicho fraude, y sugieren que los desequilibrios de poder en el establishment científico podrían estar ligados a una tendencia mayor a cometer fraude (p.ej., los investigadores mienten ocho veces más que las investigadoras), que el excesivo poder e influencia de ciertas revistas científicas (como las prestigiosas Science y Nature) podría fomentar mayores niveles de fraude, o que el contexto social en el que viven los científicos tiene una gran influencia sobre la tasa de fraude (por ejemplo, en China o India, países en que el éxito investigador conlleva enormes beneficios económicos y de estatus, se cometen más fraudes científicos que en países como Estados Unidos o Alemania). Fraudes muy graves y de fuerte repercusión social y mediática, como el de la falsa clonación de embriones humanos por el investigador surcoreano Hwang Woo-suk o la publicación de decenas de trabajos con datos inventados del psicólogo holandés Diederik Stapel, han hecho revisar la forma en la que las revistas científicas aceptan los artículos para su publicación. De alguna manera, la confianza se ha debilitado y el control, sobre todo en los casos de alto riesgo, ha tenido que aumentar. Estos controles son imprescindibles, no solo por su efecto disuasorio sino por su potencial preventivo: por ejemplo, algunos fraudes científicos podrían haber sido evitados de haberse atendido a las señales que los precedieron, como la trayectoria del inmunólogo del MIT Luk Van Parijs, que acabó bajo arresto domiciliario por defraudar a la agencia financiadora de su investigación.
Mientras en países como Estados Unidos, Dinamarca o Alemania el fraude científico se investiga rigurosamente y el científico responsable puede quedarse sin trabajo o ver seriamente dañada su reputación, en España no existe una normativa clara al respecto. A pesar de ello, España cuenta con mecanismos para vigilar y sancionar el fraude científico. Un ejemplo reciente es el del caso Lemus, un ornitólogo especialista en epidemiología con una carrera fulgurante en varios centros del CSIC que trabajaba, entre otras cosas, en enfermedades emergentes y su potencial transmisión de aves a humanos. Al reevaluar varios resultados con potenciales implicaciones para la salud humana, laboratorios independientes no consiguieron replicar la prevalencia de varias enfermedades en poblaciones naturales de aves. Alertados acerca de dichas inconsistencias, investigadores de de Doñana y otros centros del CSIC comenzaron una investigación que destapó no sólo evidencias de manipulación de resultados o la mención de estudios inexistentes en su currículum, sino incluso la existencia de un autor fantasma, supuesto colaborador de Lemus, que firmaba hasta seis trabajos científicos. La actuación de los superiores de Lemus, incluyendo algunos de los coautores de sus trabajos, ha resultado no sólo en su expulsión del CSIC (y virtualmente de la carrera científica), sino también en la retractación de muchos de sus trabajos. Todos sus trabajos han sido evaluados por el comité de ética del CSIC, y aquellos en los que no se pudieron reanalizar las muestras han sido retirados, con las consecuencias que ello conlleva para los colaboradores de dichos trabajos. En el caso de estudiantes de doctorado incluso ha implicado tener que recomenzar sus tesis, evidenciando la importancia de implantar no sólo mecanismos de detección temprana de fraudes, sino también prácticas de preservación de muestras que permitan la replicabilidad y la reevaluación de estudios en el futuro – un aspecto que recibe poca o nula financiación en los magros presupuestos de I+D.
Los controles frente a la mentira científica, sin embargo, no funcionan siempre de forma adecuada en nuestro país. Los medios de comunicación, alemanes precisamente, se rasgaban hace poco las vestiduras al comprobar que ciertos casos de plagio en tesis doctorales defendidas en universidades españolas han sido arropados e incluso premiado por las autoridades académicas. Las universidades de Vigo o de Murcia han tenido que revisar los casos y afinar el tiro tras la colérica denuncia de los periódicos alemanes que acusaban a España de clientelismo, endogamia, nepotismo, caciquismo y hasta de incesto académico. Soltar el lastre del amiguismo es algo que España lleva tiempo necesitando hacer en muchos campos para despegar internacionalmente, de forma muy especial en el ámbito científico, tal como se mencionaba en la revista Nature hace más de quince años. En cualquier caso, hay mucho que aprender y mucho que mejorar para mantener la credibilidad y la confianza en la ciencia.
Deberíamos trabajar por una sociedad que castigue la mentira sin medias tintas ni disimulos. Es paradójico que una de las cosas que más enseñamos como padres a nuestros hijos, sea de las que peor se aprendan en nuestra sociedad. Aunque quizá, en el fondo, los chicos aprenden mucho y bien al saber ver la realidad de cómo actuamos los adultos con un doble rasero sobre la mentira. Las consecuencias de mentir las sufrimos cada día, cuando comprobamos (como le está ocurriendo a nuestra clase política) que nuestra palabra vale cada vez menos. La ciencia no permanece ajena a la tentación de mentir y, aunque las severas consecuencias de las mentiras científicas que son descubiertas mantienen la tentación algo más alejada que en otros ámbitos donde el mentiroso goza de gran impunidad, la ciencia española debe seguir trabajando por alcanzar al nivel de tolerancia cero con la mentira.
Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa, es, en palabras de , mentir. Mentir es un atajo atractivo para lograr diversos objetivos e implica un engaño intencionado y consciente. Mentir está mal visto en la mayoría de las sociedades contemporáneas, lo cual no impide que sea muy frecuente. Algunos escándalos recientes asociados a fraudes científicos sonados han dado pie a quejas, enarboladas muchas veces desde administraciones y grandes empresas, de que muchos científicos defienden puntos de vista mediatizados por sus propios intereses. Incluso se argumenta que dichas mentiras son fáciles debido al exceso de confianza en el trabajo de los científicos. ¿Podemos fiarnos, por tanto, del conocimiento científico? ¿Y de la opinión de los científicos presentados, por ellos mismos, las administraciones o los medios de comunicación, como “expertos”?
Hay quien defiende la confianza en el mundo de la investigación por el hecho de que predominan las personas “puras”, que trabajan por vocación y son ajenas a conflictos de intereses. Nosotros, sin embargo, opinamos de manera diferente: la confianza emana del método científico, que persigue explícitamente el contraste colectivo, de forma que los sesgos individuales, sean motivados por el desconocimiento o por intereses personales, son sometidos a escrutinio público mediante la validación reiterada de la evidencia que soporta los resultados publicados. El método se ve afectado, no hay que engañarse, por la influencia de un “establishment” en el que la reputación o la popularidad, la red de influencias y los desequilibrios pueden contar más (al menos a corto plazo) que el contraste objetivo de la evidencia. Sin embargo, el método conserva, a la larga, la propiedad esencial de que tanto las mentiras como los errores acaban siendo detectados.