Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
¿De verdad necesitamos afrontar los impactos de las macrogranjas para alimentarnos?
Una serie de opinadores y diversos medios han hecho crecer la polémica en las últimas semanas sobre las declaraciones del ministro de Consumo en una entrevista al diario británico The Guardian. Tras apoyar la sostenibilidad de la ganadería extensiva en varias regiones de España, Alberto Garzón se mostraba preocupado por el impacto ambiental de las macrogranjas y sus efectos sobre la salud humana. Las declaraciones del ministro, tanto las publicadas como las originales que pueden leerse aquí, coinciden con una valoración ampliamente reconocida: la sustitución de la ganadería extensiva por grandes explotaciones intensivas está empobreciendo el territorio, ambiental y socialmente. Una obviedad que comparten incluso grandes instituciones financieras como el BBVA.
La sustitución de la ganadería tradicional por grandes explotaciones es un proceso global que se está implantando rápidamente en España. La gravedad de sus impactos, tanto sobre el tejido social como sobre el medio ambiente, es tan contundente que la FAO (el organismo de la ONU para la Alimentación y la Agricultura) ha declarado el periodo 2019–2028 como el Decenio de las Naciones Unidas de la Agricultura Familiar. Pese a que la defensa de la agricultura extensiva frente a esta intensificación es parte de los tratados internacionales firmados por el Gobierno de España, y de las políticas que han aprobado gobiernos de distinto signo, la realidad es que se trata de un sector al alza, por lo que es una de las principales preocupaciones de los pequeños agricultores y ganaderos de la llamada España vacía. En este artículo repasamos la evidencia sobre el impacto de las explotaciones de ganadería intensiva de gran tamaño (las llamadas ‘macrogranjas’) sobre nuestra salud alimentaria, el medio ambiente, la cohesión del territorio y el bienestar animal.
Los beneficios de la ganadería extensiva son múltiples en el contexto de los ciclos ecológicos. Si se manejan adecuadamente y con densidades adecuadas de ganado, los pastos extensivos pueden ser económicamente rentables mientras retienen suficiente carbono como para compensar las emisiones de metano del ganado. De hecho, la inclusión en la dieta de carne de ganadería extensiva procedente de productores locales puede incluso reducir las emisiones de carbono respecto a una dieta completamente vegetariana, dependiendo de las características del lugar y el tipo de aprovechamiento. Y lo mismo ocurre con la producción de leche cuando se realiza en régimen de semiestabulado típico de muchas áreas de la península, en el que las vacas tienen territorio para pastar, pero duermen en el establo donde se las ordeña (actualmente por medios mecánicos, claro). Es por ello que multitud de estudios en diferentes partes del globo muestran que para que la producción ganadera sea sostenible, las áreas dedicadas a uso intensivo deben ser limitadas a explotaciones pequeñas o pequeñas áreas de engorde por ejemplo.
En el caso de las grandes explotaciones porcinas, sus impactos incluyen emisiones masivas de nitratos, amoniaco y gases de efecto invernadero, además de problemas de bioseguridad (una revisión del tema aquí). Su progresiva implantación está llevando al aumento de las emisiones de amonio por encima de los límites permitidos por la normativa europea. En 2019, España fue el país que más excedió dichos límites (de los cuatro que aún lo hacen) y el tercer mayor emisor de la UE. Las emisiones de amonio contribuyen a la deposición ácida y a la eutrofización del medio, dañando bosques, cultivos, ríos y humedales, así como a la formación de aerosoles particulados, muy perjudiciales para la salud humana.
Las macrogranjas también están asociadas al vertido de grandes cantidades de purines (una mezcla de residuos generados por las excretas líquidas y sólidas, agua utilizada en la limpieza de instalaciones y restos de alimentos), que causan aumentos desmesurados de nitratos en los acuíferos, cuya contaminación ha aumentado más del 50% en los últimos años hasta alcanzar casi el 25% de la superficie del país, lo que ha llevado a que la Comisión Europea denuncie a España ante la Corte Europea de Justicia por el reiterado incumplimiento de la Directiva de Nitratos. Los purines y otros contaminantes procedentes de agricultura intensiva están detrás de desastres como la tragedia del Mar Menor.
En 2020 la agricultura fue responsable de más del 14% de las emisiones de gases de efecto invernadero en España, de los que aproximadamente dos tercios corresponden a la ganadería, según un informe del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico. Cuando se examina su origen, el aumento actual de las emisiones de CO2 se debe principalmente a la gestión del estiércol - los purines - siempre según dicho informe. En un contexto de intensificación de la ganadería en España, resulta claro que este aumento de emisiones se debe a la proliferación de las explotaciones intensivas. A este impacto hay que asociar además sus emisiones indirectas, causadas por los cultivos intensivos necesarios para la elaboración del pienso y al consumo de energía para mantener y calentar las granjas, que podrían duplicar las emisiones directas. Además están las emisiones y los costes ambientales adicionales derivados del transporte de carne cuando esta se dedica a la exportación (ver más abajo), que en el caso del ganado porcino constituye más de la mitad de la producción española. Unas exportaciones asociadas a una burbuja de demanda generada por la peste porcina en China, que podrían estar empezando a bajar.
La pérdida de diversidad genética de los animales empleados en la ganadería actual merece especial consideración. En España tenemos numerosas razas de ganado autóctonas, de explotación extensiva y tradicional, de enorme valor agronómico. Estas razas muchas veces son sustituidas por razas peor adaptadas al medio, pero más productivas, que son las que se instalan en las macrogranjas. Desplazamos a animales que están tradicionalmente preparados para la explotación en nuestro territorio, utilizando grandes cantidades de energía para criar razas no autóctonas en condiciones artificiales.
En realidad, cuando se analizan diferentes factores de sostenibilidad y se tienen en cuenta todos los insumos y costes energéticos, desaparece la necesidad de un modelo basado en ganadería intensiva para asegurar un nivel adecuado de ingesta de proteínas en la población. Esto no quiere decir que haya que eliminar totalmente la carne de la dieta para asegurar su sostenibilidad: por ejemplo, la evaluación mediante modelado de diferentes escenarios de evolución de la dieta en Estados Unidos mostró que algunas dietas con un bajo consumo de productos animales son más sostenibles que las veganas. Además, el uso de pastos extensivos reduce significativamente las emisiones de carbono de la ganadería, contribuye al mantenimiento de dichos pastos y evita la degradación del suelo y el abandono del campo. No todo son problemas con la producción y el consumo de carne, siempre y cuando sea moderado y se apoye en un modelo extensivo de bajo impacto ambiental.
La ocupación de una parte significativa del territorio por ganadería extensiva (algo no tan remoto en España), acompañada por un consumo más moderado de carne en los países desarrollados puede permitir niveles suficientes de producción sostenible. Por todo ello, los estudios que tienen en cuenta las necesidades alimentarias, la estructura de la cabaña ganadera y los costes ambientales y económicos asociados, muestran que la estrategia de reducir el consumo de carne y potenciar la ganadería en extensivo permitiría alimentar de forma más sostenible a la población mundial. Esto, además, reduciría considerablemente el impacto ambiental del modelo alimentario actual. El consumo masivo de carne barata procedente de ganadería intensiva es insostenible. Y aunque un chuletón al punto sea imbatible para muchos de nosotros, todos sabemos que hay que consumir carnes rojas con mesura, y que comer chuletón todos los días no es saludable ni para las personas ni para el planeta.
Algunos políticos han insistido durante la polémica de estos días en la noción de que la carne de macrogranja no es de peor calidad que la producida en extensivo. Sin embargo, la carne de un animal que durante su crianza puede pasear, disfrutar del aire libre, la luz del sol y una dieta natural, sin tratamientos hormonales ni exceso de medicamentos y químicos, no es de la misma calidad que la de un animal que ha nacido y crecido dentro de un cubículo, atiborrado a antibióticos, estresado y alimentado con el pienso que salga más económico. De hecho, la evidencia científica es aplastante en este punto. La calidad de una carne, tanto en términos nutritivos como organolépticos (sabor, olor, textura…), depende en buena parte de lo que ese animal coma y de cómo ese animal viva. El pasto verde imprime un perfil graso a la carne y la leche completamente distinto al del ganado criado en una macrogranja, que se traduce en mejores cualidades nutritivas y en carnes más sabrosas y aromáticas. Esto ocurre también con el jamón serrano; por ello, el de mejor calidad es aquel obtenido de un animal que comió bellota al menos durante los últimos meses antes del sacrificio. Todos sabemos dónde se cría el buen cerdo ibérico.
Como hemos visto, la ganadería extensiva proporciona una gran cantidad de beneficios ambientales, sociales y económicos. Sin embargo, los cambios en el campo español durante la última década van en el sentido contrario. Por ejemplo, la inmensa mayoría de las exportaciones españolas de carne de cerdo, alrededor del 95%, se corresponde a carne de baja calidad (congelada, en forma de grasas, o despojos), no de los productos con más valor añadido como jamones o embutidos (ver aquí). Es decir, de carne barata, sostenida por explotaciones intensivas que acumulan animales en macrogranjas mientras ocupan buena parte del territorio con cultivos intensificados para alimentarlos, además de depender de piensos importados con una elevada huella de carbono. Debido a la alta ocupación del territorio y a la extensión de la contaminación que generan, los costes ambientales de este modelo intensificado son asumidos por toda la región en la que se encuentran las explotaciones, y degradan notablemente la salud y el modo de vida de quienes viven en su entorno directo.
Esto genera una competición injusta por el uso del territorio que resulta imposible para la ganadería sostenible. Lejos de promover la riqueza y la cohesión social, la producción animal industrializada destruye el empleo, provocando una despoblación del medio rural y la pérdida de prácticas ganaderas tradicionales, así como una disminución en la diversidad de razas de ganado. Justo lo contrario que la agricultura familiar de pequeñas explotaciones, que proporciona más trabajo y de más calidad, además de cohesionar el territorio.
Entonces, ¿por qué se fomenta la ganadería intensiva? Probablemente porque permite el enriquecimiento de grandes productores que se benefician de las ganancias de un modelo productivo intensificado mientras externalizan sus costes ambientales y sociales. Generando un beneficio rápido para unos pocos, las macrogranjas no aportan ningún valor añadido ni al tejido productivo ni a la sociedad que vive en las regiones agrícolas.
El estado que entendemos como natural en los paisajes ibéricos no es el de ecosistemas prístinos que no han conocido la mano humana. Por el contrario, la agricultura extensiva lleva transformando el paisaje desde el Neolítico en buena parte de España. Durante los últimos cinco o seis mil años, las dinámicas ecológicas del paisaje y la ocupación del territorio han estado ligadas al uso y los movimientos del ganado, tanto en las dehesas como en pastizales de montaña o en combinación con cultivos de cereales en las zonas semiáridas. Todo esto ha convertido a la ganadería extensiva en un elemento vertebrador de los paisajes ibéricos. La intensificación y la aparición de macrogranjas es un proceso muy reciente, que no sólo está transformando el paisaje, sino también contribuyendo a la despoblación de gran parte de España.
Por supuesto, detener la intensificación y encaminarnos a un modelo agrícola y ganadero más extensivo, moderno y productivo presenta muchos retos. Pero como hemos comentado, esto no tiene por qué conllevar problemas de abastecimiento de productos básicos para la alimentación de un número creciente de personas en el mundo. En realidad, como discuten los editores de la revista Nature Sustainability, el que esta producción sea insuficiente es posiblemente una percepción equivocada, asociada a un sistema de valores que a menudo prima la posesión por encima del uso. En los países desarrollados, donde producimos un gran excedente de comida, es necesario un cambio de valores en la selección de la dieta que debe ir acompañado de un cambio social. Las evidencias científicas que apoyan este cambio son muy claras.
Para buena parte de la población europea, un continente que no es ajeno a la epidemia mundial de obesidad, no se trata de comer menos sino de comer mejor. Por eso, desde el punto de vista científico sorprende y enfada ver la contaminación informativa del debate sobre la carne, las macrogranjas y el sistema alimentario. Es particularmente irritante y nefasto que la desinformación interesada de unos y la falta de valor de otros tergiverse el sentido de unas declaraciones que se apoyan en la evidencia científica, y que coinciden con las reivindicaciones de los pequeños y medianos ganaderos y agricultores. Esta confusión interesada es especialmente grave por el valor que podría tener la ganadería extensiva para cohesionar la España rural. Los discursos de apoyo a la España vaciada que van acompañados de afirmaciones tan irresponsables como la de que “no existen las macrogranjas en España” son palabras vacías que se las lleva el viento. Infelizmente, negar la evidencia para apoyar un discurso interesado sale gratis e incluso da rédito político en la coyuntura política actual.
Finalmente, en una sociedad avanzada como la nuestra no podemos dejar de lado las consideraciones éticas sobre un asunto que involucra la vida y la muerte de otros animales conscientes. Porque según todas las evidencias científicas, los animales son conscientes, y así lo estableció hace diez años la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia. Los cerdos en particular se encuentran entre los animales no-humanos cognitiva y emocionalmente más complejos que existen, a un nivel similar al de perros, chimpancés o delfines. Tienen memoria y sentido del tiempo, son capaces de entender un lenguaje simbólico y la perspectiva de los otros, muestran empatía, tienen personalidades diferentes y juegan de forma creativa. Son tan parecidos a nosotros que acaba de realizarse con éxito el primer xenotrasplante de cerdo a humano. Sin embargo, la industrialización de la ganadería intensiva arranca de cuajo cualquier atisbo del derecho de los animales al bienestar, hacinados en espacios reducidos durante toda su corta y miserable existencia. Sometidos a una situación de maltrato los animales sienten dolor y miedo; sufren. Saberlo, y no hacer nada, nos convierte a todos en cómplices de un proceso de degradación moral insoportable.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, las condiciones tan lamentables en las que se encuentran los animales en las macrogranjas llevan a un abuso de antibióticos y otras substancias (por mucho que estén regulados en la UE) que acaban en nuestro plato o en las aguas y suelos. De hecho, la ganadería intensiva tiene mucho que ver con la evolución de la resistencia a los antibióticos y el desarrollo de superbacterias, que promete ser un reto sanitario en las próximas décadas.
En definitiva, las macrogranjas producen carne de poca calidad, de animales sometidos a maltrato, vulneran las directrices europeas e internacionales de producción ganadera y las normativas medioambientales, además de empobrecer y despoblar los territorios. Las macrogranjas son perjudiciales para todos salvo para quienes se lucran con ellas. Si queremos evitar sus impactos negativos, si sus prácticas son dañinas e ilegales, no podemos abrir más. En todo caso hay que ir pensando en cerrarlas.
Una serie de opinadores y diversos medios han hecho crecer la polémica en las últimas semanas sobre las declaraciones del ministro de Consumo en una entrevista al diario británico The Guardian. Tras apoyar la sostenibilidad de la ganadería extensiva en varias regiones de España, Alberto Garzón se mostraba preocupado por el impacto ambiental de las macrogranjas y sus efectos sobre la salud humana. Las declaraciones del ministro, tanto las publicadas como las originales que pueden leerse aquí, coinciden con una valoración ampliamente reconocida: la sustitución de la ganadería extensiva por grandes explotaciones intensivas está empobreciendo el territorio, ambiental y socialmente. Una obviedad que comparten incluso grandes instituciones financieras como el BBVA.
La sustitución de la ganadería tradicional por grandes explotaciones es un proceso global que se está implantando rápidamente en España. La gravedad de sus impactos, tanto sobre el tejido social como sobre el medio ambiente, es tan contundente que la FAO (el organismo de la ONU para la Alimentación y la Agricultura) ha declarado el periodo 2019–2028 como el Decenio de las Naciones Unidas de la Agricultura Familiar. Pese a que la defensa de la agricultura extensiva frente a esta intensificación es parte de los tratados internacionales firmados por el Gobierno de España, y de las políticas que han aprobado gobiernos de distinto signo, la realidad es que se trata de un sector al alza, por lo que es una de las principales preocupaciones de los pequeños agricultores y ganaderos de la llamada España vacía. En este artículo repasamos la evidencia sobre el impacto de las explotaciones de ganadería intensiva de gran tamaño (las llamadas ‘macrogranjas’) sobre nuestra salud alimentaria, el medio ambiente, la cohesión del territorio y el bienestar animal.