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El número de la bestia: sexenios y productividad científica

6-6-6 (six-six-six, en inglés) nos recuerda a uno de los temas de cabecera de un famoso grupo británico de Heavy Metal, en el que aluden al “número de la bestia” del Libro del Apocalipsis. El origen bíblico del seiscientos sesenta y seis (la bestia) se atribuye al emperador romano Nerón, feroz perseguidor de los cristianos, dado que la transliteración de Nerón César del griego al hebreo resulta en 7 letras que equivalen a 7 números cuya suma es exactamente 666. Curiosamente, el número sí tiene algo de “mágico”, pues es lo que se denomina un número triangular que coincide con la suma de los 36 primeros números naturales (1+2+3+...+36=666).

Pues bien, las cifras 6-6-6 se han convertido recientemente en “mágicas” dentro del (a menudo demoníaco) sistema español de evaluación de la calidad científica. Debido a las estrecheces presupuestarias, que obligan a recortar en las evaluaciones por pares, dicho número se está utilizando cada vez más como rasero para determinar qué es y qué no es la ciencia de excelencia. Su origen no es, sin embargo, una persecución política o religiosa, sino la necesidad de incentivar la productividad científica del personal investigador y el profesorado universitario. Así, un Real Decreto de 1989, que supuso sin duda un gran empuje para la ciencia española del momento, premiaba con un aumento de sueldo (entre unos 50 y 80 € netos al /mes, según la categoría profesional, en nómina - no en sobre) a aquellos científicos cuya productividad durante el último período de 6 años (sexenio) destacase respecto a un umbral mínimo (al menos cinco publicaciones internacionales con revisión por pares en algunas áreas, aunque en otras puedan ser sustituidas por otro tipo de méritos).

El éxito de los primeros 20 años de existencia de dicha iniciativa quedó reflejado en un exhaustivo informe de resultados de la CENAI en 2009, en el que se evaluó el desempeño del personal docente universitario y los investigadores del CSIC en la obtención de estos tramos de investigación (esto es, la proporción de sexenios obtenidos de aquellos que podían solicitarse) desde 1989. En la Universidad, destacan tanto el mejor desempeño de los catedráticos de universidad respecto a otros cuerpos docentes como la ausencia de sesgos de género importantes en la obtención de sexenios (particularmente, teniendo en cuenta las dificultades que afrontan las mujeres para ser promovidas en la escala científica y universitaria). Aunque también hay un amplio campo para la mejora: por ejemplo, casi el 25% del personal universitario no tiene ningún sexenio, y la mitad de ellos han obtenido menos de la mitad de los sexenios a los que su antigüedad les daba acceso. De igual forma, menos del 35% de los catedráticos han obtenido todos los sexenios a los que tenían acceso. También es significativa la gran heterogeneidad entre diferentes universidades: mientras que algunas (como la UAB, UAM y UV) superan el 50% de sexenios posibles, otras (como la UPM) apenas llegan al 30%. Si tenemos en cuenta que los sexenios representaban (al menos hasta 2012) un umbral mínimo, estas cifras sugieren que la Universidad española puede ir mucho más lejos tanto en el fomento de la investigación entre sus docentes, como en el apoyo y recompensa a aquellos que sobrepasan holgadamente estos mínimos. El hecho de que las universidades con mejor desempeño en este indicador coincidan con las pocas universidades españolas que aparecen entre las 300 primeras del ranking mundial no es, probablemente, anecdótico.

En resumen, la implantación de los sexenios ha supuesto sin duda un incentivo positivo en el sistema I+D español, aunque ha recibido críticas importantes al ser un criterio de mínimos, que retribuye de igual manera a quien hace lo imprescindible que a quien hace tres o seis veces mas. El lector tal vez se sorprenda al averiguar que, en las circunstancias actuales y cuando no interviene la endogamia, el acceso a un puesto fijo en el CSIC exige a los investigadores jóvenes una productividad científica que triplica o quintuplica el mínimo exigido en los sexenios para todos los años de su carrera. Además, la excelencia científica involucra parámetros adicionales que apenas se consideran a la hora de otorgar sexenios a los investigadores – como la calidad de las revistas en las que se publica, el impacto de cada artículo en su área de conocimiento (que suele estimarse a partir del número de veces que éste es citado en otros artículos) o la internacionalización del investigador (que suele estimarse a partir de su participación en proyectos, conferencias, comités científicos o comités editoriales internacionales).

La advertencia de que los sexenios no sirven para evaluar la excelencia científica ya fue hecha en por los autores del informe de la CENAI en 2009. En sus Consideraciones Finales escriben: “Conviene recordar aquí que la CNEAI evalúa la suficiencia en la calidad y cantidad de la investigación de los profesores de universidad e investigadores del CSIC. Los indicadores que se deduzcan de los resultados de estas evaluaciones no deben perder ese significado. En otras palabras, una vez alcanzado un nivel satisfactorio, lo que sería un objetivo mínimo para el conjunto del sistema, la discriminación de la excelencia investigadora de los diferentes colectivos requeriría la valoración de otros datos: reconocimiento internacional, calidad de los vehículos de publicación, citas, etc.”.

El problema se agrava cuando intenta utilizarse como un “número mágico” para evaluar la excelencia científica, como empieza a suceder en convocatorias recientes. Por ejemplo, en la última convocatoria de becas de doctorado del programa FPU (una de las principales fuentes de financiación a nivel nacional), la valoración de la excelencia científica del director propuesto en la solicitud se basaba principalmente en su número de sexenios (hasta un máximo de tres: 6-6-6, el número de la bestia). En lo que concierne a docencia universitaria, el decreto-ley de abril de 2012 redujo recientemente la carga docente a la mitad a los profesores y catedráticos que hayan obtenido, respectivamente, 3 o 4 sexenios. Aun apoyados por herramientas de ponderación, los sexenios presentas varios problemas graves para evaluar la excelencia científica. En primer lugar, al ser un criterio de mínimos, los sexenios no permiten afinar en la medida de la excelencia científica ni evaluar si esta se ajusta de forma adecuada a una determinada propuesta de trabajo. En segundo lugar, penalizan muy severamente a los docentes e investigadores jóvenes, que no han tenido aún acceso a ningún sexenio por no tener la suficiente antigüedad o por no ser personal funcionario. La paradoja puede ser que se denieguen proyectos y/o se entierre bajo un inmerecido cúmulo de horas de clase a los elementos más dinámicos y productivos del sistema, debido exclusivamente a su escasa antigüedad.

La moraleja es en este caso es doble. En primer lugar, aunque debemos estar satisfechos de las reformas introducidas en el pasado para mejorar el funcionamiento de nuestra universidad y centros de investigación, esta satisfacción no debe ser óbice para evaluar su funcionamiento e introducir mejoras adicionales. En el caso de los sexenios, es necesario (1) profundizar en el sistema de incentivos, complementándolo si es necesario con penalizaciones, para evitar que un porcentaje tan elevado de los investigadores y docentes siga tendiendo una productividad científica prácticamente nula, y (2) sustituirlo por, o complementarlo con, un sistema de incentivos proporcional a la excelencia científica (en términos de cantidad y, sobre todo, calidad), que premie la actividad de quienes llevan su esfuerzo mucho más allá del mínimo. En cuanto a las evaluaciones de proyectos, becas y otras actividades investigadoras, entendemos la tentación de sustituir la costosa evaluación por pares por una cifra que los técnicos del ministerio pueden obtener con solo apretar un botón. Sin embargo, si nuestro gobierno se toma realmente en serio la necesidad de utilizar los recortes motivados por la crisis para mejorar la excelencia de nuestro sistema de I+D, lo que necesitamos es una mejora de nuestro sistema de evaluación (recurriendo más a menudo, por ejemplo, a evaluadores extranjeros independientes), no su debilitamiento. Todos los países que nos superan en excelencia científica tienen procesos de evaluación mucho más rigurosos y transparentes (y, por ello, costosos) que el nuestro, que a menudo incluyen evaluaciones presenciales (como los del ERC europeo) o una ronda de mejora de los proyectos en respuesta a los comentarios de los evaluadores (como la NSF estadounidense o el NERC británico). Los costes de evaluación pueden parecer elevados, pero representan una pequeña fracción de los costes de financiación de los proyectos. Por ello, representan un gasto mucho menor que el de financiar proyectos de mala calidad, sobre todo en un período de grave escasez de recursos.

6-6-6 (six-six-six, en inglés) nos recuerda a uno de los temas de cabecera de un famoso grupo británico de Heavy Metal, en el que aluden al “número de la bestia” del Libro del Apocalipsis. El origen bíblico del seiscientos sesenta y seis (la bestia) se atribuye al emperador romano Nerón, feroz perseguidor de los cristianos, dado que la transliteración de Nerón César del griego al hebreo resulta en 7 letras que equivalen a 7 números cuya suma es exactamente 666. Curiosamente, el número sí tiene algo de “mágico”, pues es lo que se denomina un número triangular que coincide con la suma de los 36 primeros números naturales (1+2+3+...+36=666).

Pues bien, las cifras 6-6-6 se han convertido recientemente en “mágicas” dentro del (a menudo demoníaco) sistema español de evaluación de la calidad científica. Debido a las estrecheces presupuestarias, que obligan a recortar en las evaluaciones por pares, dicho número se está utilizando cada vez más como rasero para determinar qué es y qué no es la ciencia de excelencia. Su origen no es, sin embargo, una persecución política o religiosa, sino la necesidad de incentivar la productividad científica del personal investigador y el profesorado universitario. Así, un Real Decreto de 1989, que supuso sin duda un gran empuje para la ciencia española del momento, premiaba con un aumento de sueldo (entre unos 50 y 80 € netos al /mes, según la categoría profesional, en nómina - no en sobre) a aquellos científicos cuya productividad durante el último período de 6 años (sexenio) destacase respecto a un umbral mínimo (al menos cinco publicaciones internacionales con revisión por pares en algunas áreas, aunque en otras puedan ser sustituidas por otro tipo de méritos).