Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Paradojas antrópicas y complejidad
El concepto paradoja antrópica ha sido acuñado recientemente por el grupo de trabajo que ha lanzado el proyecto multidisciplinar PANTROVIDA (Paradoja(s) antrópica(s): dificultando y mejorando la vida en el planeta). Su objetivo es proveer un marco conceptual que facilite el análisis de las múltiples contradicciones (paradojas) que azotan a nuestra sociedad. Vivimos tiempos de gran incertidumbre, en los que la reflexión colectiva, el diálogo moderado y la información rigurosa y equilibrada, son más necesarios que nunca.
El mar de paradojas antrópicas es extenso y muy variado; está presente en cualquier dimensión de la conducta social e institucional que se analice. Esta multitud de parantrojas evidencia que nuestra sociedad está enferma: las múltiples contradicciones dan lugar a fenómenos potencialmente irreversibles como el deterioro ambiental o la pérdida de biodiversidad, que se convierten en síntomas que debemos analizar cuidadosamente si queremos rastrear el origen del mal, las causas que se esconden tras este comportamiento contradictorio que nos aflige.
Es oportuno por lo tanto revisar e insistir sobre causas y consecuencias de estas patologías que están arriesgando el fructífero, en términos históricos, y funcionalmente indispensable, diálogo entre ciencia y democracia. Una de las causas ya está enunciada: el proceloso mar de contradicciones que es fuente de vida para el fenómeno paradójico; otra resulta de los cuarenta años de pesadillas, propagados por la aplicación, inmisericorde y de dudosa calidad democrática, de economías y políticas extractivas de diseño neoliberal, ciegas ante los riesgos para la democracia.
Consecuencias demoledoras son: el predominio del individualismo, paradójicamente al mismo tiempo personal y grupal â solo escuchamos y atendemos a quienes piensan y sienten como nosotros, para satisfacer nuestro ego â; el desolador aumento de la desigualdad y la exclusión social, que se acompaña de una ominosa abundancia asimétrica; la loca inmersión en un consumismo que desordena a nuestro planeta e incluso a nuestra salud mental, dando lugar a procesos potencialmente irreversibles como el cambio climático y el aumento de los suicidios.
Los sistemas sociales, un paradigma de complejidad
En ciencia se denomina sistema complejo a cualquier conjunto formado por muchos elementos que interaccionan entre sí a través de múltiples procesos. La palabra complejo viene del latín, con – “completamente” y plexus – “entrelazado”, una descripción muy acertada para estos sistemas donde los componentes se encuentran “completamente entrelazados” debido a sus continuas y variadas interacciones.
Hay una infinidad de ejemplos de sistemas complejos en la naturaleza, desde las neuronas de un cerebro hasta la organización de un hormiguero, una bandada de pájaros, la atmósfera o un ecosistema. También las sociedades humanas, formadas por un elevado número de individuos que interaccionan entre ellos de múltiples formas, son sistemas complejos. Resulta particularmente interesante que, pese a ser tan dispares, todos los sistemas complejos compartan propiedades y comportamientos coincidentes, lo que convierte a la complejidad en un auténtico sello distintivo del mundo natural, algo que ha sido reconocido el pasado año con el Premio Nobel de Física.
Los individuos interaccionamos continuamente con nuestro entorno más cercano, ya sea la familia, los amigos, la comunidad a la que pertenecemos, el entorno laboral, los compañeros con los que compartimos nuestras actividades… De este amplio conjunto de interacciones locales entre los individuos – autoorganización – surgen las estructuras sociales, políticas y económicas, que se articulan por medio de clases sociales, organizaciones e instituciones – patrones emergentes – conformándose distintos círculos de poder – jerarquía de niveles. En paralelo al desarrollo de estas estructuras se produce una colectivización de las creencias, motivada por las necesidades de una comunicación que el paso del tiempo ha ido haciendo progresivamente más sofisticada – reglas emergentes. Dado que los individuos están expuestos a las creencias colectivizadas desde la infancia, que es cuando más moldeables son, éstas condicionan las creencias individuales – causación descendente.
Podemos resumir diciendo que del colectivo de individuos emergen tanto la cultura como los modelos de organización, que se materializan en las estructuras sociales, económicas y políticas. Es un flujo que corre en la dirección abajo arriba. Pero, a su vez, estas estructuras favorecen una colectivización de creencias que son reforzadas a través de las legislaciones, entre otras vías no menos potentes, influyendo de manera decisiva en el comportamiento de los individuos, en su idiosincrasia, por medio de un flujo de información que corre en la dirección opuesta, de arriba abajo. El acoplamiento de ambos flujos, del colectivo a las estructuras y viceversa, dota de una enorme resiliencia al sistema que alcanza así el verdadero estadio de complejidad.
Grabadas a fuego desde la infancia, las creencias colectivas se convierten en un auténtico pegamento social que dota de una solidez casi indestructible a los sistemas sociales. Pero a su vez, ¡oh, paradoja!, son germen de incomprensión, polarización y confrontación. Y qué mejor prueba tenemos de ello que en la nueva era de la información sea precisamente la infodemia, junto a la desinformación al servicio de intereses espurios, lo que dificulte el análisis de los problemas comunes que deben abordarse combinando tres elementos decisivos: conocimientos, intereses y emociones. Este análisis de amplia perspectiva se ha empleado para diagnosticar las dificultades que entraña afrontar un problema tan trascendental como multifacético como es el cambio climático y la situación generada por la covid-19. Al ampliar y profundizar el ángulo de visión, incluyendo la imprescindible perspectiva histórica junto al análisis científico, es fácil desenmascarar el debate abierto entre salud y economía a raíz de la pandemia, que resulta ser tan estéril como falto de fundamento.
Es evidente que las creencias colectivas no son inmutables, han ido evolucionando con el paso del tiempo para amoldarse a las distintas circunstancias que han ido afrontando los colectivos y, muy en particular, a los conocimientos que hemos ido acumulando. Pero hay algo que, tal y como señala Yuval Noah Harari, se ha mantenido intacto a lo largo del tiempo: su carácter mítico. Creemos haber abandonado la era mítica hace varios siglos para disfrutar de una nueva era, la de la razón. Sin embargo, según Harari muchas de las verdades que nos parecen incontrovertibles no son más que sistemas de creencias basados en relatos imaginarios que, muchas veces, no resisten un mínimo análisis crítico a la luz de la razón. Estas certezas o creencias básicas, que se basan y se manifiestan en nuestras prácticas socio-culturales, económico-políticas y científicas, configuran nuestra forma de racionalidad determinando lo que puede ser aceptado como argumento válido en los distintos ámbitos de la vida humana. A su vez, forman nuestra imagen del mundo y moldean nuestra percepción de la realidad.
Una de estas verdades, o dogmas, muy importante de desenmascarar, es la que sitúa al egoísmo como motor consustancial a nuestro comportamiento, a nuestra forma de interrelacionarnos con los otros. Un egoísmo que deviene en miedo a perder lo que se tiene y/o de no conseguir lo que se necesita, junto a la ambición por poseer más que utiliza al prójimo como referencia para el “cuánto más”. Desde la perspectiva de complejidad resulta evidente que la semilla desde la que se construye todo el sistema se encuentra en aquello que imprime las pautas de nuestro comportamiento, de ahí su enorme criticidad.
La doble realidad que alimenta las parantrojas: egoísmo vs empatía
El egoísmo es la tendencia de cualquier individuo a anteponer sus necesidades a las del resto; si hay dos individuos con hambre y tan sólo una manzana, el egoísmo los empujará a tratar de hacerse con ella por puro y simple instinto de supervivencia. Esta predisposición egoísta, por sí sola, haría inviable la convivencia si no estuviese balanceada por la empatía, por la capacidad para sintonizar afectivamente con los otros que nos lleva a sentir sus necesidades como propias. El egoísmo, ocupado en satisfacer los deseos propios, convive sin dificultad con los deseos ajenos cuando es canalizado por la empatía, que se encarga de neutralizar los comportamientos mezquinos. Es fácil ver que esta empatía es una característica fundamental de los seres humanos observando el comportamiento generalizado de los niños frente a pequeños experimentos.
A pesar de nuestra empatía natural, la omnipresencia del egoísmo en nuestra sociedad occidental resulta evidente. La normalización del culto al ego, la desconfianza mutua y la agresividad son buenas muestras de ello, como lo son la resignación al darwinismo social y su tendenciosa defensa de la conjetura de la “supervivencia de los más fuertes”, ahora difícilmente sostenible, y la pertinaz presencia de la guerra. Vivimos una realidad hostil, una auténtica jungla humana que no hemos sido capaces de civilizar sino más bien todo lo contrario, aceptar como inevitable e incluso deseable por aquellos capaces de despojarse de sus escrúpulos para convertirse en auténticos depredadores.
En paralelo a esta realidad hostil, y en franca contradicción con ella, encontramos una realidad amable cuyo motor es la empatía, esa extraordinaria capacidad natural que no sólo nos proporciona la habilidad de entender qué necesita el otro, sino que nos empuja a tratar de satisfacerlo. La empatía estimula los comportamientos simpáticos, llegando en su caso más extremo al altruismo. Encontramos abundantes pruebas de la existencia de esta realidad amable en los reiterados esfuerzos por cultivar al hombre en valores morales documentados por la historiografía desde los tiempos clásicos, en los múltiples movimientos internacionales que luchan por la justicia social, o en los grandes logros humanos conseguidos desde la cooperación.
Vivir bajo una doble realidad, hostil y amable a la vez, convierte nuestro día a día en una suerte de tragicomedia envuelta en contradicciones. Los mitos alimentan el sentimiento fatalista de no tener escapatoria, empujándonos a correr en la rueda de la realidad hostil como hámsteres que necesitan gastar energía y mantenerse entretenidos para no enloquecer. Pero la parte de nuestro yo más social, moral e inconformista, la que nos es más connatural, no se resigna a su suerte y busca escapatoria a través del reflejo de la realidad amable. Las contradicciones que destilan esta doble realidad son alimento para las parantrojas que caracterizan a nuestra sociedad, que sueña con el biomejoramiento y la inmortalidad mientras se encamina con resignación hacia el abismo.
La predominancia de la realidad hostil sobre la amable, de la competición frente a la cooperación, de la agresividad frente al entendimiento, de la rapiña frente a la generosidad, nos lleva a concluir que en nuestra sociedad hay un profundo desequilibrio entre egoísmo y empatía a favor del primero. Pero antes de caer en el conformismo fatalista debemos preguntarnos si este desequilibrio nos es connatural, o más bien se debe a unas determinadas causas coyunturales que han surgido en nuestro devenir histórico, y que es posible identificar. La realidad hostil, la que nos empuja a la guerra una y otra vez convirtiendo a la paz en un lujo casi desconocido desde hace miles de años, es producto de una cultura de reificación que surgió en el neolítico, consolidándose en todas las sociedades postneolíticas. Esta realidad ha conseguido domeñar a la amable, a la que es producto de la naturaleza cultivada de unos seres que son sociales y morales, que ha conseguido resistir pese a la brutalidad con la que se la ha empequeñecido y ridiculizado en numerosas ocasiones, un signo esperanzador de que hunde sus raíces en lo más profundo de la naturaleza humana.
Son tiempos para la biología evolutiva
Romper el círculo de sufrimiento en el que nos encontramos sólo es posible si cambiamos la semilla de la que emerge todo el sistema social, que no es otra que la forma en la que nos percibimos los unos a los otros e interactuamos. Es necesaria una auténtica revolución cultural que nos conduzca a revalorizar las relaciones humanas, la armonía con la naturaleza, el arte, y el conocimiento como fin y no sólo como medio. En definitiva, a revalorizar la vida propia y ajena como lo que es, un tesoro de valor incalculable, rompiendo radicalmente con la cultura de reificación. Esta revolución sólo será posible si conseguimos desenmascarar ciertas creencias colectivas, aquellos mitos que retroalimentan la realidad hostil, que se ponen en evidencia a través de las múltiples y extravagantes paradojas antrópicas que tan bien describen a la sociedad del siglo XXI.
En 2016 preguntaron a Emilio Muñoz, desde el ámbito de la sociología, “si estábamos ya en el siglo de la biología” con la consiguiente respuesta afirmativa, una visión que se ha visto reforzada a la luz de la pandemia que nos ha azotado en plena crisis medioambiental. Es necesario continuar profundizando en el marco teórico que conduzca a una reformulación de la teoría de la evolución, bajo una perspectiva que integre el altruismo y la cooperación como factores determinantes, a la vez que se acompaña de una revisión histórica del concepto de selección natural. Este nuevo enfoque no sólo nos permitirá profundizar en los procesos naturales que nos han traído hasta aquí, sino a luchar contra la desafortunada y simplista interpretación de la evolución sobre la que se ha sustentado el darwinismo social, abono para muchas de las injusticias que nos asolan.
Desde la celebración del 50 aniversario de la publicación de “The Limits to Growth” por el Club de Roma, su vicepresidente, el empresario y analista Carlos Álvarez Pereira, viene fomentando un nuevo programa de estudio que ha recibido el nombre de Quinto Elemento en homenaje a la vida, que incide en la necesidad de aunar conocimientos, desde la sabiduría tradicional hasta la ciencia moderna, las artes, las humanidades y el conocimiento social, para afrontar con solvencia los retos existenciales que tenemos hoy en día. Un marco pluridisciplinar sobre el que también se sustenta el concepto de “entorno de sociabilidad”, que interconecta naturaleza (biología + ambiente) con cultura y con éticas.
“En los procesos de evolución de los seres humanos… la supervivencia es el objetivo final mientras que la adaptación inspirada en procesos cooperativos y por tanto acompañada de toques de ”moralidad“ es el mecanismo estratégico para tal fin; se advierte del riesgo de involución”.
El concepto paradoja antrópica ha sido acuñado recientemente por el grupo de trabajo que ha lanzado el proyecto multidisciplinar PANTROVIDA (Paradoja(s) antrópica(s): dificultando y mejorando la vida en el planeta). Su objetivo es proveer un marco conceptual que facilite el análisis de las múltiples contradicciones (paradojas) que azotan a nuestra sociedad. Vivimos tiempos de gran incertidumbre, en los que la reflexión colectiva, el diálogo moderado y la información rigurosa y equilibrada, son más necesarios que nunca.
El mar de paradojas antrópicas es extenso y muy variado; está presente en cualquier dimensión de la conducta social e institucional que se analice. Esta multitud de parantrojas evidencia que nuestra sociedad está enferma: las múltiples contradicciones dan lugar a fenómenos potencialmente irreversibles como el deterioro ambiental o la pérdida de biodiversidad, que se convierten en síntomas que debemos analizar cuidadosamente si queremos rastrear el origen del mal, las causas que se esconden tras este comportamiento contradictorio que nos aflige.