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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

¿Por qué no penalizamos la mentira?

La sociedad de la que todos formamos parte no deja de sorprendernos con sus profundas contradicciones. Se valoran aspectos como la honradez, la honestidad, la sinceridad y la transparencia, pero el éxito social, o al menos el económico, lo alcanzan con mucha frecuencia los tramposos, los mentirosos y los egoístas. Diseñamos un complejo entramado de leyes para impartir justicia y luego nos las saltamos. Decimos, orgullosos, que las leyes son iguales para todos y luego permitimos que el que tiene dinero, pertenece a la Casa Real o es un alto cargo civil o eclesiástico se libre de una cárcel y unas sanciones que nos hubieran caído sin ninguna duda a cualquier otro miembro de la sociedad.

Pero últimamente estamos alcanzando límites históricos de cinismo social: elegimos democráticamente a políticos que han mentido y no hacemos nada para destituirlos cuando nos siguen mintiendo. Como es bien sabido, se ha incluso acuñado un término nuevo para justificar la mentira. Lo llamamos ahora posverdad. Es el término que refleja esa tendencia creciente según la cual la gente está dispuesta a dar más crédito a las emociones y creencias personales que a los hechos objetivos. Como apuntó Javier Gallego en su programa de radio ‘Carne Cruda’, esto es newspeak en toda regla: cambiar los significados de las palabras para manipular, tal y como George Orwell predijo en su obra maestra 1984.

Sorprendentemente, la sociedad de la posverdad es la que más se apoya en la tecnología, los hallazgos y los hechos que la ciencia aporta o demuestra. Cuando escribimos en medios como este, lo hacemos con la motivación de contribuir a una sociedad cada día más capaz de hacer análisis objetivos de la evidencia, y de tomar decisiones sobre la base del conocimiento. El esfuerzo de hacerlo se ve más que compensado con el saludable debate que se genera. Pero cuando vemos que un político dice blanco y luego negro sin que los hechos objetivos hayan cambiado, y que eso no acarrea dimisiones ni pérdida de apoyo o credibilidad, el científico que escribe en estos medios no sabe si cortarse las venas o dejárselas largas.

¿Cómo es posible que hace poco los políticos hablasen de que los científicos exiliados en el extranjero eran una leyenda urbana y ahora los mismos científicos exiliados son embajadores de la ciencia española? El cabreo al respecto que Amaya Moro-Martín desarrolla en la revista Nature está más que justificado. Los hechos no cambian, pero los políticos los usan con descaro a su antojo, los ignoran, los tergiversan y no pasa nada. Estos tipos de acciones provocan que seamos el hazmerreír en círculos científicos internacionales, y que la “Marca España” no se identifique con la brillante investigación desarrollada por muchos españoles en el extranjero, sino con las excusas ridículas que el Gobierno que los ha expulsado del país fabrica para tapar la vergonzosa emigración masiva de talento científico, la famosa “fuga de cerebros” (ya sabéis, esa leyenda urbana…).

A estas alturas, los lectores informados sabemos que esta cortina de humo solo repite otras anteriores que trataron de maquillar y justificar la “fuga de cerebros”. Algunos periodistas denuncian estos tipos de actitudes, pero al final todo queda como material para la “maldita hemeroteca”. Con demasiada frecuencia esas versiones alternativas y discordantes se reducen a bromas y a comentarios en los pasillos de oficinas y mercados donde se acaba con frases como “qué morro tienen estos políticos”, “de estos no te puedes creer nada.” Y la vida sigue. Y los mentirosos siguen en sus puestos, mintiendo.

La constante de gravitación universal, crucial para cuestiones como la determinación de la masa de objetos celestes como el sol o los planetas, es una de las constantes físicas medidas con menor precisión. Pero a ningún físico se le ocurre decir hoy que su valor es una cosa y mañana otra y aún otra diferente dentro de un mes. Mientras no cambie nada, básicamente mientras el Universo siga siendo el que es y nuestras estimaciones se hagan de la misma manera, la constante de gravitación universal será la misma y tendrá el mismo grado de precisión o incertidumbre.

Sin embargo esa gran parte de nuestra sociedad actual, aparentemente instalada en la posverdad (decimos aparentemente porque todavía nos resistimos a creerlo del todo) no tiene ningún problema con actitudes equivalentes a que, en el telediario, un político dijera un día que su grupo calcula la masa de Marte empleando veinte decimales para la constante de gravitación universal, al día siguiente razonara que la masa de Marte no puede ser calculada, para unos días después decir que en realidad no existe ninguna razón para calcular la masa de Marte y, pasados unos meses, indicar un valor para la masa de Marte de 6,421 x10^23 kg, que es exactamente lo que figura en las enciclopedias y libros de texto desde hace décadas, y que no coincide con el primer valor que anunciaron.

En el mundo científico las mentiras acaban descubriéndose tarde o temprano. En el mundo de la política, generalmente también. La diferencia es que en el mundo científico la mentira tiene consecuencias más o menos fulminantes para el mentiroso descubierto, mientras que en el mundo de la política no pasa nada. ‘Nada de nada’. Ni legal, ni social, ni económicamente. Ni siquiera en los apoyos internos y externos ni en sus niveles de credibilidad. Claro que nos estamos refiriendo a una versión de país de la que muchos nos sentimos avergonzados y que anhelamos cambiar.

¿Cómo puede un político mostrarse escéptico del cambio climático, unos años después proclamarse preocupado, buscando soluciones al respecto frente a Europa y el mundo entero, y poco después llamar por teléfono al nuevo presidente de EEUU y expresar todo su apoyo a un mandatario decidido a imponer recortes brutales a las agencias que cuidan de la salud pública, el medio ambiente y el control y mitigación del cambio climático y sus impactos? ¿Cómo es posible que un político así, que incumple más del 80% de sus promesas electorales, que niega la evidencia de corrupción en su partido, que llama a las cosas por el nombre de lo que no son y que siempre culpa de los problemas a los demás partidos, haya sido elegido una y otra vez presidente de su partido y de nuestro país? ¿En qué parte de valorar la honestidad, sinceridad y transparencia nos hemos perdido?

La sociedad de la que todos formamos parte no deja de sorprendernos con sus profundas contradicciones. Se valoran aspectos como la honradez, la honestidad, la sinceridad y la transparencia, pero el éxito social, o al menos el económico, lo alcanzan con mucha frecuencia los tramposos, los mentirosos y los egoístas. Diseñamos un complejo entramado de leyes para impartir justicia y luego nos las saltamos. Decimos, orgullosos, que las leyes son iguales para todos y luego permitimos que el que tiene dinero, pertenece a la Casa Real o es un alto cargo civil o eclesiástico se libre de una cárcel y unas sanciones que nos hubieran caído sin ninguna duda a cualquier otro miembro de la sociedad.

Pero últimamente estamos alcanzando límites históricos de cinismo social: elegimos democráticamente a políticos que han mentido y no hacemos nada para destituirlos cuando nos siguen mintiendo. Como es bien sabido, se ha incluso acuñado un término nuevo para justificar la mentira. Lo llamamos ahora posverdad. Es el término que refleja esa tendencia creciente según la cual la gente está dispuesta a dar más crédito a las emociones y creencias personales que a los hechos objetivos. Como apuntó Javier Gallego en su programa de radio ‘Carne Cruda’, esto es newspeak en toda regla: cambiar los significados de las palabras para manipular, tal y como George Orwell predijo en su obra maestra 1984.