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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Nuestra salud, en riesgo por la pérdida de ecosistemas y biodiversidad

Paisajes y naturaleza en La Rioja.
24 de abril de 2024 06:00 h

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Vivimos en un mundo en guerra. La primera gran batalla la libramos hace unos 50.000 años, cuando iniciamos con dramática eficacia la extinción de los grandes mamíferos. Durante décadas, los científicos han venido debatiendo a qué se debió la extinción o el veloz declive de los grandes mamíferos en los últimos cincuenta milenios. Por un lado, están los científicos que creen que las rápidas y graves fluctuaciones del clima son la principal explicación. Por ejemplo, creen que el mamut lanudo se extinguió porque la fría estepa de los mamuts desapareció en gran medida. En el lado opuesto hay un grupo de científicos que está encontrando cada vez más evidencias de que la expansión de los humanos modernos (Homo sapiens) es la principal explicación. Creen que nuestros antepasados cazaron a los animales hasta tal punto que se extinguieron por completo o quedaron gravemente diezmados. Un extenso estudio de la Universidad de Aarhus ha confirmado recientemente esta segunda explicación. El mundo tiembla una y otra vez con nuevas guerras como las derivadas de la invasión de Ucrania o Palestina, sin buscar el origen real de esta espiral de tensión geopolítica. Un origen que entronca con la limitación de recursos y con un alejamiento del mundo natural. Un origen –la crisis ambiental– que no solo nos amenaza, sino que nos entristece. Un origen, nuestra acelerada separación de la naturaleza, que nos enferma física y psíquicamente, y que se manifiesta en un largo número de desórdenes sociales, económicos y políticos que comienzan con problemas agudos o crónicos, individuales o colectivos, de salud.

El célebre biólogo estadounidense Edward O. Wilson sostuvo durante toda su vida que las personas tenemos la necesidad innata de asociarnos al resto de seres vivos, estando de este modo intrínsecamente ligados a la naturaleza. Esta idea, conocida como la “hipótesis de la biofilia”, sugiere que los seres humanos, por mucho que hayamos artificializado nuestro entorno y modos de vida en las últimas décadas, no podemos, en el fondo, vivir de espaldas a los ecosistemas, pues somos biodiversidad y dependemos de ella.

La biodiversidad contribuye a la calidad de vida de las personas de múltiples maneras. No solo nos suministra los alimentos que necesitamos para vivir, innumerables medicinas naturales que mejoran nuestra salud y esperanza de vida, y muchas materias primas esenciales en nuestro día a día como la madera, el papel, la lana o el algodón, sino que también participa indirectamente en numerosos procesos que son fundamentales para nuestra salud y bienestar, como el secuestro de carbono (primordial para la regulación climática), la purificación del aire, la depuración del agua, el control de la erosión, la regulación de inundaciones, la fertilidad de los suelos, el control de plagas y enfermedades, o la polinización (vital para la agricultura). Asimismo, la biodiversidad es fuente de bienestar psicológico y emocional a través de las diversas contribuciones intangibles que proporciona a las personas mediante, por ejemplo, la contemplación y el disfrute estético de los paisajes, la relación con otras especies, o los sentimientos de paz emocional, tranquilidad y relajación que produce en general interactuar con la naturaleza.

A día de hoy existe una amplia y creciente bibliografía que muestra cómo observar y relacionarse con los ecosistemas y la biodiversidad de forma frecuente tiene efectos beneficiosos y medibles sobre la salud y el bienestar de las personas, asociándose –entre otras cosas– a una menor incidencia de trastornos mentales como la ansiedad, la depresión, el trastorno bipolar, el trastorno obsesivo compulsivo (TOC), el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), la esquizofrenia, la anorexia o el abuso de drogas, así como a efectos positivos en la curación, la frecuencia cardíaca, la presión arterial, los niveles de estrés, la calidad del sueño, la autoestima, el estado de ánimo y los comportamientos prosociales. Algo que toma forma en una medicina natural basada en lo salvaje y en un estilo de vida en conexión con el medio ambiente que desarrollan métodos creativos para promover la salud. Este enfoque se apoya en la idea de que la naturaleza es medicina y puede utilizarse como tal para fomentar el vigor y la vitalidad de numerosos pacientes.

Desde mediados de la década de los 80, y gracias al clásico trabajo de Roger S. Ulrich, sabemos que contemplar la naturaleza, aunque sea desde una ventana, mejora la tasa de recuperación de pacientes que han sido sometidos a una cirugía. También existen trabajos que han detectado conexiones entre las áreas verdes y la reducción de los nacimientos prematuros y de los neonatos de bajo peso. Incluso se ha descubierto que la tasa de mortalidad por accidentes cerebrovasculares tiende a ser menor entre aquellas personas que viven más cerca de espacios verdes.

El acceso a entornos naturales se ha relacionado también a una menor tasa de obesidad y a un menor riesgo de padecer diabetes tipo 2, además de a una reducción de los dolores de cabeza. Asimismo, son varios los estudios que han encontrado asociaciones entre la exposición a la naturaleza y menores tasas de prevalencia de algunos tipos de cánceres, así como de varias enfermedades alérgicas y respiratorias (como el asma), intestinales, circulatorias, cardiovasculares, inflamatorias y neurodegenerativas.

Kuo y Sullivan descubrieron que la disponibilidad de zonas verdes en las ciudades se relaciona con una menor tasa de criminalidad y de delincuencia, además de con una menor frecuencia de comportamientos agresivos y violentos. En un sentido parecido, Park y colaboradores encontraron que los niveles de ira y hostilidad eran significativamente más bajos en los entornos forestales respecto a los detectados bajo las mismas condiciones en las áreas urbanas.

También se ha identificado cómo la experiencia de la naturaleza afecta positivamente al rendimiento académico y a las oportunidades de aprendizaje a través de su efecto favorable sobre varios aspectos de la función cognitiva, de la memoria, de la atención y la concentración, y de la imaginación y la creatividad. No es de extrañar, en este sentido, que cada día más doctores utilicen la expresión “trastorno por déficit de naturaleza” para referirse a los diversos desórdenes y deficiencias que en ocasiones provoca sobre la salud humana un contacto insuficiente con los ecosistemas y los entornos naturales.

No cabe duda, el contacto con la naturaleza mejora y alarga nuestra vida, relacionándose con una mejor salud física y mental: con un menor riesgo de padecer enfermedades, con un menor uso de medicamentos, con menos visitas a psicólogos y psiquiatras y, en general, con una menor tasa de mortalidad y una mayor esperanza de vida. Por todo ello no podemos concebir la conservación de la biodiversidad únicamente como una cuestión ética o moral, sino como una auténtica necesidad humana y social. Mantener ecosistemas ricos en especies y en procesos ecológicos es la mejor fórmula que tenemos para garantizar la salud de la especie humana. Un ejemplo tremendo que aún está fresco en nuestra memoria es el de la covid-19, donde entre la combinación de factores que disparó esta gran pandemia están la degradación de ecosistemas, el tráfico ilegal de especies y la pérdida de biodiversidad. Se acumula la evidencia científica de que la pérdida de biodiversidad eleva el riesgo de transmisión de patógenos zoonóticos a las poblaciones humanas. Hoy sabemos que una alta riqueza de especies de vertebrados en los ecosistemas tiende a reducir el riesgo de prevalencia de vectores infecciosos que pudieran llegar a afectar a las personas. De este modo, la biodiversidad constituye, muy probablemente, la mejor vacuna posible frente a enfermedades zoonóticas como la covid-19.

Romper con la amnesia ecológica que actualmente impregna el imaginario social del mundo moderno, y que nos hace creer –erróneamente– que es posible la prosperidad humana al margen de los ecosistemas y la biodiversidad, es más urgente y necesario que nunca. En un planeta que cada día es más urbano y tecnodependiente, abordar y revertir esta desconexión humana de la naturaleza, recordando y visibilizando el valor inconmensurable y plural que la biodiversidad tiene para nuestro bienestar, es una labor tan importante como urgente. Reconocer nuestra biofilia y recuperar nuestra memoria biocultural, como seres ecodependientes que somos, es un paso fundamental para recorrer con éxito la ineludible transición de nuestra especie hacia una civilización realmente sostenible.

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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

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