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Ni son debates ni son programas informativos: España merece más de sus televisiones

3 de septiembre de 2022 22:16 h

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“El anti-intelectualismo es el culto a la ignorancia. Ha sido una constante en nuestra historia política y cultural, promovida por la falsa idea de que la democracia consiste en que mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento”

Cuando nos sentimos enfermos acudimos a la consulta de nuestro médico para que nos diagnostique; si la enfermedad resulta ser grave, puede que nos animemos a visitar a otro especialista para contrastar opiniones fundadas. Lo que nadie con un mínimo de sentido común hace es someter el diagnóstico a la opinión de no-expertos, por muy “leídos e informados” que pretendan estar. Algo similar ocurre cuando descubrimos problemas en nuestra vivienda, o cuando notamos sonidos extraños en el motor del coche: nos ponemos en manos de especialistas para que hagan un diagnóstico de la situación y nos indiquen cómo proceder. A nadie sensato se le ocurre pedir la opinión de ese cuñado que demuestra ser tan listo en las tertulias familiares, salvo que resulte ser un experto (de verdad) en el tema.

El planeta está enfermo. El planeta es nuestra casa, es el vehículo en el que navegamos por el universo, y también somos todos y cada uno de nosotros como parte integrante de la biosfera. La comunidad científica lleva décadas debatiendo hasta la saciedad los síntomas y el origen de la enfermedad que nos azota, a la par que anticipa un desenlace fatal si no se toman las medidas adecuadas con —cada vez más— urgencia. Los científicos se enfrentan a un problema de una complejidad enorme pues involucra, ni más ni menos, el diagnóstico del Sistema Tierra en su globalidad, un sistema extremadamente complejo y único, donde lo vivo y lo inerte evolucionan en el tiempo en un delicado equilibrio. Los océanos, la atmósfera y la corteza terrestre, junto a la biosfera con sus millones de especies, interaccionan entre sí de manera continuada a través de múltiples procesos entrelazados que se retroalimentan mientras establecen intrincadas sinergias. Comprender el problema en toda su extensión requiere un esfuerzo considerable de los científicos, pues al abarcar múltiples disciplinas —tanto del ámbito de la física como de la química, la biología y la geología— obliga a una visión interdisciplinar que es cualquier cosa menos sencilla. A esto se añade la complejidad matemática de modelar el sistema para analizar los resultados de esta enormidad de interacciones, solo reproducibles por medio de simulaciones computacionales.

El debate sobre la emergencia climática no es una discusión abierta al público, como tampoco lo es el diagnóstico y tratamiento de una enfermedad severa. Estamos ante un problema global cuyo estudio se lleva a cabo en laboratorios, universidades y centros de investigación de todo el mundo, siendo debatido en congresos internacionales y a través de revistas especializadas. Literalmente, miles de científicos alrededor del globo están dando la señal de alarma desde mesas de estudio y desde el conocimiento profundo, no desde los focos de un frívolo plató. A día de hoy el consenso entre los especialistas a nivel mundial, tanto del diagnóstico como de las medidas a adoptar, es abrumador, superando el 97%. Bien podría el resto de la población, empezando por los informadores, tener esto claro.

Los científicos tienen la obligación moral de hacer todos los esfuerzos posibles para difundir sus conocimientos entre el gran público, en particular sobre un tema en el que está en juego el futuro de la humanidad. Deben explicar una y otra vez los hechos sin tecnicismos para que todos podamos comprenderlos, y contestar a las preguntas de los ciudadanos para resolver sus dudas, labor para la que cuentan con el apoyo de divulgadores científicos expertos en comunicación que les ayudan a trasladar los mensajes y hacerlos asequibles. Desafortunadamente, en su afán por informar a la opinión pública con frecuencia se ven sumergidos en un falso debate, una trampa populista que sirve justamente para lo contrario: desinformar. En lugar de responder a preguntas de periodistas, políticos o tertulianos, a menudo se encuentran en mitad de una supuesta “discusión de opiniones enfrentadas” viéndose en la tesitura de “debatir” con personas que, simplemente, no tienen conocimientos para hacerlo sino opiniones construidas a posteriori de un posicionamiento ideológico desde lecturas superficiales y fuentes dudosas. Este es el caso de Fran Hervías o de Esperanza Aguirre, cuya falta de conocimiento sobre las dinámicas climáticas es fácil de deducir por su desempeño en los platós hablando del tema. Es de reconocer, cómo no, la admisión de falta de conocimientos de Aguirre, lo que no le impide prestarse a debatir sobre el tema. El resultado de estos falsos debates es tan ridículo como obligar a un astrofísico a discutir la forma de la Tierra con un terraplanista, o pretender que un Golden Retriever reflexione sobre existencialismo con un filósofo. A ladridos, eso sí.

Cuando el falso debate tiene lugar mientras un tercio de Pakistán está inundado, sumándose por millones los desplazados y por centenares los muertos, cuando en su afán por arrimar el ascua a su sardina negacionista los dos políticos tratan de mofarse del experto al que han apresado en su trampa populista mientras le interrumpen con chascarrillos, el falso debate decae de la ridiculez a la más vulgar obscenidad. El planeta está enfermo, millones de personas ya están sufriendo las consecuencias, pero a ciertos representantes de la clase política se ve que les hace mucha gracia. 

Los falsos debates son propios de las falsas democracias. Equiparar ignorancia con conocimiento bajo la excusa de confrontar “opiniones diferentes” es una forma de empoderar la ignorancia, la herramienta más potente utilizada por los populistas para manipular a la opinión pública. Es lo opuesto a la democracia. Qué es lo que ganan las televisiones y sus dueños con esto es algo que ellos sabrán y nosotros podemos sospechar o intuir. Qué pierden los potenciales televidentes es claro: su derecho a estar informados adecuadamente, a obtener información veraz que les permita formar su opinión de manera fundamentada. Precisamente información veraz es lo que uno esperaría de los medios de comunicación en un país democrático y no espectáculos de dudoso gusto al servicio de intereses espurios.

La discusión sobre la emergencia climática que tiene que mantener la opinión pública de la mano de la clase política debe centrarse en cómo llevar a la práctica las medidas a implementar para mitigar la situación, en cómo podemos —entre todos— con nuestro grano de arena, junto a los grandes poderes con sus grandes fuerzas, cambiar el rumbo de la situación. Los hechos demostrados científicamente no son opinables, como no lo es el diagnóstico de tu médico. Si quieres contrastarlo acude a otro especialista, pero abstente de preguntarle a tu cuñado. 

“El anti-intelectualismo es el culto a la ignorancia. Ha sido una constante en nuestra historia política y cultural, promovida por la falsa idea de que la democracia consiste en que mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento”

Cuando nos sentimos enfermos acudimos a la consulta de nuestro médico para que nos diagnostique; si la enfermedad resulta ser grave, puede que nos animemos a visitar a otro especialista para contrastar opiniones fundadas. Lo que nadie con un mínimo de sentido común hace es someter el diagnóstico a la opinión de no-expertos, por muy “leídos e informados” que pretendan estar. Algo similar ocurre cuando descubrimos problemas en nuestra vivienda, o cuando notamos sonidos extraños en el motor del coche: nos ponemos en manos de especialistas para que hagan un diagnóstico de la situación y nos indiquen cómo proceder. A nadie sensato se le ocurre pedir la opinión de ese cuñado que demuestra ser tan listo en las tertulias familiares, salvo que resulte ser un experto (de verdad) en el tema.