La portada de mañana
Acceder
Puigdemont estira la cuerda pero no rompe con Sánchez
El impacto del cambio de régimen en Siria respaldado por EEUU, Israel y Turquía
OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Abelardo Muñoz, periodista y escritor: “No puedo quitarme la pátina ideológica, todo lo que dijo Lenin va a misa”

Lucas Marco

València —

0

Abelardo Muñoz (València, 1952) es uno de los narradores más relevantes del País Valenciano. Periodista veterano, estupendo columnista y, especialmente, cronista de su ajetreada biografía. Anomia. Rebeldes valencianos en 1970, su última obra recién editada por Alfons el Magnànim, arranca con una redada policial en un orgiástico guateque juvenil celebrado en la calle de Blanquerías. El libro contiene, según escribe su autor, la “historia de un fracaso”, el de “una generación que quiso conquistar el cielo pero se hundió en el infierno”. “Al menos”, prosigue Muñoz, “una gran parte de ella, porque todos aquellos que se plantearon el deseo y el placer como motor de cambio se sumergieron en el piélago engañoso de las drogas, en especial de la heroína, que vino como anillo al dedo para aplacar las ansias de transformación radical de una sociedad contaminada por varias décadas, si no centurias, de integrismo, ignorancia, beatería y violencia fascista”.

El autor, con el sobrenombre de Julián, ha trazado una historia personal de la incipiente València 'underground' de la década de 1970, a medio camino entre el antifranquismo y los bares en los que con asiduidad Abelardo y su banda de amigos se ponían finos. Establecimientos por donde transitó toda una generación de jóvenes y que el escritor conocía a fondo: Capsa 13, Anomia, Berlín o L'Aplec, entre muchos otros míticos garitos ya desaparecidos. “Ha cambiado de una manera tan radical el asunto, se ha masificado. Afortunadamente yo ya tengo 72 años y entonces ya no me afecta, pero lo bonito que era salir de casa solo e irse a un bar como Tatuaje y encontrarte ahí con los amigos...”, dice Muñoz durante una entrevista tremendamente calurosa con elDiario.es en una céntrica terraza del barrio asediado por el turismo. 

El libro, sin embargo, rehuye la mera reivindicación vacía del hedonismo y evoca, en algunos pasajes hermosísimos, la figura de su padre y de su hermano Oswaldo, también periodista y escritor, además de “apátrida afrancesado”, tal como lo definió Abelardo en una necrológica en El País. En la casa de la Gran Vía Germanías —un “santuario”— se forja una cultura ilustrada y libresca (con Vicente Blasco Ibáñez como punto de partida) propia del exilio interior de tantas familias vencidas tras la Guerra Civil. “Creo que todo el talento que yo pueda haber acumulado para escribir lo tengo gracias a que desde jovencito leí primero a Blasco Ibáñez”, apostilla.

Aunque el padre “habría sido un gran aristócrata inglés”, según dice en el libro, era un “empleado que ganaba cuatro perras”, cuenta el autor. “Mi padre”, explica Abelardo Muñoz, “era un intelectual de izquierdas marxista. Yo era el primogénito y los primogénitos tenemos suerte: descargó en mí toda la intención de intelectual. Mi padre escribía continuamente, escribía a mano y a máquina en su Olivetti. Eso lo veía yo desde niño. Y de ahí, quizás, también el tema del tal palo tal astilla. Pero la influencia que tiene mi padre en nuestra generación es indirecta. Es sobre todo de tipo político. Es marxismo. En la librería de mi padre estaba todo Lenin, estaba Marx, pero en el movimiento contracultural de los sesenta, eso ahí no entra. Ahí es cuando nos enfrentamos, porque mi padre dice: con este rollo no vais a acabar nadie la carrera. Y, entonces, acabamos a hostias con mi padre. Mi hermano y yo nos fuimos de casa. Pero su influencia es impagable porque me inocula el gusto por escribir. Mi padre era periodista de su brigada en la guerra. Y yo quería ser periodista desde chiquitín”.

La obra de Abelardo Muñoz también constituye una geografía personal de la ciudad, con sus propias coordenadas y escenarios: las iniciáticas juergas de la plaza del Parterre, la plaza de Toros —“ahí veíamos a los primeros homosexuales que hacían cruising”—, la Estación del Norte, el barrio del Carmen o la Gran Vía Germanías como “lugar fronterizo”. También cuenta cómo se libró de una condena por distribuir propaganda ilegal y la conclusión socarrona del magistrado: “La policía sostiene que el subversivo era un tipo elegante; no creo que usted lo sea”.

“Nosotros habíamos leído a Lenin a tope, a Marx lo subrayamos con veneración. De todo eso sigo rescatando por completo a Lenin, que yo considero que es el político más importante del siglo XX y que todo lo que dijo va a misa. Y Trotsky también: si no hay una revolución colectiva, vamos a la mierda. Efectivamente, estamos en la mierda desde el punto de vista de los que somos socialistas. Porque la palabra socialista nos la ha robado el PSOE. Socialista y comunista es lo mismo, son solo dos fases. Pero yo no puedo quitarme de encima la pátina ideológica y política. Y me parece muy bien”.

El libro habla de las drogas consumidas, en una época de efervescente militancia política, y de una complicada combinación con una cultura psicodélica alejada del aburrido panorama de la ortodoxia comunista (del “estalinismo de andar por casa, a la valenciana” que describe la obra).

Abelardo Muñoz militó en ambos frentes. “Existe una delgada línea roja que separa los destinos de los jóvenes rebeldes de esos primeros años setenta: es la posición ante la heroína y su aparición en los ambientes restringidos de la ciudad”, escribe Muñoz.

“El nudo del libro son los suicidios”, dice el autor, que ha escrito pasajes muy duros a modo de “ajuste de cuentas” con su “pasado político”. Y ahí surgen dos trágicas figuras imprescindibles: el poeta Eduardo Hervás (1950 - 1972), con una influencia literaria decisiva en el joven Abelardo Muñoz, y el cineasta Antonio Maenza (1948 - 1979). “Esos tíos nos introducen en otro mundo, en el psicoanálisis, en Rimbaud y Baudelaire y, luego, también en la música”, recuerda el autor. “Mezclaban cultura y diversión y, además, dentro de un orden; porque nosotros no estábamos en absoluto en el mundo del caballo, pero sí que nos tomábamos anfetaminas y pasábamos la noche viendo imágenes en el piso de Eduardo Hervás de Pedro III el Grande, que era otro escenario clave”. 

“A nosotros lo que nos quitó de eso fue la política. Así como la marihuana entró muy fácil y era compatible, la heroína y todo el tema de los Stones y de la oleada de jeringuillas y pinchazos, yo eso lo conocí después. En esa época lo veo desde fuera. Nosotros éramos más finos, oíamos a Lou Reed en un bar de la calle Alta pero no nos metíamos nada de eso”. La crónica de la “segunda fase” tardía de la década de 1990 la escribe Abelardo Muñoz en su reciente Chungas calles (Libros del Baal, 2024), con “flashes” del “mundo del caballo”, más sombrío pero con una prosa y una humanidad intactas.

El autor, retratado un día de finales de julio con un atuendo eminentemente florido, ha dejado atrás los paraísos artificiales, que ya solo revive en papel: “He utilizado las drogas para crear, para pensar y para disfrutar de la cultura. El problema es que yo no puedo dejar de escribir, porque es lo que me mantiene coherente y más o menos ilusionado. Mi vida ha cambiado mucho desde la perspectiva de dejar de fumar; al abandonar el asunto del THC, esa droga recreativa que me ha acompañado tanto para escuchar música y escribir, pues me he quedado un poco estupefacto. Ahora viene la vida verdadera, la vida cruda. Y, por eso, yo también he cambiado mis hábitos, ya no voy a bares, porque… te bebes un par de cubatas, pues te animas, eres más simpático, pero todo eso ha quedado en el pasado y ahora tengo que ser simpático y empático a palo seco, pero es mi carácter y yo creo que lo soy, buen chico”.  

Hacia el final del libro, recordando la última carta de su padre antes de morir, escribe: “Cada uno es hijo y víctima de su época”. “Ahora lo mío es escuchar música clásica permanentemente y leer; tengo Radio Clásica, que es una de las glorias de los medios públicos de este país”, explica Muñoz, que actualmente publica sus míticas columnas, bajo la rúbrica 'Rojo y negro', en Valencia City. Su reconocida faceta de columnista empezó en 1987: “Si tuviera que poner en un montón las columnas que he hecho en mi vida sería la hostia”.

Abelardo Muñoz, autor de obras como Valencia sumergida (1987), Gas ciudad (2010), Macabro (2011), Hotel continental (2016) o Periodo especial (2019), sigue al pie del cañón a pesar de todo. “Yo nunca he escrito nada más largo de 200 páginas, pero he comprendido que no debo obsesionarme con esa idea. Me he cuidado y he llegado a esta edad de milagro porque lo he probado todo. Pertenezco a una cultura narcótica, porque las drogas eran un elemento de oposición al sistema. Yo, cuando tenía 16 años, ya estaba gestando la oposición al sistema y ahora, con 72, sigo exactamente en el mismo sitio con una oposición radical al sistema. Pero, cuando hablo de sistema, hablo incluso de los partidos y de la izquierda y de sus peleas inútiles. Y yo, por joder, pues me alegro de que haya ganado Maduro”. 

Este discípulo en toda regla de Jean Genet —con “su castellano silvestre y tangerino”, según la definición de Rafael Ballester Añón en el prólogo de Chaflán (2018), el anterior libro de Abelardo Muñoz editado en Alfons el Magnànim— concibe la escritura a modo de mapa de una memoria viva, aunque “los recuerdos son peligrosos”, tal como advierte al inicio de su última obra.

“La cultura forma parte de mi vida de una manera absoluta, pero no la cultura académica ni especializada ni nada por el estilo, sino una cultura que mezcla el ensayo con el periodismo. Y yo creo que ahí he encontrado mi voz, mi estilo. Eso no me lo quita nadie”, dice antes de irse, puntual, a algún sitio que no desvela.