El tiempo pasa y a veces es como si no pasara. O como si nos pasara de largo sin que nos demos cuenta. La vida anda con demasiada prisa. Lo de ayer es como si perteneciera ya a la prehistoria. La prensa que leemos por la mañana temprano nos parece que es del mes pasado. Ahora se estila hablar de lo viejo y lo nuevo, como si esos conceptos encerraran la filosofía que nos enseña todo lo que hay que saber para no perdernos en los oscuros y laberínticos itinerarios de la historia. Hablamos de lo de antes como si lo de antes hubiera sucedido hace tanto tiempo que es como si no hubiera existido. Lo borramos del mapa y escribimos la nueva historia con los tintes que durarán sólo unas horas, igual que escribían sus mensajes invisibles con jugo de limón los novelistas fantásticos que a lo mejor también hemos dejado caer en el olvido. El olvido.
De eso hablo hoy aquí, muy cerca ya del 24 de este mismo mes de enero, pero de 1977. Han pasado casi cuarenta años. Muchos años. Demasiados años para que alguien se acuerde de lo que pasó ese día. Era la llamada transición. La que luego sería considerada -según algunas versiones- valiente, modélica y tranquila transición. La que nos traería la época de esplendor que ahora disfrutamos. La que dejaría en las orillas de la infamia la crueldad de una dictadura inacabable. Para mucha gente eso es la transición: los nuevos tiempos felices que arrumbarían el sufrimiento vivido en la larga noche del franquismo. Hay otras versiones -la mía, por ejemplo- menos complacientes con las bondades de la transición. Hubo demasiadas renuncias democráticas, demasiadas estructuras intocables en los aparatos del Estado, demasiada equidistancia entre la dictadura y lo que vendría luego. Ahora me pregunto qué existe de todo aquello en nuestra conciencia democrática. Se borraron del mapa aquellos años como se borra hoy lo que pasó ayer para sustituirlo por lo que acaba de llegar. Todo lo consumimos a una velocidad supersónica: el tiempo también.
Estos días hay una gran noticia en los medios de comunicación: un cuadro que entonces pintó Juan Genovés ocupa ahora un espacio importante en las dependencias del Congreso de los Diputados. Se ha pasado treinta años en los sótanos del Museo Reina Sofía de Madrid. La obra de Genovés tiene un título emblemático: El abrazo. De espaldas, los personajes pasan los brazos unos por los hombros de los otros. La reconciliación. La necesidad de que no hubiera más enfrentamientos entre los unos, los otros y los de más allá. La urgencia de una nueva época en que la bicha quedara enterrada en su lujosa tumba, llena también de los huesos republicanos de quienes la construyeron. Leyendo esa noticia me he acordado de otra que no sé si sacaremos a pasear por el frío asfalto de la memoria. O mejor aún: de la desmemoria. Ese cuadro, convertido en un póster como los del Che o el Aidez l’Espagne de Joan Miró, estaba en muchas de nuestras casas de entonces. También estaba en un despacho de abogados laboralistas que había en el número 55 de la calle Atocha de Madrid. Eran de CCOO y del PCE. Esos despachos eran una referencia para las luchas de entonces. Se llamaban luchas obreras. Ahora no sé cómo se llamarían. Dudas de la edad, quebrantos por el tiempo transcurrido. Cosas.
La noche del 24 de enero de 1977, un comando armado de extrema derecha entró en ese despacho, acabó con la vida de cinco personas y dejó malheridas a otras cuatro. Buscaban a Joaquín Navarro, de CCOO del Transporte. No estaba allí en ese momento. Pero les dio igual. Iban a matar. Lo que fuera. A quien fuera. Los tiempos tranquilos de la transición. Había muertos todos los días. O casi todos los días. Los muertos de ETA, del GRAPO, de la policía compinchada con la extrema derecha. La transición tranquila de los seiscientos muertos. La modélica y exportable transición (a Chile, a Argentina) de los seiscientos muertos. Detuvieron al comando ultraderechista. Varios de sus miembros se fugaron pronto de la cárcel, con total y vergonzosa impunidad. La justicia estaba de su parte, como hoy también la justicia está de parte de quienes son los dueños de casi todo. El día de la despedida de los asesinados, las calles eran un clamor gritando justicia, callando a ratos la profunda desazón de un dolor insoportable. La historia poco a poco fue borrando del calendario aquella fecha y otras que deberían formar parte no de nuestra memoria sino de ahora mismo, de ese presente nuestro que se construye desgraciadamente con el material endeble del olvido. Hay una película de Juan Antonio Bardem que cuenta aquellos hechos: Siete días de enero. La he visto muchas veces. Y me sigue llenando el corazón de rabia y desasosiego. Y no sólo por lo que pasó aquella noche. Seguramente también porque mucho de lo peor que pasaba entonces sigue pasando ahora mismo, como la impunidad arrogante y cínica de los poderosos.
El tiempo pasa y a veces es como si no pasara. O como si nos pasara de largo sin que nos demos cuenta. El cuadro de Juan Genovés ocupa ya un lugar notable en el Congreso de los Diputados. Lo que me gustaría es que también ocupara un lugar bien visible en la política institucional y en la conciencia de la gente lo que fueron aquellos años de ilusiones truncadas, de vidas que se quedaron en el camino acribilladas por las balas de la policía y la extrema derecha (las de ETA y el GRAPO sí que salen a todas horas, en todas partes), de esperanza en un tiempo que fuera de todos y no que siguiera siendo sólo de unos cuantos. Hace casi cuarenta años de lo que pasó aquella noche en el número 55 de la calle Atocha de Madrid. Y de aquellos pósters con El abrazo, el Che y Aidez l’Espagne. De todo lo de entonces hace ya casi cuarenta años. ¿Es eso tanto tiempo para que no nos acordemos de nada? ¿Es eso tanto tiempo? Y yo qué sé.