Podríamos llamarlo maniqueísmo, argumentación hiperbólica o sencillamente demagogia. Las formas de atizar las pasiones, de simplificar los conflictos hasta convertirlos en un enfrentamiento de buenos y malos y de arrogarse la razón en nombre del pueblo, convertido en un colectivo homogéneo que no admite matices, no son nuevas entre nosotros. El PP, partido actualmente en el Gobierno, ha practicado ese populismo contundente y desacomplejado en muchas ocasiones con resultados casi siempre lamentables (véase cómo está Cataluña años después de su nefasta campaña contra el Estatut).
Una de esas erupciones de populismo demagógico fue la guerra del agua, con sus exageraciones y soflamas. Y sus aquelarres. Un día de marzo de 2003, por ejemplo, en la ciudad de Valencia se cocinaron 400 paellas gigantes y se repartieron 120.000 raciones de arroz entre los asistentes a un acto convocado al grito de “Agua para todos”.
La abrumadora campaña mediática y su organización fueron regadas generosamente con dinero público por las instituciones valencianas controladas por el PP mientras las comarcas del sur de Cataluña protestaban masivamente contra el trasvase del Ebro. La victoria inesperada del socialista José Luis Rodríguez Zapatero en las elecciones generales de 2004, una de cuyas primeras medidas fue derogar el proyectado trasvase, trastocó el aplastante panorama que se había diseñado pero no aflojó el furor hídrico de la derecha española. Al contrario, todo aquel que estuviera en contra del trasvase o le pusiera objeciones pasó a ser un mal ciudadano o un enemigo acérrimo del progreso.
El mecanismo es tan simple como devastador. La ministra socialista de Medio Ambiente Cristina Narbona, que puso en marcha como alternativa a la conflictiva y superada política de transferencias entre cuencas un ambicioso programa de construcción de desaladoras para hacer frente a la sequía, fue denostada hasta extremos delirantes por los dirigentes del PP, sus hidden persuaders y el lobby hídrico de las comarcas de Alicante al que alimentaron generosamente.
“Si el PP gana las elecciones, no habrá desaladoras”, profetizó un ilustre político valenciano, en medio de un coro en el que destacaron voces como las de Francisco Camps o Miguel Arias Cañete. Una década después, el Gobierno del PP destina 11,5 millones de euros a obras urgentes para poder ampliar el uso de seis plantas desalinizadoras en Alicante y Murcia que suministran agua a la Mancomunidad de los Canales del Taibilla. Entre ellas, la desaladora de Torrevieja, la más grande de Europa, cuya construcción boicoteó el PP desde la Generalitat hasta extremos grotescos.
No hay soluciones perfectas a problemas como el de la escasez de agua. Las plantas desalinizadoras no son una solución milagrosa. Consumen mucha energía y producen un agua más cara que la que están acostumbrados a usar los agricultores. El impacto de la salmuera excedente sobre las praderas de posidonia, que llevó a los populares a calificarlas como “las nucleares del mar” (González Pons dixit), se ha resuelto en buena medida gracias al uso de difusores. Y los sobrecostes originados por la corrupción en la empresa Acuamed, singularmente mientras fue ministro Arias Cañete, han lastrado innecesariamente las cuentas públicas.
Pero es innegable que ahora mismo, si se puede hacer frente a la sequía, especialmente para dar de beber a las ciudades de un litoral superpoblado, es gracias a que en su momento se hizo una política racional, es decir, se actuó sin dejarse amedrentar por la descalificación permanente. Y porque los que esgrimieron aquella demagogia, como suele ocurrir, acabaron actuando al volver al Gobierno como habían jurado y perjurado que no lo harían.
Hubo un ejemplo muy claro de esta mezcla de virulencia argumentativa, gestión corrupta de los recursos públicos e inconsecuencia manipuladora. Fue la Fundación Agua y Progreso, creada por el gobierno de Camps nada más entrar Zapatero en la Moncloa y disuelta cuando Mariano Rajoy fue elegido presidente en 2011. Bastó que volviera el PP a mandar en Madrid para que se desactivara un engranaje de propaganda protrasvase en el que solo la Generalitat Valenciana gastó 7,2 millones de euros de todos los ciudadanos.
La ideología trasvasista se desgasta aceleradamente. La Comunidad Valenciana intenta defender sus derechos sobre el Tajo-Segura frente a Castilla-La Mancha, pero ese trasvase se vuelve cada vez más insostenible. Presionan los regantes del sur valenciano sobre una transferencia entre cuencas internas, la del Júcar-Vinalopó, intentando reabrir las heridas de una guerra que se saldó con el envío de agua al sur desde una toma casi en la desembocadura del Júcar que no amenaza a la comarca de la Ribera ni al parque natural de L’Albufera pero que aquellos se empeñan en trasladar río arriba, donde sí lo haría… Son reminiscencias de una polémica del pasado. Pero las desaladoras, al final, están ahí para resolver la papeleta.
“Las sequías no se resuelven con medidas urgentes sino con prevención y planificación”, sostiene un documento que firma, entre otras plataformas ecologistas, la Fundación Nueva Cultura del Agua. No te digo si, además, a alguien le da por encender la traca de la demagogia.