Como se ha podido ver una vez más, la capacidad de movilización del catalanismo es enorme, incluso después de esa mutación que lo ha llevado estos últimos años por la vía del independentismo unilateralista a convertirse en una trituradora política. Su potencia civil sigue siendo imponente, pero por el camino se ha dejado muchos trozos del amplio tejido de transversalidad que lo caracterizaba. Y empieza a desbordarlo un rupturismo violento que se manifiesta estos días con toda crudeza en algaradas nocturnas en las calles de Barcelona.
Un editor catalán me preguntó hace meses cómo veíamos los valencianos lo que ocurría en Catalunya y le respondí que, en otro tiempo, algunos envidiábamos la unidad que el catalanismo había conseguido en torno a la idea de “fer país”, su espíritu constructivo sobre unos temas básicos que compactaban la sociedad con planteamientos cívicos, culturales e identitarios, mientras los valencianos vivíamos el trauma de la división y el enfrentamiento por esos mismos temas cuando nos convertimos en la frontera donde la UCD decidió que había que frenar la configuración de movimientos democráticos de autogobierno y la influencia del catalanismo en España.
La sociedad valenciana cuenta desde hace unos años con la presencia del valencianismo político en las instituciones de gobierno y ha evolucionado mucho, aunque todavía conserva vestigios de aquel brutal enfrentamiento civil de la transición, en forma de grupos ultras especialmente activos que en otro tiempo fueron amparados desde el poder y de prejuicios anticatalanistas de los que la derecha y sus medios nunca se han desprendido. Catalunya también ha evolucionado, pero su situación impensable es de crisis política total y de desgarro civil. ¡Qué lástima!
La protesta contra las condenas a Oriol Junqueras y el resto de líderes independentistas, que un Tribunal Supremo menos mediatizado quizás habría podido limitar a penas inferiores e inhabilitaciones por desobediencia, ha hecho estallar la rabia de una forma que revela la ofuscación en la que se halla sumido el independentismo y la gravedad de la crisis política que se deriva de ello.
El otro día, un amigo, buen conocedor de la vida política catalana y de sus protagonistas, me señalaba ese aroma de tozudez visceral que el lema “ho tornarem a fer” desprende, después de lo que se sabe y que han dejado escrito los magistrados del Tribunal Supremo sobre la imposibilidad, asumida tácitamente por sus impulsores, de una independencia unilateral cuya proclamación solo fue simulada. “El principio de realidad”, clamaba con razón mi amigo, es fundamental en la política y en la vida.
Orientado, o desorientado, por una suerte de leninismo estratégico, el catalanismo consideró con toda la razón que el vapuleo al Estatut propiciado por la derecha española suponía la ruptura de un reconocimiento ambiguo y complicado de Catalunya como sujeto político en el que se había fundamentado hasta entonces el desarrollo del Estado de las autonomías. Se rompió la baraja con una falta de sentido histórico que clamaba al cielo. Y los dirigentes catalanistas embarcaron a las masas en el apoyo a una escenificación de desobediencia institucional sin posibilidad de éxito. En teoría, el movimiento popular empujaba a los partidos y a sus representantes en las instituciones siguiendo un esquema que Lenin hubiera reconocido. En realidad, toda esa movilización no buscaba la insurrección (¡a estas alturas del siglo XXI en Europa!) sino forzar una negociación sobre la autodeterminación.
Al querer emular, ma non troppo, a los revolucionarios el catalanismo ha caído en una enfermedad infantil del nacionalismo de sintomatología alarmante: ha alimentado como reacción un fanatismo españolista grosero y brutal que sabe que el poder del Estado está de su parte, ha propiciado un frente judicial y penitenciario que lo enturbia todo (con la derivada del “exiliado” expresidente Puigdemont), ha dado oportunidad a la irrupción violenta de la guerrilla urbana y lo que es peor, no tiene salida.
La patética figura del presidente de la Generalitat, Quim Torra, proponiendo ante un Parlament atónito que hay que volver a intentar la “autodeterminación” esta legislatura lo dice todo. Es un termómetro del estado de ánimo del movimiento. Dice Torra que él no es un político, sino un activista. Y a Catalunya le sobran activistas, pero necesita perentoriamente un liderazgo que lleve al país por el camino que desde Esquerra Republicana ha señalado Joan Tardà, en el sentido de buscar un Govern de mayoría más amplia, a pesar de que a algunos cargos del partido de Junqueras, como Gabriel Rufián, hayan empezado a abroncarlos en las manifestaciones,
Es decir, dar marcha atrás y recomponer una parte de aquella transversalidad que el catalanismo se dejó en el camino del secesionismo presuntamente unilateral para reclamar por otros cauces políticos un referéndum, aspiración que tiene apoyo mucho más allá de los límites estrictos del soberanismo y que no será satisfecha, si es que lo hace, sin una negociación ardua de lo que en esa eventual consulta vaya a votarse.
Es difícil ser optimista, entre otras cosas, porque líderes territoriales de la izquierda, como el extremeño Guillermo Fernández Vara o el castellano-manchego Emiliano García-Page, no tienen empacho en apuntarse a las afirmaciones de patriotismo más enfáticas y las descalificaciones anticatalanistas más groseras de la derecha, convencidos de que nada tienen que aportar a la solución del problema. Una actitud que contrasta con las apelaciones al diálogo de otros presidentes autonómicos del PSOE, como el valenciano Ximo Puig o la balear Francina Armengol, en cuyos territorios, no solo por la vecindad de Catalunya, se percibe de una manera muy diferente el problema de España. Por no hablar de un nacionalista como el lehendakari Íñigo Urkullu en el País Vasco.
Conseguir que una mayoría de catalanes no quiera marcharse sino seguir formando parte de España implica perder el miedo a la idea de un Estado federal plurinacional, a una “nación de naciones” o como quiera que acabe llamándose la solución a ese problema de diversidad interna, y conflictiva, que la Constitución no resolvió con la etiqueta de las “nacionalidades”.
Es difícil imaginar que los líderes de los actuales partidos españoles, jóvenes y elocuentes, superen la impresión que dan actualmente de ser unos mequetrefes a quienes sólo preocupan las encuestas cuando la gravedad del conflicto catalán exigiría “estadistas”. De momento, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, apuesta por el gesto de firmeza, esgrime la dureza con la que el poder del Estado puede afrontar los problemas de orden público, rechaza dejarse llevar por la “exaltación” y apela a la moderación mirando de reojo a la convocatoria electoral de noviembre. Seguramente sabe que todo eso no basta. ¿Lo sabe?