El plan es firme. Pedro Sánchez quiere que le regalen la investidura. Después ya se verá. Por eso ha sumado el único apoyo de un diputado del Partido Regionalista de Cantabria a la insuficiente mayoría de 123 diputados que el PSOE obtuvo en las elecciones generales de hace tres meses. Por eso no ha pactado programa alguno, pese a las apelaciones en voz baja de José Luis Ábalos (un pactista nato) a los “aliados programáticos”. Por eso la negociación para formar una coalición de gobierno con Unidas Podemos, precipitada por la sorpresiva renuncia de Pablo Iglesias tras ser escandalosamente vetado por los socialistas, ha acabado en un fiasco monumental. Porque en el cerebro del presidente en funciones resuena, como lo hacía en el de los galos de la mítica aldea, el miedo a que el cielo caiga sobre nuestras cabezas si el Gobierno de España se abre a los nuevos partidos, esos populistas de malas ideas que nunca han gobernado.
El político tozudo y valiente que sobrevivió a la ejecución sumaria que el sistema le había dictado al intentar obligarle a avalar que Mariano Rajoy gobernara, que fue capaz de derribar a ese PP de la corrupción mediante una moción de censura y remontar, tras ver rechazados sus presupuestos, en las elecciones hasta situarse como la única opción de gobierno, se aferra ahora al timón con una determinación que contrasta con la indeterminación de la aritmética parlamentaria en la que debe apoyarse.
Pablo Iglesias, su eventual socio prioritario, que puede ser brillante pero a quien los dioses no han dotado de la virtud de la astucia, está lejos de entender de qué va el juego. Y eso que hay síntomas muy reveladores. Por ejemplo, que el PSOE no se haya molestado en sumar a su favor socios menores como el PNV o Compromís para generar un clima proclive al acuerdo, o que haya ignorado la posición de ERC, esta vez tan razonable, como si se tratara de una tentación diabólica.
La de Pedro Sánchez es una actitud prácticamente heroica, que mantiene a costa de destrozar las expectativas de una mayoría de ciudadanos que, desde diversas posiciones de izquierda, conformaron con su voto la única fórmula razonable para hacer viable la legislatura. El líder socialista y presidente en funciones está dispuesto a gobernar en minoría, pese al deterioro institucional que esa forma de trampear ha causado en los años recientes y el bloqueo de reformas políticas que provoca.
Solo había que escuchar el mismo día de su derrota cómo culpaba a Iglesias y volvía a la casilla de salida: “Debemos retomar la responsabilidad y eso también compete a Ciudadanos y el PP, que tienen que permitir que haya Gobierno”. Para rematarlo, su partido ha descartado plantear para el mes septiembre un pacto de coalición. Resistir se ha convertido en el principio rector de la forma de actuar de Sánchez. Eso hace que no resulte aconsejable minusvalorar su actitud. Añadamos a eso el zumbido de los poderes fácticos, poderes reales de la España de siempre, que antes de las elecciones clamaban por la cabeza del líder del PSOE y ahora lo entronizan como el catalizador de una salida por el centro a la crisis del bipartidismo, a costa de Ciudadanos.
Aquel político que venía a abrir ventanas y renovar el impulso reformista parece hoy un socialdemócrata de la vieja escuela, atenazado por la fuerza de gravedad de una maquinaria de Estado que se resiste a cambiar mientras en las “españas” reales de los territorios que ese Estado abarca las izquierdas y las derechas aplican fórmulas de coalición a los gobiernos autonómicos cada vez más atrevidas.
El presidente valenciano, el socialista Ximo Puig, ha instado tras el desastre de la investidura a “reconstruir puentes” y a tener claro que hay que “armar un gobierno” con lo que los ciudadanos votaron. La vicepresidenta valenciana y líder de Compromís, Mónica Oltra, por otra parte, ha apelado a “aprobar en septiembre”, ya que no se ha conseguido en julio. “No queremos dar lecciones a nadie, pero la fórmula valenciana funciona”, añadía en referencia a que el Gobierno autonómico del que es portavoz involucra a tres fuerzas políticas: PSPV-PSOE, Compromís y Unidas Podemos-Esquerra Unida.
Sin embargo, tal vez Alberto Garzón, el líder de Izquierda Unida, esté en lo cierto, y haya que dejar que Pedro Sánchez gobierne. Tal vez lo más razonable sea sentarse con Ábalos a pactar un programa y dejar que arranque la legislatura con un presidente que, en una vía a la portuguesa sui generis, pactará las cuestiones de Estado con la derecha (eso incluye a Catalunya) y aplicará un programa social, progresista, ma non troppo, acordado con la izquierda. Parecía que Sánchez estaba destinado a romper el tabú bipartidista de la democracia española (formando una coalición de gobierno) y a abrir con moderación el sistema a otras realidades, pero ha decidido erigirse en el último defensor de un baluarte que los bárbaros amenazan con derribar. Puede inmolarse.