Sale su nombre por todas partes: Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño. Esa presencia suya entre el dandy que se cuela por el morro en una fiesta de alto copete y el mafioso. Unos ojos saltones que a ratos son los de Peter Lorre en “El vampiro de Dusseldorf” y también los de Chucky, el muñeco diabólico. Casi siempre aparece la misma fotografía. Otras veces -muy pocas- sale corriendo como un atleta por las calles de Madrid. Lo suyo era permanecer en el cuarto oscuro de las torturas, deshumanizar a quien convertía primero en carne de humillación y después en un despojo parecido a un trapo exprimido en la balsa mierdosa de las atrocidades. La militancia de izquierdas que pasó por sus manos durante la dictadura franquista lo sabe bien. Lo está contando, esa militancia torturada, cuando alguien le pregunta, cuando algún medio de comunicación se interesa por ese pasado ignominioso de policías que parecían psicópatas y políticos que en vez de cesarlos les ponían medallas. Ese mismo policía con seudónimo de pistolero del Oeste era condecorado por el ministro Martín Villa con la Medalla al Mérito Policial en 1977. Ya estábamos en democracia. O en algo que remotamente se le parecía.
Pero han pasado cuarenta y dos años desde que se murió Franco y en España es imposible juzgar a los más feroces servidores de la dictadura. Ni a policías como González Pacheco ni a ministros o altos servidores del franquismo como Martín Villa. La Ley de Amnistía de 1977 los protege. Por eso ahora se está intentando, a través de la jueza María Servini y la Querella Argentina, que esa maldad sea juzgada en los tribunales de justicia. Esa maldad encarnada por los policías franquistas que disfrutaban aplicando métodos de tortura aprendidos en los laboratorios nazis del horror. Esa maldad nada banal, por mucho que otros hablen siempre de esa obediencia debida que convierte a un policía torturador en un pobre diablo al servicio del poder superior. Ahí está el caso del comisario Antonio Juan Creix, el máximo torturador en la comisaría barcelonesa de Vía Layetana, poco menos que transformado en un entrañable juguete roto porque al final la propia dictadura lo relegó a los subterráneos de la vergüenza. Ésas eran las mañas de los jerarcas franquistas de los nuevos tiempos: para hacer más presentable la democracia abandonaron en las orillas de esa democracia a algunos de los suyos más impresentables. Lo hicieron con Creix y ahora -tantos años después de muerto- alguna gente siente lástima por el pobre torturador. Lo de siempre: las excusas de la banalidad del mal. A Hitler le gustaba jugar con los niños y pintar cuadros naifs mientras convertía el mundo en un cementerio. Pobrecito Hitler, tan maltratado por la historia. Pobrecito Franco, con su vocecita de niño meándose de risa mientras firmaba sentencias de muerte desayunando con sus nietos.
La policía franquista no torturaba por obediencia debida. Hace unos días, Luis Suárez-Carreño contaba en estas páginas que González Pacheco “disfrutaba” torturando. Era algo “vocacional”, añade el que fuera militante de la LCR, detenido en 1973 y caído en las manos fanáticas de González Pacheco. Algo parecido también contaba aquí mismo Willy Meyer, uno de los querellantes contra los crímenes y criminales franquistas amnistiados por la democracia.
Hay muchos más testigos de aquellas torturas. Muchos más relatos que dibujan un paisaje tan diferente al que, como un cuento de hadas, nos quisieron y nos quieren seguir vendiendo de la transición. Pero ojo: no sólo ese desbarajuste de la memoria hay que achacarlo a la transición. Desde 1982 a 1996 gobierna en España el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra. Y esos jerarcas de la tortura franquista siguen en activo -incluso desempeñando cargos de más relevancia- durante esos gobiernos socialistas. La excusa es tremenda: como esos torturadores saben tanto de lucha contra el antifranquismo hay que aprovechar su experiencia y eficacia en la lucha contra el terrorismo. Esa excusa dio pie, poco más tarde, a la creación de los GAL y al terrorismo de Estado en sus más diversas estructuras y manifestaciones.
La memoria de nuestro país está llena de olvido. La verdad, la justicia y la reparación han sido borradas del mapa de la historia. Aquí sólo han existido las víctimas de ETA. Todas las demás -incluidas las que todavía duermen en la vergonzosa iniquidad de las cunetas- no existen. Quienes defendieron la Segunda República durante la guerra y la dictadura franquista no son víctimas. Y estamos en el año 2017, nada menos. La justicia española contra los crímenes del franquismo sólo se puede ejercer a través de la justicia argentina. Los torturadores de entonces y sus responsables políticos siguen gozando de una impunidad insoportable.
La Ley de Amnistía de 1977, la Constitución de 1978 y la Ley de Memoria de 2007 son leyes de punto final que cierran cualquier posibilidad de verdad, de reparación y de justicia. La de 2007, que habla de dotar presupuestariamente las políticas de memoria por parte del Estado y de retirar los símbolos franquistas la cumple quien le da la gana. El propio presidente del gobierno, Mariano Rajoy, se enorgullece públicamente de no cumplirla al no dedicar un sólo euro a aquellas políticas de memoria.
En la parte que nos cae más cercana, acabo de leer el proyecto de Ley de Memoria que prepara el gobierno valenciano. Su título: Ley de la Generalitat, de Memoria Democrática y para la Convivencia de la Comunitat Valenciana. No entiendo casi nada. La confusión es su imagen de marca. Los conceptos de guerra civil y dictadura se mezclan como si fueran una misma cosa. El golpe de Estado fascista no aparece por ningún lado. Prefieren, sus redactores, el término “sublevación”. Las trampas oscuras del lenguaje. Tampoco aparece la condena explícita con criterios penales de la exaltación del franquismo. Otra vez se nota el miedo a que esa Ley cabree a la derecha. Cambiar algo para que nada cambie en profundidad. Ojalá me equivoque, pero me suena a otra ley de punto final.
Bienvenida sea la convivencia, como anuncia el título de ese proyecto de ley. No podemos estar toda la vida echándonos los muertos a la cara. Pero para que llegue esa convivencia hemos de pasar antes por el reconocimiento de que en este país había una República legal y legítimamente instituida, que un golpe de Estado contra esa legitimidad provocó una guerra larguísima (nada de fratricida, fue claramente política, económica e ideológica) y que después de esa guerra lo que llegó no fue la paz sino cuarenta años de una victoria llena de asesinatos y torturas a manos de personajes como Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño cuando disfrutaba, con vocación de pistolero del Oeste, destruyendo a quienes caían en sus manos.
Ojalá la Ley valenciana de la Memoria que se está discutiendo ahora mismo no sea una Ley de Punto Final que nos deje en la conciencia -otra vez- el sabor amargo de la frustración y el desencanto. Ojalá.