El sol aprieta. La sombra es casi una necesidad vital, y eso que no son ni las once de la mañana. La gente en la bocana norte del puerto de Xàbia espera impaciente. Unos el barco turístico que los llevará de paseo por la maravillosa costa alicantina, a la sombra del majestuoso cabo de Sant Antoni y sobre el agua cristalina de la reserva marina, hasta llegar al puerto de Dénia. Y otros solo hacen su trabajo. Cruz Roja, Guardia Civil, Policía Local… y periodistas. Conscientes de la bofetada de realidad que le espera a la localidad en apenas unos minutos, un 27 de julio, en plena temporada turística.
Por fin aparece por el horizonte. Son las 10:47 exactamente cuando los flashes de los profesionales de la comunicación empiezan a ser disparados. Todos en busca de la foto. De estos ocho rostros derrotados -a saber los días que llevarán al mar- por el sol, el salitre y las horas. Sobre todo las horas. Pero ya falta menos para pisar tierra firme. Y no cualquiera. Están en Xàbia, esta joya de la costa alicantina a la que miles de personas sueñan todos los veranos con llegar. Aunque seguramente a ellos esto los dé igual y ni siquiera sepan dónde se encuentran. Lo que importa es que están vivos y que han llegado a suelo español después de varios días a la deriva temiendo por sus vidas.
Llegan desorientados, sin saber cuál será el siguiente paso, donde les llevarán. De momento es imposible saberlo, porque nadie habla su idioma. Aun así, obedecen las órdenes de los guardias civiles que estaban esperando recibirlos en el puerto. Y bajan, por fin, en fila india y custodiados cada uno de ellos por un agente de la embarcación de Salvamento Marítimo que los ha rescatado a más de 50 millas de la costa.
Atrás dejan la pequeña embarcación con la que pretendían llegar a tierra, la famosa patera de la cual hablan las noticias. Mejor esto que pasar una sola noche más en medio de la nada, al abrigo de la inmensidad del mar.
Ya en tierra, operarios de la Cruz Roja tratan de conversar con ellos, de calmarles y poder saber un poco más sobre cómo han llegado hasta allí. Pero el idioma es una barrera, así que simplemente se les explora. Primero los agentes, con mascarillas incluidas, comprueban sus mochilas y los registran para asegurarse de que no llevan ningún objeto peligroso. Después, les sientan a la sombra y les dan agua.
Todo ello transcurre con una gran afluencia de público. A diferencia de lo que se podría esperar, no son curiosos. Son turistas y visitantes, cuyo plan el viernes por la mañana era embarcarse en una excursión por la costa. Sorprendidos, se preguntan por el despliegue, mientras esperan que su nave pueda hacer parada para subir.
Un mismo puerto, dos escenarios. Un mismo pueblo, dos realidades. La de aquellos que disfrutan despreocupados de sus vacaciones después de arduos meses de trabajo, y otra muy diferente: la de unos jóvenes que hubieran querido tener un trabajo para no tener que huir de su país, dejando atrás a su familia, su hogar.
Hoy algunos se compadecerán de ellos, pero mañana, a pesar de esta bofetada de realidad, todo seguirá igual en este pequeño paraíso. Las playas se llenarán de bañistas, las terrazas de los bares y restaurantes echarán humo y los barcos y yates fondearán en las calas en busca de un lugar de descanso y paz donde poder olvidarse de lo que pasa a la otra punta del mundo. De ellos.