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El bombardeo del 25 de Mayo en el Mercado Central de Alicante: una elipsis

“Y cuando volvemos la vista atrás, en especial a los años 1930 y 1950, miramos y apartamos los ojos al mismo tiempo”. W.G.Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción (2003)

Recabo información y escribo durante las Hogueras de Alicante. Desde el Archivo Municipal se escuchan los petardos, las bandas de música y los gritos de la gente que se agolpa para ver La Mascletà. Y, a pesar de no haber sabido nunca el momento idóneo en el que hacer las cosas, creo que por fin he acertado. Mientras, ahí fuera se fotografían con monumentos al exceso y exhiben su amor por una ciudad que no conocen. Y yo, cuando la miro, la veo deformada por obras sin más objetivo que el blanqueo y el ego del partido de turno. Juro que intento cogerle cariño aunque sea porque he nacido aquí, pero ya no es la que muestran las fotos antiguas. Es irreconocible.

Alicante es una ciudad obligada a dormir. Ahora despierta cansada cada día, con la cara hinchada y con ojeras. Una ciudad abonada al olvido que insiste en presumir de cultura, tradición e historia; de Hogueras, Moros y Cristianos, Luceros, Castillo de Santa Bárbara, San Fernando y playa del Postiguet. Lo que nos ha llevado a olvidar algo que ha pasado del manto terrestre a la corteza y ahora muere en el núcleo. Alicante es Gotham. Cruzar el telón que lleva a la habitación roja que empieza en la rotonda de la Universidad y en la que sabes que el Cooper maligno se hace pasar por el real. La Alicante del 2018 es la doppelgänger de la Alicante del 1931. Una realidad inasumible guiada por esa mirada contemporánea que , como dice Vila-Matas, “pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia” y solamente la literatura puede rescatar.

El bombardeo del 25 de Mayo de 1938 en el Mercado Central es una de esas sombras que cada día se ve menos por culpa del sol, la playa, las palmeras y la pólvora. Esa que un día provenía de las bombas y aromaba La Explanada con miedo. Mi generación -muchas que la preceden y otras tantas que la siguen- desconoce por completo esta historia que nos ha transformado en lo que somos.

La excusa más utilizada para justificar su poca repercusión internacional o incluso nacional es su falta de representación artística. Pero el Guernica de Picasso es solamente un pequeño trozo de un puzzle enorme. La negación del suceso por parte del bando fascista, la política del miedo que tapó la boca del bando “perdedor” a base de no darle de comer y tapió las entradas a los 92 refugios que todavía duermen bajo el suelo de Alicante. Algunos de estos, como el de la Plaza de Doctor Balmis, a pesar de volver a ser libres para hablar no gritan lo suficientemente alto y no llegan siquiera a los más de 300.000 habitantes de La Terreta. Alicante es mi Manhattan y yo soy su Isaac, el Brooklyn de Henry Miller. Este amor-odio provocado por la negación de la historia es fruto de la necesidad de no olvidar. Porque olvidar para obviar el dolor es prescindir de lo necesario y eso no tiene sentido. Alicante no tiene sentido.

Alicante creció caminando de la paz a la guerra

La llegada de la gente en busca de paz hacia a Alicante convirtió a una ciudad pequeña -pero muy industrializada- de 50.000 habitantes en 1931, en una gran urbe de más de 100.000 personas con la llegada del año 1936. El Puerto, la Fábrica de Tabaco y el Mercado acompañaban a la tranquilidad. La distancia prudencial con respecto a las batallas, a pesar de estar situada en la zona republicana, la convirtió en un refugio para los que huían de ellas. Después de 80 años lo es de turistas que huyen del trabajo y el tedio del día a día. El Levante feliz ha cambiado de objetivo. De ser la Galia a un gran centro comercial con luces y setas de colores. De edificios históricos a franquicias millonarias.

Esta Alicante, una maqueta a pequeña escala del París del arte, se vino abajo como una reproducción de papel mojado. Se le cortaron las manos, se le quitó la pluma, el pincel, se le arrancaron las orejas, los instrumentos. Se le arrebató de ella misma. Antes de la Guerra Civil Alicante inauguró las Hogueras, el Hércules C.F. era serio candidato a ganar la liga, la habitaba una generación de nombres ilustres como Gabriel Miró y había un mundo entero al que contárselo. Pero el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera el 20 de Noviembre de 1936 fue lo que apagó su luz. El primer bombardeo, el de Las 8 horas, a cargo de la Legión Condor Alemana -la misma que bombardearía Guernica en 1937- rompió el sueño del pueblo. A este le siguió el de la estación de la CAMPSA, comenzando a mostrar las sombras de lo que se avecinaba con la luz del fuego.

Así, Alicante pasa a entrar en la zona de guerra. Con bombardeos estratégicos -de objetivo militar- que van perdiendo el sentido hasta centrar sus miras en personas y núcleos urbanos. El fascismo cruzó la línea entre el ansia de poder y la crueldad al Este de España. De la destrucción de la zona portuaria para evitar la colaboración con el frente, a los balnearios del Postiguet y el Mercado Central.

“El bombardeo de las poblaciones civiles por nuestros aviones -lo afirmo rotundamente- no existe. Se bombardean tan sólo objetivos de carácter militar. Es cierto que se producen bajas entre la población no combatiente. Son muy de lamentar. Pero el Gobierno rojo, lejos de evitarlas, las procura situando aquellos objetivos militares en zonas ocupadas por la población civil. Después de todo, el Gobierno rojo necesita y desea esas víctimas para su propaganda”. General Francisco Franco. Entrevista en el diario Times publicada en 1939 en ABC Sevilla.

Los nombres y los números olvidados

Esta guerra cumplió su objetivo: destruir la historia, la vida y el entorno de la ciudad. A pesar de las medidas tomadas por Lorenzo Carbonell -alcalde durante el año 1936- entre las que estuvieron la construcción de los refugios, la vigilancia aérea y la sirena que avisaba de hostilidades, llegó “el ataque en solitario más destructivo de la Guerra Civil Española” (The New York Times, 1938).

Tras un 1937 con ocho bombardeos, 39 muertos y 66 heridos, llegó el 1938. Esos 365 días se llevaron consigo 497 muertos y 867 heridos en 76 bombardeos. El del día 25 de Mayo de 1938 en el Mercado Central se cobró la gran mayoría de estas vidas, más de 300. Víctimas, cuyo asesinato se negó, siendo enterradas en el cuadro nº12 del Cementerio Municipal de Alicante como “víctimas de un accidente”, arrebatándoles cualquier tipo de dignidad e intentando hacer olvidar a sus familiares lo que de verdad ocurrió. Pero no hay tierra suficiente para enterrar algo así.

A las 11 de la mañana, la llamada “columna del miedo”, formada por gente que huía cada noche al campo y a los pueblos, estaba ya en la capital trabajando y comprando. Con el Mercado Central y la Lonja contigua llenos de gente esperando víveres, los nueve escuadrones de aviones italianos Savoia 8M-79 burlaron la vigilancia aérea entrando por el interior. También llamados Spariveros, los bombarderos salieron desde Mallorca comandados por Zigiotti y Tullio de Prato y cambiaron su ruta para sorprender a los civiles que se agolpaban en pleno centro neurálgico alicantino. Mientras, la defensa republicana contaba con cañones de la Primera Guerra Mundial (1918), lo que evoca inevitablemente a la expresión “luchar con palos y piedras”. Zigiotti y Tullio de Prato son nombres que deberían escandalizar a la gente como lo hicieron su jefes, sus amigos y otros asesinos. Deberían horrorizarnos tanto como en la ficción Norman Bates, Hannibal Lecter, Freddy Krueger y en la realidad a Charles Manson, Ian Brady, Ted Bundy.

Corrió el rumor de que llegarían productos en barco y desde los pueblos al Mercado. Mentira divulgada por los infiltrados fascistas -algunos dentro del frente, otros francotiradores y civiles-, cuyo objetivo se cumplió a las 11:25 horas, cuando la alarma no sonó. Esos nueve aviones lanzaron durante cinco horas 90 bombas, una lluvia negra que al caer cambiaba a roja convirtiendo el suelo en ríos de sangre. La misma que siguió derramándose hasta el 25 de marzo de 1939, cerrando la guerra con 71 bombardeos, 705 edificios convertidos en dunas de hormigón, 481

muertos y 790 heridos.

Durante las cinco horas de lluvia negra, la gente permaneció en los refugios esperando escuchar la sirena del cese. El golpecito en la espalda que te dice “puedes salir, el peligro ha pasado”. Imagino esas cinco horas como quedarse encerrado en un ascensor mientras fuera el mundo sigue, pero no sabes cómo lo hace y lo imaginas, que es peor. Con tan poco espacio que te haces pequeño y te obligas a encerrarte en ti mismo para hacer menos insoportable la espera. Una vez fuera, sigues sintiéndote encerrado. Y la parte de ti que lucha por salir y consigue ver la luz ve insoportable la vida por el miedo a que todo vuelva a ocurrir. Ese día y el siguiente, el diario Nuestra Bandera no manchó las manos de ningún alicantino con su tinta, tampoco lo hizo Avance ni Liberación. Hasta el 27 de mayo, ningún medio informó sobre el número de víctimas, las recaudaciones para ayudar a sus familias y las medidas que tomaría el Gobierno. Se paró el tiempo en seco.

“250 muertos, en su mayoría mujeres y niños, nos ha causado la aviación italo alemana en su última incursión sobre Alicante”. Diario Avance, 27 de Mayo de 1938

El tenue recuerdo

En la entrada del Mercado Central, uno de los pocos edificios de Alicante que todavía nos hace ver lo preciosa que era, está la alarma que nunca sonó; está el reloj con la hora estimada en la que llovió plomo oscureciendo el mundo; porque no hay que olvidar nada. Porque ese día mujeres, ancianos y niños murieron sin importar su ideología y con ellos una parte de lo que nosotros podríamos haber sido pero jamás seremos. Ni cerrando los ojos y forzando mi imaginación puedo llegar a ver esa tragedia en primera persona. No me veo capaz de soportar dolor que sí soportaron

otros.

Alicante pudo ser una ciudad de paz. La guerra pasó como un tornado y castigó todo lo que había a su alcance por sus ideas, convirtiéndola en la primera ciudad con un campo de concentración -el Campo de concentración de Los Almendros- y el primer asesinato de un prisionero. Tuvieron que pasar 36 años para desenterrar ese cadáver que es nuestra historia. Y 72 para que se rindiese un homenaje a las víctimas de la mayor tragedia de la Guerra Civil, cuando en 2010 se cambió el nombre de la plaza del Mercado Central por Plaza del 25 de Mayo. Esto fue seguido del homenaje de Elena Albajar y Ruth Céspedes, en el que el suelo de la plaza se cubre de nueve placas de metal representando los aviones, 90 puntos negros como las bombas y 300 agujeros recordando a los asesinados. Puntos negros que se convierten en rojos cada medio día como si el asfalto se levantase y la sangre volviese a la superficie. Pero 80 años después, con el trabajo de personas que practican esta arqueología de guerra, sigue hablándose de ello, aunque con un altavoz demasiado pequeño para lo enorme que es la tragedia.

Todavía se organizan actos que parecen más privados que públicos por el poco interés que existe -que se genera- entre los jóvenes y que debería de revertirse gracias al magnífico trabajo de la productora Horizonte Seis Quince con el corto animado El olvido -nominada a los Goya-. También por Letra & Frame, que con el documental Memoria -dirigido por Alex Guillén- muestra los testimonios de la superviviente Magdalena Oca y el trabajo de Miguel Ángel Pérez Oca con su libro 25 de Mayo: La tragedia olvidada. La lucha de Mariano Sánchez Soler -escritor todoterreno- para que nadie olvide la historia que nos precede. Y muchos nombres más, como Gabriel López -el profesor de Historia que todos deberíamos haber tenido-, que me ha inspirado a querer dedicarme a contar lo que ocurrió, ocurre y ocurrirá.

Estamos acostumbrados a enterrar. Obligados a asfaltar, como ya se hizo en su día con el tranvía que recorría todos los barrios de la ciudad y que se volvió a construir. España sigue negando su historia. Se siguen vendiendo bombas a Arabia Saudí, pasando por alto la Guerra Civil, los bombardeos, los asesinatos, el terrorismo de uniforme y despacho. Hacer negocio convirtiendo la frase “la historia es cíclica” en un dogma. Pero tengo la esperanza de que, igual que el progreso tecnológico hizo levantar los suelos de las calles del barrio de Carolinas para instalar fibra óptica y nos dejó ver esas antiguas vías, los nuevos periodistas, escritores y artistas consigamos desenterrar la historia de Alicante. Que esta elipsis temporal se corte en el proceso de postproducción y la película final sea fiel a lo que ocurrió. Puede que este sea otro acto de nostalgia de lo que nunca he vivido. La impotencia de un viejoven que haga lo que haga siempre es poco. Pero escribir sobre esto es un privilegio que he convertido en obligación.

“Sin embargo, hasta hoy, cuando veo fotografías o películas documentales de la guerra, me parece, por decirlo así, como si procediera de ella y como si, desde aquellos horrores que no viví, cayese sobre mí una sombra de la que nunca he salido”. W.G.Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción (2003)