Amnistía para la dictadura franquista

El mes de noviembre de 1975 murió Franco. Durante cuarenta años había cavado, con auténtica vocación carnicera, cientos de fosas con cadáveres republicanos que habrían de convertirnos en el segundo país del mundo con más desaparecidos, después de Camboya. A su muerte, lo enterraron en la faraónica tumba del Valle de los Caídos. Y ahí sigue, después de más de cuarenta años de democracia. Como el más ilustre de los muertos, como el más noble y sagrado, como si en este país -parafraseando a Bertolt Brecht- sólo siguiera oyéndose la voz de los vencedores.

La transición no fue un tiempo de calma, como algunos pregonan a bombo y platillo, como si en esa prédica les fuera la vida o algo que se parece a un honor extraño y al orgullo. La transición se acuñó como un tiempo de necesaria concordia, como un abrazo común entre quienes ganaron la guerra y quienes la perdieron. De esa manera, la Segunda República se convirtió en la bicha dañina a borrar de la historia. También se borraron con ella -como si fueran lo mismo- el golpe de Estado fascista de 1936 y la dictadura franquista, que tendría que haber muerto con el dictador pero que en muchos de sus aspectos le ha sobrevivido. Siempre que se habla de la transición sale la palabra mágica: reconciliación. Las palabras están ahí para que las usemos cada cual a nuestro antojo. Y las usamos. La necesidad de reconciliarnos unos con otros y con los de más allá. Sólo importa eso. Pero hay un problema para que esa reconciliación sea posible. Lo dice el filósofo Avishai Margalit en su libro Ética del recuerdo: el problema surge cuando colocamos la palabra “reconciliación” antes de la palabra “verdad”. Y aquí la palabra “verdad” ha pasado a ocupar el último lugar en la lista de palabras imprescindibles para que la memoria y la historia no sean pasto de la mentira y de los intereses políticos más complacientes con el franquismo.

Pero ojo: cuando hablamos de memoria democrática y transición olvidamos un detalle importante. ¿Cuál?: pues sencillamente que cuando el PSOE gana las elecciones generales en 1982 y gobierna hasta 1996 no tiene el más mínimo interés en que la memoria republicana resurja con una mínima dignidad de las tinieblas del franquismo y de la tibieza memorialista de la transición. No me lo invento. Ya como vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra se refería a la memoria ahora llamada histórica como un período más relacionado con la arqueología que con la historia. Y ahora acabamos de ver que para el PSOE de Pedro Sánchez esa idea sigue tan vigente como entonces. Hablo del debate en el Congreso sobre la reforma de la Ley de Amnistía de 1977, una Ley que a la hora de hacer justicia igualaba a torturadores y torturados, a víctimas y verdugos. La proposición reformista que ahora se ha presentado por parte de la izquierda en el Congreso se refería a añadir en su articulado la no prescripción de “los delitos de genocidio, lesa humanidad, delitos de guerra y otras graves violaciones de derechos humanos”. Así de sencillo para poder enjuiciar los crímenes de la dictadura franquista. Así de sencillo, también, para que PP, Ciudadanos y PSOE se hayan juntado para que esa reforma de la Ley de Amnistía no tuviera lugar. Los argumentos para esa negativa son los de siempre, aunque aparentemente sean diferentes en las bocas de cada uno de los tres partidos. El principal argumento es que la transición es intocable, que sirvió para la concordia y la reconciliación entre vencedores y vencidos de la guerra, que sirvió para traer la paz a una España rota por la guerra (nunca se habla de que esa rotura vino por el golpe de Estado fascista y por la crueldad de una dictadura que duró cuarenta años). Lo que no se cuenta es que la transición no fue tan pacífica como algunos dicen: hubo más de 500 muertos, a manos de ETA, de la policía y de la extrema derecha, una policía y una extrema derecha que iban juntas en todos los crímenes cometidos en aquellos años contra militantes de izquierdas.

Una vez más, la posibilidad de juzgar oficialmente al franquismo pasa de largo en esta democracia, una democracia cada vez más dispuesta a tragarse sin rechistar la pócima adormidera del olvido. Una vez más el PSOE abre una mano a nuevas leyes de memoria y cierra la otra cuando se trata de abrir en canal el cuerpo criminal de la dictadura franquista. Estoy leyendo ahora mismo un libro de Lorenza Mazzatti titulado Con rabia. La autora (todavía vive) es sobrina de Albert Einstein, vivió en la Italia fascista y su familia fue asesinada por las SS en represalia por el exilio de su tío. Habla Mazzatti en un párrafo de ese libro autobiográfico de lo malo que es quedarnos aletargados cuando se trata de recordar lo que pasó, cuando se trata de pararles los pies a esa gente que con ropajes distintos siguen haciendo de la democracia una auténtica dictadura. Le da miedo, a ella, ese letargo. Y escribe: “Si uno cae en el letargo, los muertos que están muertos mueren de verdad”. Gracias al PP, Ciudadanos y PSOE esos muertos por la Libertad, la Democracia y la República que siguen en las fosas de Franco están muertos de verdad. ¡Qué rabia, ¿no?!