Siempre cantamos lo que se pierde. Lo dijo el poeta y eso se ve en lo que vivimos cada día. O en lo que nunca conseguiremos vivir. Escribía Rafael Chirbes desde hace muchos años. Muchos libros. Ensayos. Crónicas periodísticas. Novelas. Diarios. Escribía siempre. La mesa siempre llena de papeles. De libros sueltos sin orden ni concierto. A su aire. Como vivía él mismo fuera donde fuera. En su último tiempo, cuando decidió volver a su tierra valenciana y buscar una casa cerca de su familia. En el monte. El estrecho camino hasta la casa de Beniarbeig. Los ladridos de bienvenida de los perros. Todos contentos. La casa desde cuyos ventanales abiertos al valle se veía aún que la especulación urbanística no ha llegado a todas partes. En sus novelas hablaba de esa especulación. Sobre todo en Crematorio y En la orilla, que son las que le aportaron un éxito importante. Con ellas, respectivamente, obtendría el Premio Nacional de la Crítica y el Nacional de Narrativa.
El éxito para Chirbes era la escritura. Poder pasarse el día leyendo. Cocinando para los amigos o llevarlos a algún sitio donde se pudiera fiar de la comida. Los tiempos de la revista Sobremesa. Los años extremeños en Valverde de Burguillos. Las primeras novelas a la vez que los viajes por medio mundo para contarnos cosas de la buena vida gastronómica. También sabía mucho de eso. Mucho. Cuando quedábamos a comer, era él quien ponía los restaurantes. Para Chirbes el éxito era tener libertad para seguir haciendo lo que siempre había hecho: ir a su bola, ser leal a sus convicciones, defender una dignidad de lo humano que la mierda de la política rastrera estaba y sigue arruinando a velocidad supersónica. El miedo que da -al menos a mí me lo da- es que el triunfo conseguido de manera fulminante -a pesar de su larga trayectoria- lleve a un olvido igual de fulminante.
He dicho que llevaba escribiendo novelas muchos años, desde finales de los ochenta del pasado siglo. Lo leía bastante gente. Más en Alemania. Allí era el más conocido entre los escritores españoles. Aquí se le leía. Pero no era un bestseller. Casi nadie es un bestseller en nuestra literatura. Me da miedo que quienes lo descubrieron con Crematorio y En la orilla no vuelvan atrás y devoren sus libros anteriores. Ojalá, también, sigan incorporándose nuevas lecturas de sus obras por gente que no lo conocía. En esos libros primeros ya está todo lo que finalmente estuvo en esas dos novelas. Cuando oigo o leo que Rafael Chirbes es el novelista de la crisis (pensando sólo en sus dos novelas más conocidas) me entran ganas de sacar las pistolas. Esa crisis ya está en Mimoun, su primera y una de las más imprescindibles novelas entre las suyas. Y en La buena letra y Los disparos del cazador: las novelas suyas que prefiero, con su ensayo El novelista perplejo. La crisis de lo humano. La ruptura moral con unos valores que son machacados impunemente por un poder corrupto hasta las cachas que sólo habla de economía y de finanzas.
Hablaba antes de la lealtad. Era su nave punta. Siempre anduvo mano a mano con Jorge Herralde y Anagrama. Siempre fue leal a sus pocos amigos. No le gustaba el colegueo que demasiadas veces se da en el mundillo literario. Le incomodaban las componendas que surgen y provocan los encuentros literarios organizados por los organismos del poder. Si digo que se mataba por la lealtad, también digo que despreciaba profundamente las traiciones. Sus novelas hablan de esas traiciones. Todas. Entre ellas, la que él consideraba seguramente la mayor: la Transición. Lo dijo claramente: esos años y los que vinieron luego nos cambiaron la ideología y la memoria por dinero. Lo suyo fue siempre -en la literatura y en la vida- la intemperie. El único refugio -siempre lleno de agujeros- es la propia escritura, el alambre oscilante del funambulista, la seguridad de que lo que acabas de escribir no le va a interesar a nadie y a lo mejor ni a ti mismo.
El 15 de agosto de hace un año se murió Rafael Chirbes. No me gustan los aniversarios. Si acaso, sólo para recordar que la memoria es lo mejor que nos dejan algunos escritores. Y la mejor memoria son sus libros. “No sólo se muere muriendo”, escribía Max Aub en Hablo como hombre. Amaba sobre todos los demás a Max Aub y Galdós. El olvido es otra manera de morir. Una segunda y definitiva manera de morir. El autor de Los viejos amigos no creía en el éxito. Pero sí que creía en la posibilidad de que los libros -los suyos y muchos otros- perduraran en nuestra memoria. O sea: en nuestras lecturas. En nuestro día a día de humanidad curiosa. En esa manera de vivir que surge de las páginas de un libro, ocupa su espacio en nuestra propia vida y -como decía Eliot- regresa al libro de donde partió ese inicio de vida o algo que se le pareciera. Leer a Chirbes. Antes. Ahora. Siempre. De eso hablo. De eso.