Paula (nombre ficticio) descubrió recientemente que lo que le hacía sentir mal se llamaba ansiedad. Los ataques que padece la persiguen constantemente: “Todavía no he aprendido a controlarlos. Para relajarme, intento repetirme afirmaciones racionales para entrar en razón y que mi cabeza vaya más despacio, pero no suele funcionar”.
El último episodio que sufrió le hizo tener que buscar asistencia de inmediato. Con sus 21 años, acudió por primera vez a una sesión de atención psicológica gratuita para alumnos de la Universitat de València. “Hace dos meses que decidí pedir ayuda. La psicóloga me ha diagnosticado ansiedad ocasionada por una serie de traumas que llevo años acumulando y que generan hiperactividad en mi cerebro”, comenta.
Paula no es un ningún caso ajeno. Un estudio elaborado por Fundación Manantial sobre el bienestar emocional de los jóvenes demuestra que el 31,5% de las más de 2.600 personas entrevistadas aseguran sufrir episodios de ansiedad habitualmente.
“Hace dos años sufría muchos ataques de ansiedad y notaba cómo se me aceleraba el pulso”, relata Bea (nombre ficticio). Una tarde, después de salir de unas clases de italiano, empezó a notar falta de aire y decidió sentarse cerca de una acera. “En ese momento supe que debía pedir ayuda profesional”, aclara. Su psicóloga le explicó que un repunte de ansiedad se debe asumir y pensar que los picos van a disminuir en cualquier momento.
Solamente un 25,9% de los jóvenes recurre a expertos cuando siente malestar emocional y, en muchos casos, cuando la situación es insostenible, tal y como muestran los resultados del informe.
Yuliana Piera tenía 16 años cuando su primer brote psicótico ocurrió durante una de sus épocas más complicadas: la presión de los estudios y la decisión de dejar de consumir marihuana la superaban: “Estaba en mi habitación hablando con alguien imaginario y mi madre entró. No la reconocía. Mi cabeza se había desconfigurado. Después de eso, fui a la consulta de un psiquiatra”.
Hace dos años le diagnosticaron esquizofrenia. “Me mudé a Francia y me internaron en un centro de salud mental. Allí me dijeron qué trastorno tenía”. Ahora, con 21 años y de vuelta a España, su psiquiatra le ha informado de que se trata de brotes de ira y estrés. “Mi madre biológica tenía esquizofrenia paranoide y creían que podía haberla heredado”. Piera no entiende el disenso que existe entre los médicos cuando se trata de abordar enfermedades mentales.
El 56,8% de este grupo poblacional decide recurrir al apoyo de sus amigos o familiares, y el 16,4% prefiere evitar vivir esas situaciones y solicita información a través de Internet o de las redes sociales.
Una de las causas de no verbalizar su estado de salud mental surge del miedo al rechazo y el temor a preocupar a su entorno más cercano, así como la dificultad de aceptar una problemática relacionada con su bienestar emocional.
“Siempre reflexiono sobre si el problema que tengo es grave, para medir su importancia y saber si comunicarlo o no”, comenta Bea. Prefiere no alertar a su familia o amigos. “Cuando me veo muy ahogada es cuando exploto y pido ayuda, pero durante los últimos años he notado como mi confianza ha cambiado y ahora estoy un poco más abierta a hablarlo con mis seres queridos”.
Paula comenta que siempre ha tenido personas de confianza en su vida y que no le ha costado abrirse: “Nunca me he sentido sola en ese sentido”. Lo que más le preocupa es el problema del insomnio. Según los datos, el 43,2% de los jóvenes no puede dormir con frecuencia o nunca. Dice que no tiene un diagnóstico médico que se lo reconozca, pero cuando una situación le preocupa, le afecta directamente al descanso: “Me cuesta conciliar el sueño cuando no paro de pensar en un tema repetidamente”.
En la misma línea, Bea reconoce que la dificultad para dormir proviene de su ansiedad. “Antes de acostarme, ya voy predispuesta pensando que me va a costar cerrar los ojos. Sé que tengo insomnio desde que tengo uso de razón”. Para remediarlo, decide visualizar vídeos con el objetivo de intentar relajarse. “Siempre le quito peso sobre la hora de despertarme. Si pienso que tengo la alarma a las 8 de la mañana entro en bucle y me agobia. Duermo las horas que puedo”.
Impacto de la digitalización
Ansiedad (31,3%), problemas de insomnio (28%) o falta de concentración (29,5%) son algunos de los daños directos que experimentan los jóvenes con las tecnologías de la información (TIC). Paula pertenece al 41,2% de los que se engloban en la posibilidad de adicción al teléfono móvil.
“Soy una persona que pierde la concentración fácilmente y las redes sociales lo agravan más aún. El hecho de estar acostumbrados a usar Whatsapp y a estar interconectados es algo que suele generarme ansiedad”, aclara.
El estudio muestra como el 55,5% de las mujeres destacan la importancia de la autopercepción de la imagen negativa en las redes. “Lo que más malestar me provoca es la vida que muestran los demás y compararla de manera inconsciente con la mía. Es inevitable equipararte con los personajes públicos porque si al final todo lo que te muestran son cuerpos normativos, pieles perfectas, etc., es fácil olvidar que tu apariencia también es válida”, comenta Paula.
Tik Tok fue la plataforma que Bea tuvo que borrar de su vida. Cada vez que deslizaba los vídeos en bucle, el tiempo se desvirtuaba: “Llegaba a perder cuatro horas y cuando cerraba la aplicación pensaba: he perdido tiempo de mi vida… y eso me generaba ansiedad”. Explica que, tras desinstalarla, su concentración aumentó. “Antes era incapaz de leerme una página de un libro y ahora puedo decir que me ha venido bien apartarla de mi vida”.
Concienciación generacional
La salud mental se ha etiquetado como uno de los puntos sociales que más les afecta a las personas jóvenes de entre 16 y 24 años. Según el estudio de la Fundación Manantial, este rango poblacional “está más abierto a hablar sobre emociones y necesidades de apoyo que otros grupos de edad y de lo que estaban en otros momentos históricos”.
Tanto Bea como Paula creen que estos problemas son más visibles actualmente, y por ello, están menos estigmatizados: “Tenemos más referentes que se interesan y hablan públicamente de la importancia de la salud mental. Ahora existe un sentimiento más solidario y nadie en nuestra generación se escandaliza si alguien comenta que va al psicólogo”.
El estado de salud mental también varía dependiendo del género: el 60% de los jóvenes asegura tener un bienestar adecuado, frente al 39,5% de las jóvenes entrevistadas. Yuliana Piera, junto a Paula y Bea comentan que hay situaciones en su día a día que no les permiten estar plenamente bien.
“Los estudios me afectan mucho en el control de mi ansiedad, y eso provoca un malestar constante”, aclara Bea, mientras que Paula tilda de “regular” su vida actual: “Durante años he intentado restarles importancia a mis problemas de salud mental porque pensaba que eran cosas banales, y por primera vez los estoy aceptando y tratando. Es un proceso doloroso, pero creo que también es una señal de que estoy empezando a sanar cosas que llevaba mucho tiempo ignorando. Duele, pero es el primer paso”.