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¿Cuánto nos cuestan la corrupción y el déficit de calidad institucional en España y qué podemos hacer para evitarlo?

Francisco Alcalá Agulló / Fernando Jiménez Sánchez

¿Es posible que se den elevados niveles de corrupción en un país con un sólido entramado de instituciones de gobierno independientes que se controlen mutuamente?; ¿en un país con una justicia bien dotada, rápida y eficaz?; ¿en un país con un sector público transparente en el que los ciudadanos tengan acceso sencillo a toda la información sobre la acción de gobierno y con una cultura de seguimiento de los asuntos públicos apoyada en medios de información plenamente independientes? Un nivel elevado de corrupción no puede explicarse sin un cierto déficit en la calidad de las instituciones de gobernanza, entendiendo por esta calidad, junto a los bajos niveles de corrupción, factores como la fortaleza del estado de derecho, la transparencia y rendición de cuentas en la gestión de gobierno y la independencia de los distintos poderes públicos.

La sociedad española ha alcanzado en los últimos años un elevado grado de sensibilización frente a los problemas de corrupción. Sin embargo, otros aspectos de la calidad de las instituciones del país como, por ejemplo, la independencia de las comisiones reguladoras de los mercados o la dotación de medios suficientes para los organismos de control, resultan demasiado lejanos a muchos ciudadanos.

La calidad de las instituciones de gobierno y el control de la corrupción son piezas fundamentales para el desarrollo económico de los países, especialmente cuanto más avanzadas son sus economías. De esa calidad dependen buena parte de los servicios que recibe la ciudadanía y del progreso económico que cabe esperar para el futuro.

La calidad de las instituciones de gobernanza española se sitúa entre el 20% de los países con un mayor nivel en el mundo, según los indicadores del Worldwide Governance Indicators (WGI), elaborados para el Banco Mundial y con información sobre 154 países con más de medio millón de habitantes. Sin embargo, los resultados que obtiene España se sitúan por debajo de lo que le correspondería de acuerdo con el desarrollo de su economía. España obtiene un valor de 6,8 sobre 10 en el indicador combinado de calidad institucional, frente al 8 de la media de Alemania, Francia y Reino Unido, que constituyen modelos de economía avanzada. Ahora bien, se sitúa asimismo por delante de otras economías mediterráneas  como la italiana y la griega, cuya calidad institucional promedio apenas alcanza un valor de 5,8.

El informe Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España, elaborado por los autores de este post gracias al apoyo de la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de investigaciones económicas (Ivie), extrae ese indicador combinado de calidad como un promedio de cinco indicadores que proporciona el WGI. En concreto, se analiza la voz y rendición de cuentas (democracia y libertades públicas), la efectividad gubernamental, la calidad regulatoria, el respeto a ley y los contratos y, por último, el control de la corrupción. El nivel de calidad institucional que se obtiene según el indicador combinado de los WGI sitúa a España en torno al percentil 81 (es decir, entre el 20% de países con mejor calidad a nivel mundial). Ahora bien, la productividad española figura notablemente más arriba, en torno al percentil 85 (el país más productivo del mundo ocupa el percentil 100 y el menos productivo ocupa el percentil 1). La calidad institucional aparece, pues, como una debilidad relativa de la economía española. Esa debilidad debe ser compensada por las fortalezas en otros factores. Si todos los factores productivos de la economía española se situasen en ese nivel relativo de la calidad institucional (es decir, si se situasen en el percentil 81 de su distribución mundial), la productividad de la economía española sería un 17% inferior. Esto nos dejaría en los niveles, por ejemplo, de Eslovenia.

El país presenta su mejor desempeño en las categorías de voz y rendición de cuentas, cumplimiento de la ley y los contratos, y efectividad del gobierno. Sin embargo, las mayores debilidades aparecen en los indicadores sobre calidad regulatoria, donde se sitúa 1,2 puntos por debajo de Alemania, Francia y Reino Unido, y, sobre todo, en control de la corrupción (2,3 puntos por debajo). Este último indicador  mide la confianza en los políticos, los funcionarios, el sistema judicial, el sistema de recaudación de impuestos y la existencia de pagos irregulares en contratos públicos. En la comparativa mundial, España aparece en el percentil 75, que es el que corresponde a una productividad por ocupado inferior en un 23% a la de la economía española (en los niveles, por ejemplo, de Eslovaquia).

Por su parte, la calidad regulatoria recoge aspectos como el exceso de regulación y sus costes para las empresas, la facilidad para iniciar negocios, la existencia de posibles impuestos discriminatorios, controles de precios y la libre competencia. En este caso, España se sitúa en el percentil 79 de la distribución mundial, lo que corresponde a una productividad por ocupado inferior en un 21% a la de la economía española, lo que equipararía a España con, por ejemplo, Grecia y la República Checa.

Del análisis de los indicadores WGI se deriva también que la trayectoria española ha sido ligeramente decreciente en calidad institucional, ya que todos los indicadores se sitúan en 2017 a un nivel inferior al de 2003. El indicador global ha descendido desde un 7,8 a un 6,8.

El principal objetivo del informe es mostrar que el déficit de calidad institucional, una de cuyas manifestaciones y consecuencias es la corrupción, tienen un importante coste económico que va más allá del montante de los fondos públicos apropiados indebidamente. La corrupción disminuye la rentabilidad de los proyectos empresariales, incrementa su incertidumbre, reduce los niveles de inversión y desvía recursos humanos y financieros hacia la influencia en los órganos de decisión pública en lugar de asignarlos a actividades productivas, y orientan los esfuerzos hacia la búsqueda de privilegios desincentivando el emprendimiento y la innovación. Se traduce, finalmente, en menor productividad, mayor desempleo y salarios inferiores a los que serían posibles con la tecnología y el capital humano disponible.

Elevar la calidad institucional hasta el nivel que le correspondería dada la productividad del país permitiría incrementar el PIB per cápita en un 16% en un plazo de unos 15 años. Esto significaría  elevar el crecimiento medio anual de la economía española en torno a un punto porcentual a lo largo de un periodo de 15 años.

Estas estimaciones están basadas en el trabajo de un buen número de investigadores en economía que, a lo largo de las últimas dos décadas, han situado la calidad institucional entre los factores fundamentales para el desarrollo económico. Estas investigaciones han permitido estimar el coste medio que tiene la baja calidad institucional en los países, en términos de renta per cápita y productividad, y son la base de los cálculos que se realizan en el informe. En concreto, haciendo uso de esas estimaciones, hemos calculado el impacto que tendría llevar la calidad institucional española desde el lugar que ocupa en la actualidad, hasta el percentil 85 que correspondería a su nivel de productividad.

El impacto positivo que tendría la mejora de la calidad institucional sobre el PIB se produciría indirectamente, a través de mecanismos que aumentarían la inversión y la productividad y, con ellos, la producción y el empleo. La mayor seguridad jurídica, la reducción de la corrupción, la eliminación de trabas administrativas, la mejor regulación, la mayor competencia, etc. incentivarían la inversión nacional y extranjera, harían más fáciles y rentables el emprendimiento y la innovación y mejorarían la asignación de recursos privados y públicos hacia las actividades más productivas.

En la última parte del informe se proporciona una lista de líneas de actuación para la mejora de la calidad institucional en España. La lista no es exhaustiva, ni original puesto que comparte muchos elementos con otros trabajos que han ido apareciendo en los últimos años sobre la necesidad de una regeneración institucional (por ejemplo, Carles Ramió (2016); Javier Andrés y Rafael Domenech (2015)Víctor Lapuente (2016); Carlos Sebastián (2016); Manuel Villoria, José M. Gimeno y Julio Tejedor (2016), entre otros).

Las recomendaciones se ordenan en tres grupos: (i) refuerzo de los controles y contrapesos del poder, (ii) mejora de la independencia, calidad y transparencia de la administración; y (iii) mejora de la efectividad de las elecciones como mecanismo de selección y control.  Dentro del primer grupo, entre otras líneas de actuación, se aboga por mejorar la independencia y los medios del poder judicial, por ampliar los medios para el control parlamentario del ejecutivo (creando, por ejemplo, una oficina de evaluación de las políticas públicas), por fortalecer la independencia y dotar de más medios a otros órganos como los tribunales de cuentas, la AIREF y los consejos de transparencia, y por eliminar las interferencias en los medios de comunicación.

Dentro del grupo de medidas para mejorar la independencia, calidad y transparencia de la administración se defiende la necesidad de, entre otras cuestiones, una simplificación normativa, el refuerzo de la independencia de los organismos de regulación y supervisión y la despolitización de los niveles superiores de las administraciones públicas y sus entes instrumentales. Y dentro del tercer grupo de recomendaciones relativas a la mejora de la efectividad de las elecciones como mecanismo de selección y control, se aboga por el desbloqueo de las listas electorales.

El reto de mejorar la calidad de las instituciones de gobernanza no es, pues, trivial. Con todo, más allá de las cifras y recomendaciones concretas, el mensaje general del estudio es lo imprescindible que resulta mejorar la calidad de la gobernanza en España para consolidar su posición como una economía avanzada y hacer posible el crecimiento de la productividad, los salarios y el empleo a largo plazo.

*Francisco Alcalá Agulló es catedrático de Fundamentos de Análisis Económico en la Universidad de Murcia, research fellow del Center for Economic Policy Research (Londres) e investigador del Ivie (Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas).

*Fernando Jiménez Sánchez es profesor titular de ciencia política en la Universidad de Murcia y experto del GRECO (Grupo de Estados contra la corrupción) del Consejo de Europa.

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