De Atapuerca a Rajoy

Hace cinco años, en Atapuerca, se encontró un cráneo de Homo heidelbergensis distinto. Tenía una antigüedad de 530.000 años, correspondía a un niño de unos diez años y presentaba un aspecto asimétrico. La causa la tenía la craneosinostosis, una enfermedad muy rara (con una incidencia de menos de seis individuos de cada 200.000) y que actualmente tan sólo requiere una operación para curar al enfermo. Para aquel niño, sin embargo, implicó sufrir una vida llena de dolor. El cráneo se le quedó pequeño, lo que le ocasionó, sin duda, numerosos problemas cognitivos y motores. Y pese a ello no lo abandonaron: cuidaron de él hasta su muerte, proporcionándole todos los cuidados necesarios a un miembro no productivo de la tribu, lo que no era baladí en un momento de nuestra evolución como especie en el que la supervivencia pendía siempre de un hilo, y cualquier recurso era valioso y a menudo vital.

Sin embargo, este cráneo no representó el primer hallazgo de una prueba de la solidaridad que nos caracteriza: en 2005 se halló en Georgia una mandíbula desdentada –lo que conllevaría un cuidado continuo del grupo y pre-masticación de la comida-, con una edad de casi dos millones de años. La excepcionalidad de los restos de Atapuerca y Georgia radica en su antigüedad: que los humanos cuidamos los unos de los otros está bien documentado a partir de la irrupción del H. neanderthalensis, hace poco más de 200.000 años.

Por eso, en toda película pre o post apocalíptica que se precie (especialmente las que incluyen alienígenas), acabaremos escuchando aquello de que “somos una especie capaz de lo mejor y lo peor”. Estas palabras, más o menos aderezadas con otras reflexiones de mayor o menor enjundia, suele pronunciarlas alguna inteligencia superior que, ya de paso, tiene en sus manos nuestra supervivencia, y que acaba de presenciar algún sacrificio en apariencia irracional a sus ojos. Vaya, que es más costoso en términos humanos que el teórico beneficio; ya saben, lo que llamamos heroicidades, aquellas que nos arrancan de la butaca del cine. Esas inmolaciones ininteligibles para un ordenador, pero también para Klaatu en “The Day The Earth Stood Still” son lo que nos hace humanos. Pocas, muy pocas cosas nos diferencian claramente del resto del mundo animal, y la mayoría de ellas son cuestión de grado, es decir: una variación cuantitativa, no cualitativa.

Y por ello percibimos –percibíamos- las conquistas sociales como un logro más allá de la cuestión económica o de ahorro de tiempo, de facilidades cotidianas, de alivio diario. Por ello la Ley de Dependencia era un paso más allá, un punto y aparte, una página nueva en una concepción evolutiva de la solidaridad que lleva forjándose más de dos millones de años. Cuidar de quienes nos rodean y lo necesitan es lo que nos hace humanos, lo que nos hace diferentes. Poner los cimientos para que siga siendo así y potenciarlo es lo mejor que podemos hacer como sociedad.

Ahora, sin embargo, corremos el peligro de retroceder como nunca lo habíamos hecho. Por culpa de un gobierno ultrareligioso nacerán más niños que requerirán ayuda permanente, y por su culpa también sus familias y cuidadores no dispondrán de aquello que precisan para hacer su vida menos dolorosa. El gobierno promueve y fomenta la tragedia, la angustia, las vidas rotas; su fanatismo, absolutamente inconcebible en el mundo moderno, empaña el normal desarrollo de una sociedad que no merece ser sistemáticamente maltratada y humillada.

Obligar a dar a luz a bebés con graves malformaciones y a la vez no proporcionarles todos los cuidados que requieren –algo que la tijera desgastada de Rajoy ha hecho imposible: copagos, eliminación de ayudas, cierre de centros, despido de personal- es de un sadismo extremo. Por partida doble.

Escribía Primo Levi en “Se questo è un uomoque “Un país se considera tanto más desarrollado cuanto más sabias y eficientes son las leyes que impiden al miserable ser demasiado miserable y al poderoso ser demasiado poderoso”. Alumbró la cita en contraposición a lo que sucedía en el Lager, pozo negro carente de humanidad, cobijo de la desesperación y el horror más innombrables, lugar maldito que empujaba sin remisión a sus habitantes a un individualismo forzado y forzoso, atormentado e inevitable.

La solidaridad es lo que nos salvará de volver al campo de concentración, a la temida y encarnizada lucha por sobrevivir un día más sea como sea, sin preocuparnos de quien está a nuestro lado, a un palmo de distancia, a menos quizás. No entremos una vez más al Lager. Estamos a tiempo.