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La bendita condena del abuelito del aeropuerto

Hay algunas condenas que son una bendición para quien las sufre. Ahí están esos exilios dorados hacia los que parten algunos reyes destronados para convertirse en emperadores de las revistas de papel couché, bien a salvo de la cortante impertinencia de la guillotina. O esas penas que te permiten ser más sabio, como la vivida por Luis Roldán que de las orgías con el güevo al aire salió del trullo hecho un estudioso de Sartre, Derrida, Nietzsche, Hanna Arendt o Walter Benjamin según nos desveló hace unos día Juan José Millás en su estupenda entrevista al ex director General de la Guardia Civil.

Igual que bendita es entre todas las condenas la que le ha caído a don Carlos Fabra. Cuatro añitos de cárcel que saben como agua de mayo no solo para el entrañable abuelito del aeropuerto de Castellón, sino también para su tocayo el molt honorable Alberto Fabra, para la vicepresidenta del gobierno Soraya Sáez de Santamaría y hasta para el bueno de don Mariano Rajoy que, con buen criterio, no dudó en su día en advertirnos de que el hoy condenado era un político y un ciudadano ejemplar. Y no es para menos ese alivio. Al fin y al cabo, de todas las posibles alternativas esta era la más anhelada por los populares que, emulando al Cid, aspiran a ganar una nueva batalla en Valencia hasta después de muertos.

Al fin de cuentas, una sentencia absolutoria hubiera sido una tragedia, el descredito final hacia unas instituciones judiciales que ya habían convertido la instrucción de caso Fabra en una patética yincana que se prolongó toda una década, y el definitivo convencimiento colectivo de que el PP no era más que una franquicia de la familia Corleone en el País Valenciano. Igualmente, una condena mayor, que incluyera los cargos de cohecho y tráfico de influencias, confirmaría que el PP valenciano continuaba afianzando su estructura territorial sobre la tradición canovista del cacique impune y con derecho de pernada.

Por eso, la solución alcanzada es perfecta. Rajoy sigue pudiendo mantener en público que don Carlos es un político ejemplar pues los jueces, firmes ante las presiones del rojerío desesperado, han rubricado la rectitud de la conducta institucional del virrey de Castellón. Es cierto que, como Al Capone, puede acabar en la cárcel por un problema con el fisco por defraudar 700.000 euros, si bien el tiempo y los recursos se encargan de hacer de ello una posibilidad todavía remota. Ahora bien, ¿le convierte eso en un ciudadano menos ejemplar? ¿Acaso el credo neoliberal no para de repetir que la presión fiscal está asfixiando a esa clase media que nutre de votos a los populares? De hecho, ¿no está trabajando el ministro Montoro en una reforma tributaria que, al menos, disminuya en algo el suplicio? ¿Quién no ha emitido o pagado alguna vez una factura sin IVA? Así pues, lejos de ser un comportamiento bochornoso que le aleje de sus votantes, los cargos que condenan al ex presidente de la diputación, le permiten hasta presentarse como un hombre íntegro, capaz de arriesgarse si es preciso por vivir en coherencia con su pensamiento. Casi un héroe. No es extraño pues que, incluso, adopte una actitud desafiante y orgullosa, para afirmar que no se le caerán los anillos si finamente tiene que entrar en prisión.

Y por si fuera poco, el fallo hasta ha permitido desde la calle Génova de Madrid, poner en escena el sainete de la salida voluntaria de Fabra del partido, gesto nada banal dentro de la ofensiva simbólica de golpes de efecto -que empezó con el anuncio del cierre de RTVV y la posible devolución de competencias- con la que los populares quieren dejar constancia de que no dan por perdido su feudo electoral en la tierra de las flores de la luz y del amor. Una estrategia arriesgada, sin duda, por la crisis económica y por los frentes judiciales, e incluso internos, que siguen abiertos para el PP valenciano. Pero no descabellada. Así las cosas, son muchos los que se han apresurado a brindar por la condena a don Carlos. Pueden que se hayan precipitado. Porque, a lo mejor, con esta condena, al PP y al abuelito les haya vuelto a tocar la lotería. Y es que ya se sabe, el azar siempre es impredecible.