Me prevenía un compañero de aula respecto a que las disquisiciones sobre Podemos suelen venir aparejadas de alguna trampa. Y no deja de ser cierto que el fenómeno –eufemismo proveniente de las filas de IU para restar relevancia a lo conseguido por la formación- ha adquirido tal magnitud que, no sólo ha sacado de su indiferencia a los partidos del cártel –y al anteriormente aludido, acusado en foros cercanos a Podemos de “lamer los bordes del sistema”-, sino que los tiene sumidos en un notable desconcierto.
Las reacciones desde los partidos que se consideran en “competencia” por el espectro que aspira a representar Podemos han sido variadas y obedecen a un comprensible tira y afloja por siglas y porcentajes conquistados a base de mucho sudor. Desde IU se plantea el reto más en clave de OPA hostil al viejo modelo que de configuración de un nuevo polo en condiciones de dar el sorpasso a la socialdemocracia. Quizás las exigencias del sistema electoral contribuyan a forjar un mayor entendimiento. Por parte de Compromís, se atisba una fagocitosis, por solapamiento, del ingente espacio electoral urbano del que le nutría la facción de IPV y algunos militantes preconizan la necesidad de hacer frente común en los círculos para arrimar el ascua a su sardina.
No obstante, gran parte del éxito de Podemos estriba en manejar unas prácticas y un lenguaje propios que procuran la impenetrabilidad de los oportunistas. Al menos, de momento, tienen el beneficio de la duda a su favor. Casos como el envaine del alcalde de Benicull del Xúquer postulado para tránsfuga les dan provisionalmente la razón. La ejemplaridad es la bandera que pretenden alzar frente a las taras del sistema y deben pelearla y, si la logran, predicarla.
Si la anterior es una cuestión de fondo, no le van a la zaga las formas. En este sentido, para cambiar las problemáticas sistémicas no se puede salir a disputar el encuentro en el mismo terreno de juego donde se ocasionan. No me refiero a los cauces de la democracia formal, sino a cuestiones de comunicación y psicología políticas. Se trata de, en cierto modo, inventar la propia tradición para no emponzoñarte con las reglas, palabras y praxis que se pretende combatir, como causantes de la degeneración de la democracia.
Cambiar el marco y crear uno propio. Una nueva audacia, como el liderazgo de Iglesias o la importación de la casta desde la Italia del Tangentopoli –a pesar de que, en origen, el concepto en sí remite a una estratificación por nacimiento-, que, en teoría de sistemas, advierte del dominio del ambiente y de la imposición del lenguaje de su subcultura política por parte de la joven formación. Pero ha sido en el posicionamiento sobre las elecciones municipales donde mejor se ha plasmado esta estrategia, precisamente en el ámbito en el que la vieja partitocracia esperaba las primeras fisuras. La maniobra tendente a apoyar listas ciudadanas, forjadas en la mochila de experiencias de un 15-M en el que cientos de activistas de Podemos creyeron para que finalmente fuera más que flor de un día, les ahorra el mercadeo de despachos y el previsible aluvión de arribistas.
Eso sí, con la aquiescencia siempre de la dirección del locus político madrileño. Al fin y al cabo, el centralismo democrático y la redundante, por consiguiente, centralización de las estructuras territoriales y sectoriales forman parte de las tradiciones ancestrales de la cultura de la izquierda española.
Ya era hora de que -nuevamente la Italia de marras- hubiera un Lampedusa de izquierdas. A la salud de Gramsci.