En los últimos suspiros de la guerra, apenas a tres días del fin oficial del conflicto civil español, a bordo de un buque británico zarparon 3.000 personas desde el puerto de Alicante en dirección a Orán. En las horas siguientes, conocida ya la orden de Franco de capturar a aquellos que intentaran salir del país, se acumularon miles de personas en el mismo puerto esperando a un segundo Stanbrook que nunca llegó. En su lugar, llegaron los divisionarios italianos, que llevaron a buena parte de los que intentaron huir al campo de detención de Los Almendros, al norte de Alicante. Unos días después, los detenidos pasaron a Albatera.
Este último, también en Alicante, fue como un museo de los horrores del franquismo, en el que cabían tanto los distinguidos como los anónimos, quienes habían cometido algún delito como quienes se vieron sorprendidos por los franquistas. Cuenta Rafa Arnal, periodista, que no todos los internos del campo eran anónimos. En su mayoría se trataba de periodistas, sindicalistas, alcaldes, comandantes republicanos, jueces, artistas... Personas conocidas en la sociedad. Unos meses después, el campo fue vaciándose por motivos de insalubridad, y los presos fueron trasladados a otro centro, el de Portaceli, en Serra (Valencia). Se calcula, según distintas investigaciones, que fueron saliendo por partidas hasta 16.000 personas.
La investigación de Rafael Arnal y la catedrática Mirta Núñez se centra en este último campo, uno de los más desconocidos de la guerra. En el documental y libro homónimo El Camp de Concentració de Portaceli (1939-1942), la primera investigación audiovisual sobre este espacio, los autores desvelan algunos secretos de la situación de los internos en el campo de trabajo. En el audiovisual, Arnal y Núñez incluyen información inédita sobre el arresto y ejecución del doctor Juan Peset Aleixandre, que fue rector de la Universitat de València, y elaboran el relato a través de cartas de los presos, fichas de maquis y testimonios desgarradores sobre la situación en el campo valenciano.
Lo que hoy es un campo de olivos en plena Serra Calderona, hace ocho décadas fue el terreno en el que mandaban formar a los presos. El hospital Doctor Moliner, anterior centro para personas con tuberculosis, propiedad de la Diputación de Valencia, convirtió sus habitaciones en celdas y su patio en zona de reclusión. En los escasos metros cuadrados de las habitaciones se llegaron a acumular 30 personas. Todos los días, cuenta un superviviente, encontraban a alguien que no había sobrevivido a la noche.
Se encuentra el espacio entre las localidades de Náquera y Serra, perdido en la montaña, a pocos metros de la Cartuja de Portaceli. Fue creado por los republicanos en 1937 como espacio de identificación para los franquistas y cambió pronto de manos. Cuando el autodenominado bando nacional llegó a los últimos resquicios de Valencia -el monasterio colindante fue zona fronteriza-, convirtió el centro republicano en su espacio para los presos políticos. El recinto fue lugar de encarcelamiento de miles de detenidos por las autoridades franquistas y se calcula que pasaron entre 15.000 y 20.000 personas, y convivían unas 6.000 a la vez.
Arnal explica que comenzó su actividad en el periodo franquista con unos 1.500 presos, soldados y detenidos por el bando franquista durante los últimos días del conflicto y la primera etapa de la represión. “Franco decidió ampliar el campo y meter a gente de campos de Soneja, reclusos de la plaza de Toros de Valencia, de Bétera... y después a los de Albatera”. El centro de Portaceli, que ya tenía problemas para alimentar a un millar de detenidos, se vio completamente desbordado con las llegadas de Albatera. Un lugar ya de por sí truculento se convirtió en una pesadilla.
Los presos dormían en el suelo, sin ventanas y cada tres meses se realizaban ruedas de identificación. En teoría, este era el único propósito del campo: poner nombre y apellidos a los prisioneros para después decidir qué hacer con ellos. Unos se enviaban a la cárcel y otros al paredón, si la desnutrición o alguna infección no había terminado antes con ellos. Los que tenían suerte eran identificados por algún familiar que había conseguido dinero para el aval y, si demostraban que no habían cometido delito, podían volver a casa. Las autoridades tardaron tres años en identificar a los presos y vaciar el espacio.
Pese a la cantidad de vidas que cayeron en aquel rincón de la Calderona, en los municipios que lo envuelven son pocos los vecinos que conocen la historia del campo de prisioneros. Menos aún los que alguna vez hablan de él. El pasado año, con el apoyo de la consellería de Justicia, se organizaron en el hospital las primeras jornadas sobre la escabrosa prisión. Desde hace poco, una placa en la entrada del hospital perdido en la montaña es el único recuerdo a las víctimas.