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O casa o pensión

El economista Santiago Niño-Becerra.

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Tengo un libro que se llama The End of the World: An Annotated Bibliography. Se publicó en 1999 y, ya por entonces, el número de fines del mundo a lo largo de la historia superaba los 3500 casos. Si se actualizara, seguro que habría que sumar algunos cientos más. Hasta donde yo sé —aunque no soy ningún experto—, diría que en la mayoría de casos los profetas no acertaron, lo que no quiere decir que el próximo vaticinio vaya a fallar. Ya se sabe, predecir el futuro es fácil, lo jodido es acertar. En esta materia, pocos tienen un currículo más brillante que el catedrático de Estructura Económica Santiago Niño Becerra. Según él, el fin del capitalismo está a la vuelta de la esquina pero, por algún motivo, el muerto sigue gozando de una mala salud de hierro. 

Niño Becerra suele fallar en sus vaticinios —salvo que me haya perdido algo—, pero hay que reconocerle el mérito de hacer análisis bastante interesante. Si no fuera por su afición a tirarse a la piscina, aunque perdería algo de su halo de enfant terrible, ganaría en credibilidad. Fiel a sí mismo, este alegrías recibió el año como suele hacer, de mal rollo, pero, esta vez, me temo que habrá que darle la razón. Los más jóvenes, según explica, se han convertido en los principales enemigos de uno de los grandes triunfos —el más grande junto a la sanidad pública— del estado de bienestar: las pensiones.

Pero no solo ellos desconfían. Aunque el análisis se basa más en intuiciones que en datos, estos parecen darle la razón. Según una encuesta de Sigma Dos para El Mundo, casi la mitad de los jóvenes (47,8%) entre 18 y 29 creen que se quedarán sin pensión y otro 17,3% prefirió no responder. Vamos, que muy claro no lo tenía. Pero lo más llamativo: la cifra aumenta al 52,7% entre los que tan jóvenes no son (entre 30 y 44 años).

Los jóvenes están hartos de sueldos bajos, un paro de cerca del 25% o no poder acceder a una vivienda. Siguiendo su “no razonamiento” —no puedo estar más de acuerdo con esta expresión que usa el economista—, los grandes beneficiarios son los pensionistas, que compraron unas casas por lo que ahora cuesta una tienda de campaña en Decathlon, y se han revalorizado y valen lo que un palacio. Si además la alquilan, viven como marqueses.

Todo en este “no razonamiento” en mentira, pero ha calado en las redes sociales, convertidas en un auténtico paraíso de la sandez. Un caladero donde, por cierto, la ultraderecha vive de pescar en un barreño ante un público, el más joven, que se marea con todo lo que no sea una solución simple a un problema complejo. El problema de la vivienda es real, muy real, pero vincularlo a las pensiones es pura demagogia. Otra campaña más contra lo público.

Para los más jóvenes es complicado entender que si sus abuelos consiguieron comprar casas —muchas de las cuales no han podido ni reformar desde entonces— fue a base de muchas privaciones, en una época en la que los precios estaban a la altura de los materiales que se utilizaban. Se piensan, además, que ese dinero —ese derecho— les cae del cielo. Pero los datos, como el algodón, no engañan. En 2024, la pensión más alta ascendía a 44.450 euros mensuales (14 pagas), un dinero con el que un joven trabajador solo puede soñar, pero se les olvida que eso son habas contadas (solo un 4,87% de pensionistas percibe más de 3.000 euros al mes) y que la pensión media apenas alcanza los 1.252,3 euros. El 10.05% recibe menos de 500 euros y el 40,5% menos de 1.000. Las cifras se refieren a todo tipo de pensiones (viudedad, incapacidad, orfandad…), pero la parte del león corresponde a las de jubilación, en la que todo el mundo piensa cuando habla del tema.

Y otra curiosidad: aunque el gasto en la materia ha aumentado de manera constante en los últimos años (sobre todo, por las sucesivas revalorizaciones), en 2020 el total suponía el 12,4% del PIB y en 2024, el 11,5%. Las pensiones no tienen ninguna culpa, los que las reciben mucho menos, y que no nos asusten con que el sistema va a quebrar (nos recuerda la prensa salmón, no Niño Becerra, para alegría de los bancos que sueñan con privatizarlo), de la misma forma que no va a quebrar la policía. En todo caso, destinar a esta partida los 11.000 millones anuales que nos cuesta la Iglesia Católica también ayudaría, y que su dios le multiplique los panes y los peces, que para eso está. Para lo que sirve, lógico que algunos se encomienden a la santa vaca de Gran Prix.

Los jóvenes están cabreados y con razón, y el cabreo no es buen compañero. Luke Skywalker no hizo caso a Yoda cuando se lo recordó y le costó una mano. Pero no es excusa. En lo que a la vivienda se refiere -otro día tocará hablar del paro o de sus magros sueldos- la realidad es que España necesita 1,5 millones de viviendas de alquiler social para colocarse a la altura de la media europea (y apenas se construyen 50.000 al año, la mitad de los hogares que se constituyen), según el Banco de España. La Comunidad Valenciana, por cierto, es la segunda que peor está.

Si el número de casas crece más lento que el de vecinos, no hace falta saber kung-fu para darse cuenta que la cosa solo puede ir peor. Se pueden sumar otros datos a la ecuación, como que se ha disparado el número de viviendas destinadas a uso turístico, o que España sigue siendo barato (en comparación con Europa) para comprar, así que nuestros vecinos del norte (aunque hay quien señala a los del sur) también aportan su granito de arena. Tampoco hay que olvidar las viviendas vacías (ceca de tres millones).

En un solo año, los alquileres se han encarecido un 11% (12,1% en la Comunitat), según Idealista, que de esto sabe. Para millones de personas, la cifra es simplemente inasumible, salvo que tengas mentalidad de Erasmus con 35 años y quieras seguir viviendo en un piso compartido. Mientras, el 56% de las compras se hace al contado. Y no las compran jubilados precisamente.

El tema de la vivienda, sin duda, va a ser crucial para que el Gobierno demuestre de verdad lo progresista que dice ser. Y yo, sinceramente, no veo particularmente preocupada a la ministra del ramo, Isabel Rodríguez García. Meterle mano al sector de los pisos turísticos, aunque sea tímidamente, puede ayudar; intentar limitar el aumento de los alquileres, también. Pero, mientras su futuro dependa de Junts o el PNV, formaciones tan queridas para los grandes tenedores, como PP o Vox (y a no pocos del PSOE), las perspectivas no son precisamente halagüeñas. Recordemos que el 20% de nuestros diputados tiene algún piso alquilado. No los veo intentado atajar el chollo, aunque no es lo mismo tener uno que diez, también es verdad.

Que los jóvenes estén cabreados es más culpa nuestra que suya. Pero que vean las pensiones como algo tan inalcanzable que se las quieran quitar a sus pobres abuelos, ignorando que les llegará el día de disfrutar de una, pese a su pesimismo, es para darles una hostia con el envés de la mano. Y si se creen que apoyando a los ultras que solo defienden aumentar el gasto público cuando les va directo al bolsillo o a los de conmilitones, lo tienen claro. Deberían apuntar mejor.

Su problema no son los jubilados, son los rentistas. En su mano está decidir si van a seguir los cantos de sirena de indigentes mentales como Wallstreet Wolverine, un youtuber que factura millones y se fue a Andorra para no pagar impuestos, o piensan salir a la calle a exigir el futuro que se merecen. Si quieren las pensiones a las que tendrán derecho, más lucha y menos X. De momento, y me duele coincidir con Becerra, muchos están en lo primero. O se deciden, o acabarán debajo de un puente. Si es el de Calatrava, al menos gozarán de bonitas vistas. 

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