Hoy que ya sabemos qué pasó con el dinero con el que deberían haberse construido colegios y adónde fue a parar la ayuda a los haitianos, me pregunto cuántos millones de euros públicos que acabaron en cajas B se podrían haber empleado también para pagar la dependencia. Recuerdo que incluso en los tiempos de bonanza económica la Plataforma en Defensa de la Ley de Dependencia denunciaba que en la Comunidad no se invertían todos los fondos transferidos por el Estado, pues había graves carencias y retrasos en los pagos. Después, la Generalitat también destacó en el panorama nacional por la brutalidad de los recortes en este capítulo, aunque hoy somos conscientes de que la política de austeridad no impedía el despilfarro en otros conceptos ni la corrupción.
El resultado de esta indigna y voluntaria falta de asistencia a los más desfavorecidos, de esta insumisión consciente a la legalidad que ampara los derechos a servicios y prestaciones de los dependientes, es que la Comunidad Valenciana es la última en atención a este colectivo y la única que saca un cero en la escala de valoración del Observatorio Estatal de la Dependencia, publicada hace unos días, como viene ocurriendo sin variaciones en los últimos ocho años.
En la Comunidad hay un 36% de personas con derecho reconocido pendientes de atención (frente al 9,9% de Castilla y León) y sólo un 3,6% de beneficiarios sobre el total de población potencialmente dependiente (en Andalucía es un 10%). Mientras comunidades como Cantabria gastaron 768,13 euros por persona en 2015 en dependencia, la nuestra sólo invirtió 283,55 euros.
No es que el Estado en su conjunto esté para tirar cohetes, pero hay comunidades que destacan, como Andalucía y Castilla y León, lo que demuestra que con los mismos mimbres se pueden hacer diferentes cestas. El Consell, en sus primeros meses de gobierno, ha puesto en marcha una serie de medidas para intentar sacar a la Comunidad Valenciana de la cola estadística, como el pago de las ayudas pendientes, el incremento de prestaciones o la eliminación de copagos, que han sido valoradas por la Plataforma.
Pero la financiación del sistema depende del Estado y a España le queda mucho camino por recorrer: tenemos casi 1.200.000 dependientes (el 2,5% de la población española), con el sistema al límite de su capacidad, según el Observatorio. De ellos, la friolera de más 384.000 están desatendidos. La crisis ha supuesto el recorte de casi 3.000 millones de euros desde 2011 y más de 125.000 personas con el derecho reconocido han fallecido sin recibir la prestación desde ese año.
Sin embargo, un cambio de mentalidad respecto a este asunto, que lo considere no sólo una inversión social sino también económica, mejoraría sustancialmente la situación. La atención a los 384.000 dependientes mencionados supondría la creación de 90.000 empleos, con un coste de 1.631 millones de euros, pero (y aquí hay que poner el acento, además de en los puestos de trabajo) con un retorno económico de más de 1.000 millones anuales en concepto de IVA, impuesto de sociedades o seguridad social, según datos del propio Ministerio.
Estas son las cifras esperanzadoras del asunto, las que nos dicen que es posible cumplir la ley y además frenar la destrucción de empleo de los últimos años con un coste muy razonable. Y detrás de todos los números, los negativos y los positivos, las personas: los dependientes y sus familias, uno de los colectivos más vapuleados en esta vergonzosa etapa de injusticia social Personas que han tenido que enfrentarse a una doble dependencia: la de su situación personal y la de estar sujetos a los que han esquilmado sin pudor los recursos públicos y han pretendido convertir en papel mojado sus derechos sociales. Esperemos que el décimo aniversario de la entrada en vigor de la Ley, que se cumple este 2016, suponga el empujón definitivo para la recuperación de las condiciones dignas de vida de los dependientes.