Yo soy de esas que sólo cambia de móvil cuando el aparatito de marras exhala su último suspiro, o cuando –esto es literal- me lo muerde mi perra y queda utilizable pero poco presentable. Por eso imaginarán mi cabreo cuando al llegar hoy a mi trabajo me encuentro con una carta de la compañía telefónica que nos informa de que los terminales de la oficina dejan de prestarnos servicio de correo electrónico, a lo que se añade que en breve tampoco serán compatibles con whatsapp.
Hace sólo unos años (lo que en términos tecnológicos vienen siendo milenios, por lo que se ve) estos teléfonos eran lo más, cosa de pijos, y ahora resulta que se han quedado obsoletos, sobrepasados por el sistema operativo android, hasta que a alguien, en un momento no muy lejano, se le ocurra que éste también debe pasar a mejor vida y engrosar el cementerio de móviles que cada uno tenemos en nuestros cajones, gracias al inconfesable principio de la obsolescencia programada, que diseña nuestros aparatos tecnológicos para que las empresas que los producen hagan ventas de forma regular.
Veo que lo voy a pasar muy mal en esta sociedad de usar y tirar, en la que muchos me miran raro porque, sin tener una necesidad económica, intercambio ropa de segunda mano con mis amigas para nuestros hijos, de forma que los pequeños heredan las prendas utilizables de los mayores; o porque remiendo un calcetín; o porque hago croquetas creativas con las sobras. Me niego a tirar comida, y hoy leo en la prensa con agrado cómo hay quien pretende que los supermercados de nuestra comunidad hagan lo mismo, lo que me compensa del disgusto que me he llevado con los dichosos teléfonos.
Compromís ha presentado una proposición no de ley en las Cortes para evitar el habitual deshecho de alimentos en buen estado por los comercios, especialmente grandes superficies, para que puedan ser distribuidos por entidades sin ánimo de lucro para las personas que los necesitan. Sería muy positivo dar una salida organizada al aprovechamiento de esta comida, y evitar así el tristísimo espectáculo de nuestros vecinos buscando en los contenedores de basura de los supermercados.
La misma política se podría seguir con hoteles, restaurantes o comedores escolares. También habría que buscar fórmulas para aprovechar las cosechas que no se recogen y fomentar los huertos urbanos con función social.
Recientemente, Valencia se sumó al Pacto de Política Alimentaria Urbana, que reúne a más de 100 ciudades en el desarrollo de sistemas alimentarios basados en principios de sostenibilidad y justicia social. Una de las iniciativas que se pretende fomentar dentro del pacto son los mencionados huertos urbanos y los mercados de kilómetro cero, situados cerca del lugar de producción de los alimentos y en los que, por lo tanto, se mejoran los márgenes de beneficio para el productor y se reduce el impacto medioambiental, a la vez que se surte al consumidor de productos más frescos.
Se trata muchas veces de medidas no demasiado difíciles ni costosas, que dependen sobre todo de algún cambio legislativo y organizativo y que , por lo tanto, no deben demorarse, porque a nadie le cabe en la cabeza que se estén tirando toneladas de alimento al vertedero cuando España es el segundo país de la UE (tras Rumanía) en pobreza infantil, según Cáritas, o cuando en la Comunidad Valenciana la pobreza ronda el 30%, en el furgón de cola del país, junto a otras comunidades, y de las regiones europeas. Los hogares españoles tiran al contendor más 1.300 millones de kilos al año. Nuestra comunidad es la cuarta que más desperdicia, con 309 toneladas, valoradas en más de 1.200 millones de euros. Esta es, literalmente, la comida basura que debemos erradicar de nuestra dieta social.