La semana pasada iba a escribir unas líneas sobre lo que algunos medios llaman “crisis de refugiados”, que no es otra cosa que los miles de personas a las que Europa ha decidido dejar morir a pocos metros de sus fronteras. Pero no pude. Vi las fotografías del Mediterráneo, del camión, de la frontera húngara. Las vi y no pude escribir, porque no tenía rabia en los dedos, ni siquiera lágrimas. Sólo un horror ininteligible que no supe traducir a palabras. Y me volví a acordar.
Una noche, en mi época del instituto, un grupo de amigos íbamos hacia una zona de pubs cuando, de repente, se nos cruzó una mujer en el camino. Era alta, de piel oscura, con unos ojos llenos de miedo y saturados de horror, y sujetaba con violencia una bolsa con diez barras de pan. Nos preguntó si sabíamos inglés, me señalaron, y me ofrecí a hacer lo que pudiese. Pau se quedó conmigo, y nuestros compañeros siguieron andando: aquello iba para largo. Le preguntamos qué le pasaba, de dónde era, y nos dijo: “Sirelón”. Pusimos cara de desconcierto, y le pedimos si nos podía explicar algo más. Sin dejar la bolsa de pan en el suelo, simuló que empuñaba un fusil y disparaba. Sus labios escupían balas en mitad de la noche, con un realismo que ponía la piel de gallina. No estaba actuando: estaba recordando. Mataron a sus hermanos, a su padre, a su madre, y le pegaron fuego a su casa. No sabe ni cómo, pudo embarcar en un carguero rumbo a Málaga, desde donde había llegado a Valencia. Y lo único que quería, como finalmente nos supo transmitir, era un papel. Un puto papel con su nombre para dormir en algún sitio, para no ser una mujer sola, huérfana, migrante y dolorida tumbada en un banco de un parque cualquiera. Quería un papel, porque sin papel no podía dormir en una cama, bajo un techo. Quería un papel porque, a ojos de la ley, ella no era nada sin un papel manchado de tinta: dejaba de tener hambre, de estar cansada, dejaban crujirle los huesos y palpitarle los moratones.
En la comisaría conseguimos que obtuviese un resguardo con su nombre y procedencia, Sirelón. No conocíamos ningún país cuyo nombre fuese Sirelón, pero hubo que dejarlo así. El policía nos dijo que no sabía si serviría (si él no lo sabía, ¿entonces quién?), pero ella estaba contenta, y recogió aquél papel como si le fuese la vida en ello, porque probablemente le iba.
Volviendo, y mientras nos agradecía una y otra vez la ayuda, nos señaló una cabina de teléfono. Entendimos lo que nos pedía y le dimos nuestros números, diciéndole que nos podía llamar si hacía falta. Nunca lo hizo. Nos despedimos con un abrazo, y recuerdo pensar que en Europa no negábamos tan sólo el cobijo y la comida: también la humanidad, también nuestra piel.
Nunca supe nada más de ella, pero la veo en cada fotografía de la tragedia que asola el Mediterráneo, en cada mueca de horror ante los muros que hemos levantado pacientemente los europeos. Hablamos de números, de cupos, de firmas, y seguimos igual, porque no hablamos de personas. Se discuten porcentajes y asignaciones, y en realidad es el futuro de quienes huyen de la miseria, del terror, de la muerte segura. Hemos construido una mierda de Europa y creedme, somos cómplices. ¿O es que acaso no somos europeos?
Aquella noche hace quince años, cuando finalmente llegamos al bar donde nos estaban esperando, me senté con la mirada perdida, absorto entre acordes atronadores de rock de litrona y kalimocho. Y de pronto di un respingo en la silla, tiré la cerveza y dije: “¡Sierra Leone! Sierra Leone, ¡joder!”. Y no supe entonces, ni sé ahora, por qué me importaba tanto saber cuál era el país de aquella mujer, pero hoy me he sentado a escribir esto y lo que cuenta, al final, es que importe. Que nos importe de una maldita vez. Que nos importen las muertes y el sufrimiento que estamos provocando, que vemos retransmitido en directo veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Porque en este negocio somos todos socios de una gran cooperativa de la muerte y el olvido llamada Europa.
La buena noticia, si es que puede haberla, es que está en nuestras manos cambiarlo, y que sólo podremos hacerlo si nos importa. Así que ya lo sabes: no apartes la mirada, no pases rápido las imágenes, no te pongas música para amortiguar a los alaridos. Porque lo quieras o no, los gritos seguirán ahí, esperando a que les prestes atención. Esperando a que te importen, a que nos importen.