Juan Piqueras, el crítico de cine al que el franquismo fusiló

Laura Martínez

9 de febrero de 2022 23:03 h

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Nuestro Cinema no puede admitir -amistosamente- más que un cinema capaz de librarle definitivamente de la pobreza ideológica del de hoy. Es decir, un cinema con fondo, con ideas amplias, con contenido social (...) Nos hace falta un cinema que enfoque ampliamente el tema social, el tema documental sin falsearlo, el tema educativo desde un punto de vista sincero”. En junio de 1932, Juan Piqueras elogiaba a los cineastas soviéticos como Einsenstein, Pudovkin, Dovzhenko y cargaba contra William Hays, su código censor y el cine de estrellas de Hollywood. El primer número de la revista Nuestro Cinema, que pronto se convertiría en una referencia a nivel internacional, era una declaración de intenciones del periodista y crítico valenciano, que veía en la fábrica de sueños una fábrica emancipatoria.

El día que Juan Piqueras esperaba en Palencia el tren que habría de llevarle a París con su mujer no sospechaba que las actas del consejo de redacción de su gran obra periodística, que advertían desde su origen del auge del totalitarismo, pasarían a formar parte del archivo político social, constituyendo, junto a su correspondencia, las pocas pruebas de su sentencia de muerte. Piqueras, crítico cinematográfico de referencia en los años treinta, fue una de las primeras víctimas reconocidas del franquismo, la primera piedra para destruir todo rastro de pensamiento humanista en el país.

Piqueras fue fusilado en un momento y lugar sin determinar, a mediados de julio de 1936 en los alrededores de Palencia, probablemente en Venta de Baños, mientras esperaba el tren que había de llevarle a París con su mujer y su hijo. El crítico, ferviente defensor de la revolución obrera, tuvo que desviar su trayectoria inicial aquejado de una fuerte úlcera de estómago, que le obligó a permanecer inmovilizado unos días. En su última carta, fechada el 19 de julio de 1936, en una estación palentina, escribe a un buen amigo: “Jamás he sentido la revolución tan cerca y yo en la cama. Es desesperante esta noche”. No queda constancia de si llegó a subir al tren.

Para Enrique Fibla, más que la República de los intelectuales, Piqueras representaba a la “República de los pedagogos”. El historiador recupera el material biográfico, los archivos y la correspondencia en Los años imposibles: memoria inacabada de Juan Piqueras (Barlin, 2021), un libro a caballo entre el ensayo y la biografía del crítico de cine en la que el autor se vale de la mujer del periodista, Ketty Gozález, como conarradora de su historia de vida.

Piqueras quiso llevar la revolución obrera al cine, no desde una perspectiva panfletaria sino como generador de pensamiento, consciente de su potencial como artefacto de transformación cultural y emancipador para las clases más populares. Es por ello que intentó, según muestra su correspondencia, buscar fórmulas de cine no profesional para plasmar la realidad obrera, como en Inglaterra, y se interesó profundamente por el cine soviético. La idea del cine como herramienta de transmisión de valores, como “energía transformadora” para la participación política, le hizo sentirse atraído por las producciones soviéticas, impulsadas desde el estado y no desde los bolsillos privados para retroalimentarse, sin anticipar la censura que llegaría en la URSS de la mano del estalinismo.

“El cinematógrafo cumple una misión importantísima sobre la ciencia, sobre el arte y sobre el futuro de la juventud”, indicaba en sus escritos. El periodista “intuía que había algo más en su capacidad para llevar nuevos mundos y realidades a un gran número de espectadores”. En un país marcado por el analfabetismo, el trabajo de una cultura visual resultaba determinante en las posibilidades emancipatorias de la población.

Piqueras estuvo en movimiento constante entre Madrid, París, Valencia, Bruselas y Moscú. Desde la capital francesa, donde lanzó su revista, vivió el final de la dictadura de Primo de Rivera y la proclamación de la Segunda República, con constantes viajes de ida y vuelta que ponen en cuestión, según Fibla, el concepto de “muro de los Pirineos”. Nuestro Cinema fue la primera publicación periódica en español dedicada a la teoría e historia política y social del cine y ejerció de nexo cultural: se coordinaba en París, se editaba en Madrid y se imprimía en Barcelona. El crítico ejerció de “antena” a ambos lados de la frontera montañosa, con la intención de buscar aliados para crear una cultura cinematográfica alternativa en España, al margen de los estereotipos imperantes en el momento, esas “españoladas” de corte folclórico.

Al contrario que otros intelectuales en los años 20, Piqueras provenía de una familia de campesinos que cultivaban azafrán y no disponían de recursos para escolarizar a sus hijos. Sí pudieron hacerlo en una Escuela de Artes e Industrias creada por un grupo de pedagogos en horario nocturno, que le animaron a trasladarse a Valencia a trabajar su vocación literaria. Llegó a la ciudad con 16 años para trabajar en una tienda de ultramarinos en el barrio de El Grau y vivió en una buhardilla en el barrio de El Carme, donde pudo iniciarse en lo conocido como vida bohemia cultural: una formación intelectual en torno a las charlas en las tabernas.

Desde el altillo en la calle de Caballeros, en el entonces barrio de artesanos, inició una biblioteca popular ambulante e impulsó una revista con su hermano Luis, un semanario en el que escribía sobre literatura y cine. En 1925 lanzó su primera revista dedicada al cine, Vida Cinematográfica, en la que contó con firmas como la de Ramón Gómez de la Serna, aunque solo publicó dos números. Tres años después, cumplida una década en Valencia, marchó a Madrid atraído por las actividades de la Residencia de Estudiantes y los cafés, organizados entorno a De la Serna. Desde allí comenzó a organizar sesiones de cineclub con las películas sobre las que leía en la prensa extranjera y entabló una notable amistad con Luis Buñuel, convirtiéndose en poco más de un año en un referente para los críticos españoles. Su círculo amistoso fue completándose con Rafael Alberti y Josep Renau, al que mostró las teorías del montaje soviéticas. El crítico, cuenta el ensayista, se desesperaba “ante la incapacidad de la industria cinematográfica española por producir películas de interés social y estético, capaces de reflexionar sobre los grandes cambios que experimentaba la sociedad” y buscaba revertirlas en sus debates y publicaciones.

Sus restos, cuenta Fibla en su obra, se encuentran en una zona sin identificar, junto a otros cuatro cuerpos. El historiador, que reivindica que “recordar y despertar son íntimamente afines”, citando a Walter Benjamin, trata de recuperar el legado del crítico para recuperar la cultura que el franquismo quiso borrar. E irónicamente lamenta: “Hasta la lógica de la propiedad privada se impone sobre la memoria histórica”.