Con la vuelta a la normalidad vemos cantidad de análisis y opiniones acerca de la responsabilidad de esta crisis sanitaria, de cómo se originó, qué se hizo mal, y cómo hemos llegado hasta aquí. Y aunque es cierto que es importante exigir responsabilidades, me preocupa además si seremos capaces como sociedad de extraer algunos aprendizajes para evitar que una situación así, u otras similares, se den en el futuro.
La desigualdad que existe entre personas de distintos países, y entre personas dentro de los mismos países, se ve acrecentada con el modelo económico globalizado y cortoplacista, supeditado al poder financiero y con tendencia especulativa, que rige hoy en día. Esta desigualdad es responsable de que los efectos de las sucesivas crisis que hemos padecido, y padecemos, en los últimos años (económica, ambiental, sanitaria) sean más acusados sobre una parte de la población. Una gran parte que, la mayoría de las veces, no ha participado en el origen de las crisis, como vienen denunciando hace tiempo organizaciones como OXFAM en sus informes. Pero diré más, en mi opinión, la desigualdad está detrás del origen de muchas de estas crisis. Por tanto, combatiendo la desigualdad evitaremos que este tipo de situaciones se repitan en el futuro con la misma frecuencia, o por lo menos, con la misma intensidad.
En esta emergencia sanitaria que nos iguala a todos como seres humanos se hace más patente lo obsceno que resulta que haya unas pocas personas en el mundo que dispongan de una cantidad astronómica de riqueza, mientras la gran mayoría se tiene que conformar, y muchas veces disputar, una pequeña parte de esta. Hoy en día los milmillonarios acumulan más riqueza que 4.600 millones de personas en el mundo. ¿Realmente sus méritos les hacen acreedores de semejante patrimonio? ¿Tiene sentido que puedan acaparar recursos de esa forma? Más todavía cuando eso se hace a costa de los demás, ya que los recursos son limitados. Precisamente esta crisis sanitaria ha demostrado que sus méritos son algo relativo en estos días. Que ciertas profesiones aportan un valor real y tienen un impacto directo mucho más beneficioso en la sociedad que otras, y que por tanto, deberían tener un reconocimiento y ser remuneradas del mismo modo.
Hay que recuperar la economía real y poner trabas a la economía especulativa. En estas situaciones es cuando se puede ver qué tipo de empresas tienen valor más allá de los números en una bolsa. Qué empresas pueden aportar conocimientos, métodos, técnicas, destrezas y habilidades que tengan un impacto real y positivo sobre la sociedad. Y en este sentido se puede comprobar que la influencia actual de las empresas financieras no se corresponde con el valor que tienen en la economía real. Es hora de devolver la cordura a la economía y empezar a valorar las cosas por lo que son, más allá del precio que se les ponga. Hay que volver a llamar a las cosas por su nombre y decir alto y claro que los paraísos fiscales son un fraude a la sociedad. Hay que insistir en que sólo una fiscalidad realmente progresiva y justa puede reducir la desigualdad.
En nuestro país vivimos de rentas estos días, como se suele decir. Es innegable la aportación que ha tenido que hacer gran parte de la ciudadanía para sostener a otra parte importante durante la crisis económica de 2008. Cómo han tenido que tirar de ahorros, apretarse el cinturón, y gastar sus recursos para ayudar a familiares o a otras personas. Sobre todo, la gente mayor que ha podido ahorrar, gracias a su cultura de esfuerzo y sacrificio, y su lucha para conseguir derechos sociales y laborales.
Si se prolonga la situación actual de salarios bajos y condiciones precarias, para la siguiente crisis no habrá colchón que nos salve. ¿Qué pasará al medio-largo plazo? ¿Qué pasará cuando haya que rellenar la hucha de las pensiones, atender servicios básicos y consumir, cuando se gana una miseria? Como ha demostrado esta pandemia en el corto plazo, sin impuestos que puedan sostener los servicios públicos en un nivel de calidad aceptable, será muy difícil hacer frente a este tipo de situaciones. Y lo mismo ocurre con la crisis climática en el medio-largo plazo. ¿Y qué impuestos se pueden exigir a un salario exiguo? ¿Qué ahorro se puede esperar de personas en condiciones laborales precarias?
Debemos exigir a los gobiernos políticas que protejan el empleo de calidad y al tejido productivo del país, frente a otras políticas que favorezcan a los mercados financieros y la especulación. Políticas sostenibles y cambios estructurales pensando en el largo plazo y no en las próximas elecciones dentro de 4 años. Iniciativas como las Zonas Libres de Paraísos Fiscales son un ejemplo.
También a las empresas hay que pedirles que sean socialmente responsables. Tienen que repensar su forma de trabajar: ¿son necesarios tantos desplazamientos, sobre todo en avión, tan contaminantes? ¿Se puede teletrabajar más, tal y como hemos aprendido a marchas forzadas durante el confinamiento?
Hay que apoyar iniciativas como esta, lanzada por una serie de empresas estadounidenses, en la que se comprometen a invertir en sus empleados, apoyar a sus comunidades y trabajar de forma ética y sostenible. O esta otra, mucho más cercana, que fomenta la solidaridad de las empresas a través de un sencillo mecanismo de redondeo, poniendo en valor su responsabilidad social corporativa.
Y por supuesto, también nos debemos hacer responsables nosotros mismos como ciudadanos. Tenemos que ser conscientes del poder que tenemos como consumidores, de nuestra capacidad para escoger qué empresa nos ofrece sus servicios y utilizar criterios éticos para elegir. Repensar cómo consumimos, cómo nos alimentamos, cómo hacemos turismo, y qué modelos de referencia queremos para nuestros hijos.
No nos podemos dejar a nadie atrás. La desigualdad hace que las personas en las situaciones más vulnerables todavía tengan más dificultades frente a las crisis. Eso hará aumentar las brechas y les pondrá más trabas para alcanzar una vida digna. Pero además, puede hacer que esas crisis sean más frecuentes y cada vez más virulentas. Tenemos que cambiar el chip.