Que Dios nos pille armados

Leo en El País: “Decenas de españoles combaten en las filas del Estado Islámico en Siria”. Y, ¡oh, sorpresa! El anticristo que vive dentro de mí cobra vida propia y se sienta frente al teclado. Por tanto, a partir de ahora, no esperen nada que él no vaya a decir.

La yihad tiene una célula entre nuestras fronteras. Eso, aparte de acojonar bastante, me cabrea aún más. Para empezar, porque una vez más queda probada la mezquindad de la religión, la facilidad con que sus dogmas pueden ser convertidos en justificativo de asesinato, y al mismo tiempo, en bálsamo de masas en algunas otras ocasiones. Pues mire, no, no puede ser. No puede ser que algo que sirve para matar, sirva también para sobrevivir. O uno u otro o los dos están equivocados. Baste decir en este punto que la Organización Mundial de la Salud (Mental) debería ocuparse de ambos casos.

Puede que el fundamentalismo religioso sólo represente un porcentaje marginal de los creyentes, yo sinceramente cada vez lo considero menos marginal. De una o otra forma, los creyentes están siempre dispuestos a pisar el terreno de batalla. Casos como del que hablaba al principio son quizá los más representativos de esta lacra social, pero no por ello debe identificarse únicamente con el islam ya que ya sea bajo el amparo de allah, yahveh o dios, el terrorismo religioso continúa instalado entre nosotros. A las pruebas me remito.

Cuando hablo de terrorismo religioso, lo hago sobretodo lamentando todas las vidas que han sido arrebatadas y serán arrebatadas. Sin embargo, me gustaría añadir también el odio al que va parejo este terrorismo. Cuando se es adoctrinado en una religión, automáticamente se prepara al creyente para percibir la diferencia como algo negativo, repudiable, y por tanto, digno de ser liquidado. Por poco que se piense, es indiscutible refutar la idea de que la religión es adoctrinamiento, que todo adoctrinamiento es artificio y que todo artificio es totalmente prescindible. En consecuencia, la religión se convierte en algo prescindible que percibe la diferencia como elemento amenazador.

Si eso suena peligroso es porque verdaderamente lo es. Y más peligroso es saber que vive dentro de nuestras fronteras por medio de armas, homofobia, misoginia, intolerancia, adoctrinamiento, represión... El ateísmo, en cambio, no acoge ningún odio. Eso es así porque todos nacemos siendo ateos, sin odios, sin percepción alguna de la diferencia. Lo que nos inculcan y nos imponen siempre es pura invención.

Todas las evidencias científicas llevan a inducir que no existe ningún dios en el que ampararse. No lo digo con orgullo, de verdad. Es más, ojalá lo hubiera. De esa manera, podríamos culpar a alguien de los desastres que nunca van a dejar de azotar el planeta y encontrar un consuelo seguro en nuestras horas más bajas. Pero, lo cierto es que no, que no lo hay, por mucho que nuestro egoísmo como especie quiera que lo haya. La opción más madura es aceptar nuestro frustrado fracaso como especie y seguir adelante.

Me atrevo a pensar que los creyentes también son conscientes de esta indefensión nuestra. Es por ello que para imponer su delirio colectivo se arman con instrumental de todo tipo: bombas, metralletas, educación sectaria, leyes de aborto y conferencias episcopales a modo de consejo de ministros.

En fin, que si resulta que hay un dios y se digna a hacernos una visita, pillará a sus discípulos armados hasta los dientes. Y él (siempre él y nunca ella), satisfecho, sonreirá.