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La españolada perfecta

27 de septiembre de 2024 18:51 h

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Una españolada es una “acción, espectáculo u obra que exagera ciertos rasgos que se consideran españoles”, según la Real Academia. Más precisa es la Académie Française, que la define como “obra literaria o artística que da de España una representación dominada por la búsqueda de un pintoresquismo convencional, en detrimento de la exactitud y de la verdad”. No es sorprendente, ya que los franceses han sido los grandes maestros de la españolada, con algunas célebres obras del siglo XIX.

En su libro Los europeos, Orlando Figes explica que el salón de la cantante Pauline Viardot, en París, donde recibía a muchos compositores, entre ellos Bizet, Berlioz, Gounod, Saint-Saëns y Lalo, fue el centro de expansión del interés por la música de la exótica España, que ella solía cantar a sus invitados. Era hija del tenor y compositor sevillano Manuel García, y hermana de la célebre María Malibrán. Una de las obras más famosas del españolismo musical francés es la Sinfonía española de Lalo. Se trata más bien de un brillante concierto para violín y orquesta que el compositor dedicó a Pablo Sarasate y hoy forma parte del repertorio habitual de todo gran violinista.

Fue el escritor ruso Iván Turguénev, en casa de los Viardot, quien recomendó a Ludovic Halévi y Henri Meilhac la novela Carmen de Prosper Mérimée. Ellos la adaptaron para la ópera que acabó componiendo un Georges Bizet de 36 años, muy interesado por la música española, y en concreto por la habanera, con su característico ritmo sincopado. Pauline Viardot puso en contacto a Bizet con el compositor vasco Sebastián Iradier, autor de la célebre habanera La paloma, de 1860.

La Carmen de Bizet tiene todos los ingredientes de una típica y tópica españolada: gitanos, toreros, bandoleros, contrabandistas, bailaoras y pasiones desatadas, que concluyen con un crimen que hoy calificaríamos claramente de violencia de género. Se acompaña de una música genial que ha situado la obra entre las más representadas en todos los teatros del mundo, junto con La traviata de Verdi y La flauta mágica de Mozart. No se debe pasar por alto que el fragmento más célebre de la obra de Bizet, la habanera que canta Carmen, es musicalmente casi una copia de una de Iradier titulada El arreglito. Parece que Bizet había dado por hecho que se trataba de una melodía popular. Una vez que fue informado, incluyó en la edición de la partitura una mención a Iradier.

El fracaso de Carmen deprimió profundamente a Bizet, que se retiró a Bougival, donde enfermó y murió el 3 de junio, tres meses después del estreno parisino, cuando no había cumplido los 37 años. Sin embargo, en un fenómeno parecido a lo que ocurrió a Mozart con La flauta mágica, tras la muerte del autor se despertó un gran interés por la obra. En Alemania se hizo tan popular que Bismarck la vio 27 veces. Triunfó también en los escenarios de Viena, Bruselas, Londres, Dublín y San Petersburgo.

La ópera se ajusta a la forma de la opéra comique francesa, con parlamentos hablados entre los números musicales, en lugar de recitativos. Fue estrenada en París el 3 de marzo de 1875. Entre el público estaban Louis y Pauline Viardot, Turguénev, Gounod, Offenbach y Massenet. La acogida no fue buena y la obra recibió duras críticas por su inmoralidad y realismo. También fue acusada de wagnerismo en una época de virulento antigermanismo tras la Guerra Francoprusiana (1870-71). No deja de ser sorprendente, si pensamos que Friedrich Nietzsche defendió Carmen como modelo operístico frente a las obras de Wagner, tras su ruptura con el compositor de Leipzig. Pero eran unos años en que algunos supuestos puristas lanzaban el sambenito de wagneriano a todo aquello que resultaba innovador. También fue acusada de wagnerismo la música de Chaikovski, quien consideraba Carmen “una obra maestra en todos los sentidos”.

En Madrid se estrenó traducida en 1887. La crítica la atacó precisamente por alimentar el espíritu de los viejos tópicos, frente a una España que pretendía sentirse cada vez más europea. En esa estela de nacionalismo reivindicativo frente a la españolada se inscribe el pasodoble “Yo soy la Carmen de España y no la de Mérimée”, de Quintero, León y Quiroga, que estrenó Juanita Reina en 1952, en plena dictadura franquista. Más tarde fue muy cantado por Carmen Sevilla.

Hoy en día Carmen sigue siendo una de las obras preferidas por el público. Existen numerosas grabaciones. Yo recomendaría la dirigida por Thomas Beecham con Victoria de los Ángeles y Nicolai Gedda, de 1958, y la celebérrima de Maria Callas y Gedda dirigida por Georges Prêtre, de 1964, ambas de EMI. La de Claudio Abbado con Teresa Berganza y Plácido domingo para Deutsche Grammophon, de 1977, tiene además el aliciente de que se puede adquirir en el formato blu-ray de audio, que proporciona una extraordinaria calidad de reproducción.

Fernando Fraga y Enrique Pérez Adrián, en su libro Los mejores discos de ópera dicen de Carmen: “Si alguna ópera merece ser candidata al adjetivo de perfecta, esa es sin la menor duda Carmen”. Es una españolada típica y tópica, pero una españolada perfecta.

Una españolada es una “acción, espectáculo u obra que exagera ciertos rasgos que se consideran españoles”, según la Real Academia. Más precisa es la Académie Française, que la define como “obra literaria o artística que da de España una representación dominada por la búsqueda de un pintoresquismo convencional, en detrimento de la exactitud y de la verdad”. No es sorprendente, ya que los franceses han sido los grandes maestros de la españolada, con algunas célebres obras del siglo XIX.

En su libro Los europeos, Orlando Figes explica que el salón de la cantante Pauline Viardot, en París, donde recibía a muchos compositores, entre ellos Bizet, Berlioz, Gounod, Saint-Saëns y Lalo, fue el centro de expansión del interés por la música de la exótica España, que ella solía cantar a sus invitados. Era hija del tenor y compositor sevillano Manuel García, y hermana de la célebre María Malibrán. Una de las obras más famosas del españolismo musical francés es la Sinfonía española de Lalo. Se trata más bien de un brillante concierto para violín y orquesta que el compositor dedicó a Pablo Sarasate y hoy forma parte del repertorio habitual de todo gran violinista.