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La eterna flauta mágica

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Cerca de las dos de la madrugada del 5 de diciembre de 1791 moría Wolfgang Amadeus Mozart en Viena. Como recuerda su biógrafo Bernhard Paumgartner, “no estuvo presente nadie digno de cerrarle los ojos”. Haydn estaba en Londres y Beethoven aún no había llegado a la ciudad. Ni siquiera Constanze, su esposa, estuvo presente cuando unos indiferentes sepultureros enterraron su cuerpo en una fosa común del cementerio de San Marcos. Mozart murió pobre y endeudado, y sus restos nunca han llegado a ser encontrados, aunque un monumento lo recuerda en el cementerio.

Dos meses y cinco días antes, el propio Mozart había dirigido el estreno de su última ópera, La flauta mágica, en el Theater auf der Wieden, que regentaba su amigo el empresario, cantante y director de escena Emanuel Schikaneder. El propio Schikaneder interpretó el papel de Papageno. Ese 30 de septiembre de 1791 el público acogió el primer acto con cierta frialdad, lo que hizo temer un fracaso. Sin embargo, los aplausos fueron largos e intensos al final y el triunfo, rotundo. En octubre se había representado 24 veces y en noviembre de 1792 Schikaneder celebró la representación número 100. Fue el mayor éxito de Mozart, aunque él ya no vivía para disfrutarlo.

El Palau de les Arts de Valencia pone por tercera vez en cartel la célebre ópera de Mozart, cuya aceptación no es ahora menor que en la época de su estreno. Contará con dirección musical de James Gaffigan y escénica de Simon McBurney, una producción que ya ha triunfado en Nueva York, Aix-en-Provence, Bergen y Basilea. Es el título operístico que más se representa en el mundo, por delante de La traviata de Verdi y Carmen de Bizet. La flauta mágica está concebida como un Singspiel, pieza de teatro musical en alemán, con los diálogos hablados. Sin embargo, a diferencia de lo habitual en la época, en la obra de Mozart los números musicales son más extensos que los diálogos. Mozart y Schikaneder eran hasta tal punto conscientes de esa singularidad que en el cartel y el programa del estreno la definieron como “grosse Oper” (“gran ópera”), anticipando un nombre que Meyerbeer utilizaría para sus ambiciosas producciones que triunfaron en el París del siglo XIX.

Diez años después de El rapto en el serrallo, también en alemán, Mozart deseaba volver al Singspiel y decidió componer uno en la línea mágica, muy en boga en aquel momento. Parece que fue él quien propuso la obra a Schikaneder con la intención de conseguir dinero. Trabajaron ambos en el libreto, que recoge elementos procedentes de diversas obras literarias fantásticas. Además, ambos eran masones y hay abundantes elementos que apuntan a la masonería. El simbolismo está muy presente, por ejemplo, en el número tres, considerado mágico y signo de perfección. La obertura, y otros muchos pasajes, están en mi bemol mayor, tonalidad que lleva tres bemoles en la armadura. Tres son las damas de la noche y tres los jóvenes que aparecen. Y también son tres las puertas entre las que hay que elegir una. 

Se enfrentan dos mundos: el de la Reina de la Noche, que representa la oscuridad, y el de Sarastro, que encarna el sol y la luz. Inicialmente parece que la bondad corresponda a la Reina de la Noche y el mal a Sarastro, pero en lo que hoy llamaríamos un giro de guion, hacia la mitad de la ópera comprendemos que Sarastro representa el bien y la Reina de la noche, el mal.

El año 1791, el de la prematura muerte de Mozart, está plagado de obras maestras, fruto de la madurez de un compositor genial. Entre ellas están el Concierto para piano y orquesta número 27, la ópera seria La clemenza di Tito, el Concierto para clarinete y orquesta y el monumental Requiem, que Mozart dejó inconcluso y acabó su discípulo Süssmayr.

La flauta mágica suma, en heterogéneo conjunto, muy diversos géneros y estilos, desde la canción popular de Papageno hasta el aria de coloratura de la Reina de la Noche, en la línea de la ópera seria italiana. La obertura se inicia con un tema tomado de una sonata para piano de Clementi, que evoluciona hacia un fugato de manera algo sorprendente. Esa obra, suma de elementos heterogéneos, arroja un resultado genial, construido sobre un libreto algo estrafalario e ingenuo. Pero, al igual que la Novena sinfonía de Beethoven, proclama y defiende la bondad y la hermandad entre los hombres. Por desgracia, las atrocidades diarias que vemos en Gaza o Ucrania y la proliferación del insulto y la agresión verbal frente a la libertad en la vida política mantienen ese deseo plenamente actual. 

Cerca de las dos de la madrugada del 5 de diciembre de 1791 moría Wolfgang Amadeus Mozart en Viena. Como recuerda su biógrafo Bernhard Paumgartner, “no estuvo presente nadie digno de cerrarle los ojos”. Haydn estaba en Londres y Beethoven aún no había llegado a la ciudad. Ni siquiera Constanze, su esposa, estuvo presente cuando unos indiferentes sepultureros enterraron su cuerpo en una fosa común del cementerio de San Marcos. Mozart murió pobre y endeudado, y sus restos nunca han llegado a ser encontrados, aunque un monumento lo recuerda en el cementerio.

Dos meses y cinco días antes, el propio Mozart había dirigido el estreno de su última ópera, La flauta mágica, en el Theater auf der Wieden, que regentaba su amigo el empresario, cantante y director de escena Emanuel Schikaneder. El propio Schikaneder interpretó el papel de Papageno. Ese 30 de septiembre de 1791 el público acogió el primer acto con cierta frialdad, lo que hizo temer un fracaso. Sin embargo, los aplausos fueron largos e intensos al final y el triunfo, rotundo. En octubre se había representado 24 veces y en noviembre de 1792 Schikaneder celebró la representación número 100. Fue el mayor éxito de Mozart, aunque él ya no vivía para disfrutarlo.