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La primera obra de Julio González que entró en España lo hizo de la mano de un sacerdote que divulgó el arte de vanguardia

“Le doy el dibujo egoístamente para que se acuerde como sacerdote de mi padre”, le dijo con una suave ironía Roberta González a Alfons Roig la tarde de un sábado de septiembre de 1956, en París, cuando le regaló un dibujo a escoger entre los de su padre con la única condición de que fuese a parar a un museo tras su muerte y de que le hiciera llegar una fotografía del mismo. Según las antotaciones de su diario, la hija del gran escultor del hierro se mostró “un poco extrañada” al verle llamar a la puerta de su “casita con jardín”, en una “calle silenciosa y corta, retirada”, de la capital de Francia. “Tal vez por ser yo sacerdote”, conjeturó Alfons Roig.

Superada la sorpresa inicial, en aquel primer encuentro rememoraron, siempre según las anotaciones del sacerdote valenciano, algunos aspectos de la personalidad del gran escultor de quien aprendió Picasso a utilizar el hierro. Roig consigna el hecho de que hablaba catalán, de que tenía complejo de inferioridad porque era bajito; que era nervioso y “silencioso” o que era “profundamente religioso”. Tenía inquietud por la “trascendencia”, pero era “anticlerical”. Ese “anticlericalismo familiar” explica la broma amable que Roberta le dirigió a Alfons Roig al final de su conversación, cuando le regaló el dibujo y exclamó: “¡La primera obra de Julio González que entra en España y es usted el que la lleva!”.

¿Quién era aquel sacerdote? ¿Por qué visitó a Roberta González? Alfons Roig (Bétera, 1903- Gandia, 1987) visitó en los años 50 varias veces París, donde hizo amistad con la esposa de Kandinsky y contactó con personajes del mundo cultural y artístico. Profesor de “cultura cristiana y liturgia” en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, Roig representó la única incitación a abrir los ojos a las nuevas corrientes artísticas que los jóvenes aspirantes a pintores o escultores encontraron en pleno franquismo en un centro de enseñanza dominado por la rutina y el dogmatismo más estériles. Andreu Alfaro, Juan Genovés, Eusebio Sempere, Manolo Valdés, Manuel Hernández Mompó y muchos otros que acabarían convirtiéndose en nombres de referencia del arte moderno, encontraron en aquel profesor de religión a la única persona de la Escuela de Bellas Artes que les ayudó a explorar el arte abstracto y las propuestas de vanguardia; en definitiva, a buscar sus propios caminos creativos.

Alfons Roig, que se especializó en arquitectura religiosa, hizo escuela entre los artistas que descollarían a partir de los años sesenta. En su vejez se instaló en la ermita de Llutxent, que restauró ya en época democrática con ayuda de la Diputación de Valencia, a la que donó poco antes de su muerte su biblioteca y una pinacoteca personal formada por obras que le regalaron pintores y escultores de vanguardia. Picasso, Kandinsky o Vassarely estaban representados en ella. Fue algo más que un avanzado a su tiempo y su contexto. 

Dos años después de su muerte se inauguró el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), con la colección más importante de Julio González como núcleo, integrada por unas 400 obras, entre esculturas, dibujos, pinturas y piezas de orfebrería, reunidas gracias a diversas adquisiciones y a la donación de las herederas del escultor catalán (Barcelona, 1876, París 1942), Carmen Martínez y Viviane Grimminger.

Aquel fue un proyecto concebido por Tomàs Llorensy dirigido en sus orígenes por Carmen Alborch. Este año conmemora el IVAM sus 30 años y su programa ha incluido una nueva fantástica exposición, inaugurada hace unos dias y comisariada por Sergio Rubira, Josep Salvador e Irene Bonilla, que es una relectura de los fondos de Julio González en relación con astistas coetáneos como Pablo Picasso, Jean Arp, Constantin Brancusi, Alexander Calder, Jacques Lipchitz o David Smith.

Aquel dibujo que Alfons Roig introdujo en España en los años cincuenta, a la manera de un pionero, sin embargo, no está en el IVAM. Permanece custodiado con el resto de su pinacoteca, que incluye otra obra de Julio González de 1940 y una pintura de su hija Roberta, en el depósito de la Diputación de Valencia en Bétera.

Las dos obras de Julio González que donó Alfons Roig fueron incluidas en la exposición Pas a pas, que Pep Monter, uno de sus discípulos, presentó en 1999 en el valenciano Centre Cultura de la Beneficència. Monter ya había incluido en 1988 los textos de los dietarios (que Roig denominó quaderns) en los que se explica su visita a Roberta González en el catálogo de la exposición Alfons Roig i els seus amics, de 1988. En 2017, el Museu Valencià de la Il·lustració i la Modernitat (Muvim) organizó una exposición basada en su correspondencia sobre las relaciones de Alfons Roig con integrantes de la Generación del 27 como María Zambrano, Juan Gil-Albert, José Bergamín, Vicente Aleixandre o Emilio Prados. 

“Le doy el dibujo egoístamente para que se acuerde como sacerdote de mi padre”, le dijo con una suave ironía Roberta González a Alfons Roig la tarde de un sábado de septiembre de 1956, en París, cuando le regaló un dibujo a escoger entre los de su padre con la única condición de que fuese a parar a un museo tras su muerte y de que le hiciera llegar una fotografía del mismo. Según las antotaciones de su diario, la hija del gran escultor del hierro se mostró “un poco extrañada” al verle llamar a la puerta de su “casita con jardín”, en una “calle silenciosa y corta, retirada”, de la capital de Francia. “Tal vez por ser yo sacerdote”, conjeturó Alfons Roig.