Escocia ha dicho NO y el resultado, en general, no soluciona nada. Un 55% de los votos quiere decir que más o menos los escoceses están en contra de independizarse del Reino Unido. Pero también quiere decir que más o menos la otra mitad está a favor. Es una mayoría amplia pero no es una mayoría aplastante la que respalda la decisión final así que ambas partes se seguirán viendo legitimadas.
Visto así podría parecer que el referéndum escocés no ha servido absolutamente para nada. Pero no es cierto. La consulta en Escocia ha servido para dar una lección de madurez democrática al resto del mundo.
Es curioso que un país que todavía llama a sus ciudadanos súbditos sea capaz de tratar un tema tan visceral como la unidad del estado de una manera tan sumamente civilizada. Quizá sea cosa de la flema británica o quizá sea porque se trata del primer país de Europa en el que una revolución ciudadana fue capaz de decapitar a un rey. Desde entonces, más o menos, el Reino Unido cuenta con un Parlamento, peculiar eso sí, que ha proporcionado al Viejo Continente su democracia más estable y duradera, aunque tenga una Reina por cabeza del Estado.
La lección escocesa radica en que lejos de enquistarse en cuestiones irracionales, los partidarios de uno y otro bando han salido a la calle, han hecho campaña y han tratado de explicar pormenorizadamente el porqué de su opción. Y, por supuesto, ha respondido a los argumentos contrarios como mejor han podido.
En esencia eso es lo que uno espera de un país democrático. Que se pueda dirimir en las urnas y con un debate nacional claro y racional cualquier cuestión que plantea un conflicto. Y esa es, sencillamente, la lección que deberíamos aprender por aquí. Es cierto que el proceso escocés ha sido otro y no hay una analogía posible entre la historia de Escocia y la de Cataluña. Sin embargo a mí me gustaría que cundiese su ejemplo en cuanto a la serenidad con la que se ha tratado el asunto. Ojo, por ambas partes.
El primer paso en la consulta escocesa fue el de lograr el visto bueno de Londres para la misma. Algo que, obviamente, no se habría logrado sin una predisposición al diálogo por parte del Parlamento. Aunque eso supusiese para los conservadores británicos pasar un trago realmente malo.
Aquí, sin embargo, nadie parece estar dispuesto a dialogar y situarse en el lugar del otro. La consulta catalana se ha convocado unilateralmente aunque bien es cierto que se ha hecho así porque nadie en Madrid está dispuesto a hablar del asunto. Y el resultado es un debate estéril, visceral y continuo que sólo genera ruido y distrae a la opinión pública de otras cuestiones más acuciantes. Un debate baldío cuyo único efecto en realidad es erosionar la ya de por sí maltrecha calidad democrática de nuestro país.
Quizá las cosas se podrían hacer de otro modo. Hablando, razonando, discutiendo los pros y los contras de una independencia a todos los niveles, desde la Unión Europea hasta el mercado energético. Y después votar, por supuesto, de manera formada e informada. Quién sabe, quizá en ese caso el resultado nos daría una sorpresa. A todos.