Siempre habíamos creído que los tiempos turbulentos eran propicios para el arte y el pensamiento, bien sea porque en esos momentos la estructura de la vida humana se tambalea y corremos a apuntalarla, bien porque la damos por perdida y nos da por componer inspirados responsos. En el primer caso, la cultura se revela como una herramienta de supervivencia, y en el segundo pone de manifiesto su carácter consolador. Pero, siguiendo esa ley, ¿no deberíamos estar ahora mismo viviendo una de las épocas más gloriosas de las artes plásticas, el cine, la música o la literatura? ¿Por qué, en cambio, esta inanidad, esta falta de sustancia? A ver si estamos equivocados y, en lugar del apocalipsis, lo que se acerca es la plenitud arcádica. Algo nos ha freído las gónadas creativas, y todo indica que forma parte de las singularidades que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial, que afectaron al orden económico, al sociopolítico y, con ellos, al artístico. Hasta entonces habíamos cuestionado metódica y concienzudamente el arte académico, lo habíamos destripado con conocimiento de causa, y lo que empezó a hacerse a partir de aquel momento fue meterlo todo, tradición y modernidad, clasicismo y vanguardismo, en una hormigonera. Para ser eso que se llama creador en unos tiempos tan divertidos solo había que saber darle a la palanca, no hacía falta nada más. A los estudiantes de Bellas Artes se les empujó a hacer arte conceptual sin enseñarles antes a hacer la o con un canuto y así seguimos. Entre otras muchas genialidades, hemos embutido mierda dentro de una lata, hemos exhibido un plátano pegado a la pared, hemos sumergido un Cristo en orina y un tiburón en formol, y nos hemos sacado un pergamino del chumino delante del público. [Respectivamente, Merda d’artista (Piero Manzoni 1961), Comediante (Maurizio Cattelan, 2019), Cristo del Pis (Andrés Serrano 1987), The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (Damien Hirst 1991), e Interior Scroll (Carolee Schneemann 1975)]. La vocación escatológica ha quedado clara. ¿Seguimos, o podemos pasar a otra cosa?
De la posmodernidad, en tanto que movimiento estético, se ha dicho, entre otras cosas, que surgió para revertir el divorcio que se había producido entre el gran público y el arte de vanguardia, que era complejo, experimental, críptico y, por todas estas razones, elitista. Los tejemanejes del inframundo especulativo, marchantes, críticos, galeristas y casas de subastas no tenían nada que ver. El arte posmoderno llevó a cabo esta supuesta maniobra de rescate mediante la renuncia a toda aspiración trascendente, con el convencimiento de que es imposible el acceso a lo real, a partir de un relativismo a ultranza, del rechazo a cualquier autoridad intelectual y con el uso sistemático de la intertextualidad, es decir, la apropiación y el pastiche, todo ejecutado con una festiva irreverencia. El objetivo declarado era reparar el desfase entre la sociedad y el mundo artístico, pero de lo que se trataba —o al menos en eso derivó— era de cambiar la percepción general del arte, quitarle su aura iluminadora y convertirlo en algo banal. Poco a poco, todas las manifestaciones artísticas se volvieron insípidas e inoperantes más allá de un efímero efecto pirotécnico. Capacidad cuestionadora, cero. Así es como el arte dejó de ser el ariete de la modernidad y esta quedó triunfalmente sepultada bajo toneladas de tontería. Se atrajo a las masas con una ingente cantidad de quincalla reluciente para ampliar el mercado y, de paso, aparentando todo lo contrario, desactivar la habilidad transgresora del orden burgués que el artista moderno había desarrollado con cierto éxito, anular el poder transformador de las ideas y convertir en humo los deseos de emancipación que eran el motor del espíritu moderno.
Paralelamente, hemos asistido a la glorificación más o menos disimulada de la ignorancia, que es uno de los trucos más sucios del establishment, y hemos visto cómo la cultura se ha visto sometida a la más grosera ley del comercio: «Quien paga, manda». Y hay que ver qué cosas manda, porque, como siempre se ha dicho, y es verdad, la ignorancia, cuyo auge va parejo al de la venalidad, es muy atrevida. Justo cuando más evidente es el carácter holístico de la humanidad —algo que se expresa con creciente claridad a través de la globalización, los movimientos geopolíticos concatenados, la intensificación de la migración o la amenaza del colapso ecológico—, más aumenta el narcisismo, el repliegue de cada uno en su cáscara y su incapacidad para ver de qué material está hecho el relleno. Y más frívolo, vacío e inofensivo es cualquier discurso artístico, literario o filosófico. El honesto y generoso trasvase de conocimiento, con sus discrepancias y debates, que era la esencia de la vida intelectual, ha transmutado en mercadeo. Ahora el conocimiento, todo él, se vende, no se somete a discusión ni se comparte. Y hay un negocio próspero basado en la inmatriculación de ideas y su comercio, en su robo y contrabandeo. No solo de ideas; también de intangibles insospechados. Véase, por ejemplo, el saqueo de los repositorios enciclopédicos por parte de los dueños de la inteligencia artificial generativa, o los intentos de la industria del entretenimiento en convertirse en propietarios in aeternum de la voz, los gestos y expresiones de los actores.
Salvo excepciones, iniciativas a las que se hace todo lo posible por proscribir —etiquetándolas de piratería, por ejemplo—, hace tiempo que dejó de guiarnos la pulsión altruista. El trabajo creativo ha incrementado su presencia, pero ha perdido toda su relevancia porque su papel social ha cambiado de signo. «Nada humano me es ajeno» es una socorrida frase de Terencio —de uno de sus personajes— que vale tanto para decir que nos sentimos concernidos por todo lo que les pasa a nuestros semejantes, como para reivindicar nuestro derecho a entrometernos en sus asuntos. Es un pensamiento definitivamente arcaico, porque lo primero ya no lo sentimos, y lo segundo ya no nos está permitido en nombre, precisamente, del respeto que supuestamente le debemos al prójimo, en nombre de un respeto mal entendido. Han conseguido que nos sintamos ajenos a lo humano, que equivale a sentirnos ajenos a nosotros mismos. Por eso uno, con la perspectiva que le concede una cierta longevidad, tiene a veces la sensación de haber estado en contacto con las últimas generaciones de artistas, literatos o cineastas que se tomaron al ser humano en serio, y de vivir suspendido en una insoportable impostura generalizada a la que no le ve el final. Bueno, sí, se lo ve, y es muy poco halagüeño.
Siempre habíamos creído que los tiempos turbulentos eran propicios para el arte y el pensamiento, bien sea porque en esos momentos la estructura de la vida humana se tambalea y corremos a apuntalarla, bien porque la damos por perdida y nos da por componer inspirados responsos. En el primer caso, la cultura se revela como una herramienta de supervivencia, y en el segundo pone de manifiesto su carácter consolador. Pero, siguiendo esa ley, ¿no deberíamos estar ahora mismo viviendo una de las épocas más gloriosas de las artes plásticas, el cine, la música o la literatura? ¿Por qué, en cambio, esta inanidad, esta falta de sustancia? A ver si estamos equivocados y, en lugar del apocalipsis, lo que se acerca es la plenitud arcádica. Algo nos ha freído las gónadas creativas, y todo indica que forma parte de las singularidades que trajo consigo la Segunda Guerra Mundial, que afectaron al orden económico, al sociopolítico y, con ellos, al artístico. Hasta entonces habíamos cuestionado metódica y concienzudamente el arte académico, lo habíamos destripado con conocimiento de causa, y lo que empezó a hacerse a partir de aquel momento fue meterlo todo, tradición y modernidad, clasicismo y vanguardismo, en una hormigonera. Para ser eso que se llama creador en unos tiempos tan divertidos solo había que saber darle a la palanca, no hacía falta nada más. A los estudiantes de Bellas Artes se les empujó a hacer arte conceptual sin enseñarles antes a hacer la o con un canuto y así seguimos. Entre otras muchas genialidades, hemos embutido mierda dentro de una lata, hemos exhibido un plátano pegado a la pared, hemos sumergido un Cristo en orina y un tiburón en formol, y nos hemos sacado un pergamino del chumino delante del público. [Respectivamente, Merda d’artista (Piero Manzoni 1961), Comediante (Maurizio Cattelan, 2019), Cristo del Pis (Andrés Serrano 1987), The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (Damien Hirst 1991), e Interior Scroll (Carolee Schneemann 1975)]. La vocación escatológica ha quedado clara. ¿Seguimos, o podemos pasar a otra cosa?
De la posmodernidad, en tanto que movimiento estético, se ha dicho, entre otras cosas, que surgió para revertir el divorcio que se había producido entre el gran público y el arte de vanguardia, que era complejo, experimental, críptico y, por todas estas razones, elitista. Los tejemanejes del inframundo especulativo, marchantes, críticos, galeristas y casas de subastas no tenían nada que ver. El arte posmoderno llevó a cabo esta supuesta maniobra de rescate mediante la renuncia a toda aspiración trascendente, con el convencimiento de que es imposible el acceso a lo real, a partir de un relativismo a ultranza, del rechazo a cualquier autoridad intelectual y con el uso sistemático de la intertextualidad, es decir, la apropiación y el pastiche, todo ejecutado con una festiva irreverencia. El objetivo declarado era reparar el desfase entre la sociedad y el mundo artístico, pero de lo que se trataba —o al menos en eso derivó— era de cambiar la percepción general del arte, quitarle su aura iluminadora y convertirlo en algo banal. Poco a poco, todas las manifestaciones artísticas se volvieron insípidas e inoperantes más allá de un efímero efecto pirotécnico. Capacidad cuestionadora, cero. Así es como el arte dejó de ser el ariete de la modernidad y esta quedó triunfalmente sepultada bajo toneladas de tontería. Se atrajo a las masas con una ingente cantidad de quincalla reluciente para ampliar el mercado y, de paso, aparentando todo lo contrario, desactivar la habilidad transgresora del orden burgués que el artista moderno había desarrollado con cierto éxito, anular el poder transformador de las ideas y convertir en humo los deseos de emancipación que eran el motor del espíritu moderno.