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Hasta que el cuerpo aguante

27 de septiembre de 2024 10:45 h

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Quien nos iba a decir que algo tan prosaico como el parabrisas del coche se convertiría en el espejo de nuestra melancolía. Un día coges el coche para ir a Benidorm, a practicar idiomas un rato. Pasas por el lado de la Albufera, los arrozales de la Ribera Baixa, la Marjal de Pego-Oliva, la sierra de Bèrnia, atraviesas todos esos santuarios de ubérrima naturaleza, vas y vuelves, y al llegar a casa, picaduras de mosquito muchas, pero ya no ves en el cristal aquel engrudo de bichos aplastados que, no hace mucho, apenas te dejaba ver la carretera. Te percatas de que te has desplazado por una atmósfera sospechosamente inerte, muerta, desolada. Los insectos prácticamente han desaparecido de nuestro entorno y esa es la prueba incuestionable del desastre, el parabrisas contra el que se estrellan los abejorros negacionistas. Ni abejas espachurradas en los cristales ni gusanos en las manzanas ni luciérnagas en la noche ni moscas con las que entretenerte matando con la paleta en las pegajosas tardes de verano. Y a causa de todo eso no solo sufre la inspiración de los poetas y la eficacia de los maestros primorosos, que ya no pueden instar a los niños a maravillarse con mariposas y libélulas. Dicen los periódicos que también la cosecha mundial de frutas y verduras se desploma a la carrera por falta de polinizadores. Aunque, al parecer, ya hay quien ha encontrado remedio. Gracias a una aplicación —un marketplace digital— los agricultores pueden solicitar a los apicultores los servicios de polinización de sus abejas. La operación se formaliza online, y los intermediarios solo cobran un modesto 30% de lo que cuesta llevar las colmenas de un campo a otro. La economía colaborativa hace maravillas. Problema resuelto. Ya podemos seguir tranquilamente con lo que estábamos haciendo.

Porque de eso se trata. De seguir como si nada sin preocuparnos de las consecuencias. ¿Que la calidad del esperma baja por culpa de la contaminación, el estrés y otras menudencias? No pasa nada. Para eso están las clínicas de fertilización. Previo pago de una pequeña fortuna, pueden ustedes tener unos preciosos trillizos en cuanto le encontremos al macho de la pareja el último espermatozoide que le queda y se lo escurramos. Y si no lo conseguimos o no hay macho ni se le espera, aquí tienen ustedes fluido seminal en conserva de calidad garantizada. ¿Que está usted que se sale de comer tanta bollería industrial? Que no cunda el pánico. Estar de buen año no solo está de moda, sino que es motivo de orgullo. Fijémonos en la publicidad. La publicidad es la mejor amiga de la diversidad. En general, si prestamos atención a los anuncios, veremos que esto de las identidades es para ellos, para los mercaderes, una suculenta fuente de negocio, ya sea por razón de género, de etnia o de perímetro abdominal. Tienen árnica para todo el mundo. También para todas las dolencias. Cada una es una fuente de dividendos, desde la cuna a la tumba, ya se trate de un bebé incontinente, de alguien que sufre de dispepsia, de alguien que esté mellado, tenga almorranas, vaginitis atrófica o vuelva a mearse encima de puro viejo. Para todo hay paliativos a buen precio, aunque no cura ni remedio. Y todo bien a la vista, bien explícito, adecuadamente «normalizado», sin complejos. También se anuncian productos para luchar contra la obesidad, lo que puede parecer paradójico, pero no hay que hacer mucho caso, porque en realidad son para perpetuarla, para que siga siendo una oportunidad de negocio fabulosa. No son para que comamos de manera saludable, sino para que nos podamos seguir embuchando sin tasa. Para eso están las fórmulas light, los productos que van libres de grasa, de azúcar, de aceite de palma, de esto o de lo de más allá, excepto de lo que callan las etiquetas, eso se regula en los despachos.

Las autoridades van variando las «cifras tolerables» de mercurio, plomo, arsénico, acrilamida, glifosfatos, pesticidas, dioxinas, nitratos, bisfenoles y demás sustancias con las que nos estamos envenenando. No lo hacen para cuidar nuestra salud y la suya, sino para alargar la vida a industrias cuyos productos deberían figurar en la misma categoría que las armas de destrucción masiva, como las agroquímicas y las fitosanitarias, que han roto irremediablemente la cadena trófica. El ecologismo institucional está lleno de contradicciones, empezando por el reciclaje, que desplaza el problema al usuario, lo convierte en un negocio más y no lo soluciona, todo a fin de que el comercio prosiga contaminando. Y así con todas las medidas «sostenibles», ya se inscriban en un descarado greenwhasing o sean fruto de las mejores intenciones. Se sustituyen las fuentes de energía fósiles por otras supuestamente renovables, pero el consumo de energía en los últimos diez años, a nivel mundial, ha subido y sigue subiendo a razón de un 1,5% de promedio, y la cantidad de emisiones de efecto invernadero ha aumentado un 3,7% en total. Se sustituye el coche de combustión por el eléctrico, pero no se afronta el verdadero problema, que es nuestra dependencia de la locomoción individual y privada. Se diseñan grandes estructuras ferroviarias, pero estas no sustituyen a las autopistas ni articulan, como antes, un territorio cada vez más degradado, sino que generan un nuevo tráfico que se superpone al de carretera y, como todas las grandes infraestructuras, destruyen el hábitat en el que se asientan, directamente y mediante la especulación que surge a su alrededor. Mientras tanto, contradiciendo el discurso oficial sostenible se impulsa desde las administraciones la ampliación de los puertos, de los que no hace falta hablar aquí, ya hablan las chimeneas de buques y trasatlánticos. A lo que hay que añadir que, a poco que escarbes, tras cualquier medida, sea del género que sea, te encuentras algún lobby y alguna corporación cosechando beneficios. Todas las iniciativas que se toman con la intención declarada de «cuidar el planeta» están diseñadas para mantener un modelo productivo y un modo de vida insostenibles. Eso no se toca. Todo vale menos recular o, al menos, parar, darle a la naturaleza y darnos a nosotros un respiro, decrecer.

La clave, por una vez, nos la da un anuncio de televisión. «Podríamos vivir varias generaciones sin fabricar cosas nuevas», nos dicen los de Wallapop, otros que practican la tramposamente llamada economía colaborativa. Dado que facturan cien millones al año gracias al intercambio de productos de segunda mano, que necesariamente han de ser antes de primera, su argumento podría considerarse oportunista, pero no por ello deja de ser verdad. Antes o después tendremos que empezar a hablar de decrecimiento, a valorar las cosas por su valor de uso y no por su valor de cambio, a tomarnos en serio el consumo de proximidad, a poner coto a la economía especulativa, a dejar de considerar el PIB el principal indicativo de bienestar… Delirios de columnista engagé, sí, pero si no hacemos todo eso por las buenas, de manera planificada, acabaremos haciendo algo parecido por necesidad, y no será ni ordenado ni pacífico. Es decir, que no lo será. Los que tienen la sartén por el mango la tienen cada vez más fuertemente cogida, y cada vez está más claro que su intención es abandonarnos a nuestra suerte tras reservarse un contingente de modernos siervos de la gleba cuya misión, como en los buenos tiempos, será procurarles a ellos la gran vida a cambio de conservar la propia y poco más. Al paso que vamos no hay otra manera de que salgan las cuentas. La gente, además de ser víctima de su incapacidad de renuncia, se lo huele. Y debe ser por eso por lo que aumenta el número de nihilistas de chichinabo que se dedican a zampar, tirarse pedos, dormir, copular, dar por saco a los vecinos, quemar toda la gasolina que pueden sufragarse, hacer muchas fotos y así hasta que el cuerpo aguante o llegue la hora del sacrificio. Y los infelices creen estar despidiéndose del mundo a la manera de La grande bouffe, a pesar de que no pueden permitirse las ostras, el páté de canard y demás gollerías que cocinaba Ugo Tognazzi en la presciente película de Marco Ferreri. Tan solo les alcanza para una cerveza, 0,0, por supuesto, y unos cubos de alitas fritas bien cargadas de bacterias, antibióticos y arsénico proveniente del pienso que se les da a los pollos para que engorden deprisa. Todo dentro de los niveles autorizados, faltaba más.

Quien nos iba a decir que algo tan prosaico como el parabrisas del coche se convertiría en el espejo de nuestra melancolía. Un día coges el coche para ir a Benidorm, a practicar idiomas un rato. Pasas por el lado de la Albufera, los arrozales de la Ribera Baixa, la Marjal de Pego-Oliva, la sierra de Bèrnia, atraviesas todos esos santuarios de ubérrima naturaleza, vas y vuelves, y al llegar a casa, picaduras de mosquito muchas, pero ya no ves en el cristal aquel engrudo de bichos aplastados que, no hace mucho, apenas te dejaba ver la carretera. Te percatas de que te has desplazado por una atmósfera sospechosamente inerte, muerta, desolada. Los insectos prácticamente han desaparecido de nuestro entorno y esa es la prueba incuestionable del desastre, el parabrisas contra el que se estrellan los abejorros negacionistas. Ni abejas espachurradas en los cristales ni gusanos en las manzanas ni luciérnagas en la noche ni moscas con las que entretenerte matando con la paleta en las pegajosas tardes de verano. Y a causa de todo eso no solo sufre la inspiración de los poetas y la eficacia de los maestros primorosos, que ya no pueden instar a los niños a maravillarse con mariposas y libélulas. Dicen los periódicos que también la cosecha mundial de frutas y verduras se desploma a la carrera por falta de polinizadores. Aunque, al parecer, ya hay quien ha encontrado remedio. Gracias a una aplicación —un marketplace digital— los agricultores pueden solicitar a los apicultores los servicios de polinización de sus abejas. La operación se formaliza online, y los intermediarios solo cobran un modesto 30% de lo que cuesta llevar las colmenas de un campo a otro. La economía colaborativa hace maravillas. Problema resuelto. Ya podemos seguir tranquilamente con lo que estábamos haciendo.

Porque de eso se trata. De seguir como si nada sin preocuparnos de las consecuencias. ¿Que la calidad del esperma baja por culpa de la contaminación, el estrés y otras menudencias? No pasa nada. Para eso están las clínicas de fertilización. Previo pago de una pequeña fortuna, pueden ustedes tener unos preciosos trillizos en cuanto le encontremos al macho de la pareja el último espermatozoide que le queda y se lo escurramos. Y si no lo conseguimos o no hay macho ni se le espera, aquí tienen ustedes fluido seminal en conserva de calidad garantizada. ¿Que está usted que se sale de comer tanta bollería industrial? Que no cunda el pánico. Estar de buen año no solo está de moda, sino que es motivo de orgullo. Fijémonos en la publicidad. La publicidad es la mejor amiga de la diversidad. En general, si prestamos atención a los anuncios, veremos que esto de las identidades es para ellos, para los mercaderes, una suculenta fuente de negocio, ya sea por razón de género, de etnia o de perímetro abdominal. Tienen árnica para todo el mundo. También para todas las dolencias. Cada una es una fuente de dividendos, desde la cuna a la tumba, ya se trate de un bebé incontinente, de alguien que sufre de dispepsia, de alguien que esté mellado, tenga almorranas, vaginitis atrófica o vuelva a mearse encima de puro viejo. Para todo hay paliativos a buen precio, aunque no cura ni remedio. Y todo bien a la vista, bien explícito, adecuadamente «normalizado», sin complejos. También se anuncian productos para luchar contra la obesidad, lo que puede parecer paradójico, pero no hay que hacer mucho caso, porque en realidad son para perpetuarla, para que siga siendo una oportunidad de negocio fabulosa. No son para que comamos de manera saludable, sino para que nos podamos seguir embuchando sin tasa. Para eso están las fórmulas light, los productos que van libres de grasa, de azúcar, de aceite de palma, de esto o de lo de más allá, excepto de lo que callan las etiquetas, eso se regula en los despachos.