No hace mucho, un buen amigo en calidad de autor y este que plañe en calidad de torpe muñidor, propusieron a las instancias pertinentes la publicación de una biografía sobre José María Morera, elaborada a partir del testimonio del propio dramaturgo y documentada con sus archivos personales. Por coherencia, no voy a extenderme en explicar quién era Morera. «Morera y ya está», como dijo él mismo con lúcido fatalismo y un pie en la tumba. La respuesta que obtuvimos por parte de la experimentada funcionaria que nos atendió, que conocía muy bien a Morera, su obra y su importancia, fue que «lamentablemente este tipo de temas no son prioritarios en estos momentos». Nos quedó claro que la administración no iba a dedicar un solo euro a apoyar la publicación de la monografía. Ni siquiera valía la pena evaluar la posibilidad de hacerlo. ¿Y cuáles eran y son las prioridades de la administración en lo que a la difusión cultural se refiere? Echen ustedes mismos un vistazo a la política de subvenciones en ese ámbito, y a lo que de ahí sale, y obtendrán la respuesta.
«Hasta los gatos quieren zapatos», dice el dicho, y alguien los está calzando a todos. Así no hay manera de diferenciar a los que tienen las garras afiladas de los que llevan la manicura hecha o se comen las uñas. Al tener cada uno su altavoz, que le permite gritar tan alto como quiera, no importa lo que diga, todos parece que decimos lo mismo y todo lo que decimos parece tener el mismo valor. No son pocos los que se toman en serio aquello que dijo Joseph Beuys con supuesto ánimo democratizador. Según él «todos somos artistas». Pretendía ser un lema anticapitalista, pero resulta que al capitalismo le gusta la idea y le da pábulo. La razón no es difícil de encontrar. El reclamo no es más cierto que aquel otro que dice que cualquiera puede llegar a ser presidente, pero transmite mucho consuelo y favorece la consecución de un propósito maligno, que es el de acabar con el arte, o por lo menos convertirlo en una cosa diferente de lo que en algún tiempo fue o aspiró a ser. Nada iguala tanto como la nada, y siempre ha sido conveniente acabar con los paradigmas incómodos. Que todos podamos ser singulares implica que nadie lo sea. Qué descanso y qué comodidad para la consecución de según qué propósitos.
Últimamente se llama cultura a la mera escenificación de programas ideológicos mejor o peor articulados. Un enorme aparato suprerestructural se dedica a codificar, cuando no a crear, vidas vacías e identidades erráticas que los políticos prometen llenar y encauzar mediante fórmulas inciertas que nunca pasan por tocar lo esencial, que es la estructura económica. Mientras tanto, esta se va modificando, pero de una manera opaca y en un sentido contrario a los intereses de los destinatarios de ese discurso político, discurso que circula encapsulado en unos productos culturales que a su vez van envueltos en una promesa de sentido. Una industria cultural cautiva, o cómplice sin más, procura ejecutar de la manera más eficaz posible este cometido, se asocia con las fuerzas alienantes y se nutre de artistas que desempeñan su papel sin hacer demasiadas preguntas, o que, si las hacen, no sean demasiado complicadas, que no den por el saco, por decirlo paladinamente.
Hay que dar paso a la insignificancia, y la receta requiere ensañarse con ciertos productos que, no por pertenecer al pasado, están muertos. Se trata de banalizarlos o denigrarlos desde la perspectiva del nuevo maniqueísmo a fin de eliminar todo su potencial, su capacidad de impugnar los nuevos marcos mentales. A muchos se les barre debajo de la alfombra, previa medalla o sentido acto de homenaje, como ya hicieron con Morera. Otros casos son más arduos y requieren métodos más sofisticados, pero nada complicados, siempre basados en una chismorrería ramplona, asequible a las mentes más sencillas. Así, Picasso deja de ser el artista complejo que fue para pasar a ser, por encima de cualquier otra consideración, un sátiro misógino y cruel, como también Schopenhauer; Nabokov un pedófilo, al igual que el sumamente incómodo Balthus; Voltaire un esclavista, e incluso Cervantes un antisemita. Caravaggio —ahora mismo de actualidad— también era un criminal, pero sus cuadros se cotizan demasiado como para andarse con tonterías. Y al fin y al cabo tan solo mató a otro gallito buscapleitos como él, así que no hay caso. Moralismo selectivo de alcance controlado. Recuperar o perder la memoria según el qué, el cómo y el para qué, con una frivolidad y una osadía que tan solo se pueden atribuir a la ignorancia o a una maldad calculada, aunque todo indica que hay más de lo primero que de lo segundo. Por desgracia, porque la ignorancia contumaz es más difícil de combatir que la mala leche.
Luego los ves, a unos y a otros, tratando de construir una modernidad ahistórica. Pero no hay nada, ni las más insustanciales naderías, que pueda sustentarse en el vacío. La Roma visible se vendría abajo sin los muchos estratos sobre los que se asienta. Y como son incapaces de deconstruir lo que no se molestan en entender, se limitan a ponerle una nariz de payaso a todo lo que pillan. Después de décadas de necia soberbia están incapacitados para hacer otra cosa. Es la alargada sombra de Duchamp pintándole unos bigotes a la Gioconda. Dos trazos y voilà, ya somos modernos, ya hemos vencido a la carcunda. Una bolita de espuma en la nariz y ya somos artistas, un par de retoques semánticos y ya hemos hecho la revolución. El mundo se ha convertido en una permanente fiesta de disfraces. Tanto la cultura como la política se han devaluado hasta lo irrisorio. La primera, en demasiadas ocasiones, se queda en la idea, en la ocurrencia más bien, y no designa siquiera la habilidad para hacer algo. La segunda se ha convertido en un baile de máscaras lleno de impostores.
No hace mucho, un buen amigo en calidad de autor y este que plañe en calidad de torpe muñidor, propusieron a las instancias pertinentes la publicación de una biografía sobre José María Morera, elaborada a partir del testimonio del propio dramaturgo y documentada con sus archivos personales. Por coherencia, no voy a extenderme en explicar quién era Morera. «Morera y ya está», como dijo él mismo con lúcido fatalismo y un pie en la tumba. La respuesta que obtuvimos por parte de la experimentada funcionaria que nos atendió, que conocía muy bien a Morera, su obra y su importancia, fue que «lamentablemente este tipo de temas no son prioritarios en estos momentos». Nos quedó claro que la administración no iba a dedicar un solo euro a apoyar la publicación de la monografía. Ni siquiera valía la pena evaluar la posibilidad de hacerlo. ¿Y cuáles eran y son las prioridades de la administración en lo que a la difusión cultural se refiere? Echen ustedes mismos un vistazo a la política de subvenciones en ese ámbito, y a lo que de ahí sale, y obtendrán la respuesta.
«Hasta los gatos quieren zapatos», dice el dicho, y alguien los está calzando a todos. Así no hay manera de diferenciar a los que tienen las garras afiladas de los que llevan la manicura hecha o se comen las uñas. Al tener cada uno su altavoz, que le permite gritar tan alto como quiera, no importa lo que diga, todos parece que decimos lo mismo y todo lo que decimos parece tener el mismo valor. No son pocos los que se toman en serio aquello que dijo Joseph Beuys con supuesto ánimo democratizador. Según él «todos somos artistas». Pretendía ser un lema anticapitalista, pero resulta que al capitalismo le gusta la idea y le da pábulo. La razón no es difícil de encontrar. El reclamo no es más cierto que aquel otro que dice que cualquiera puede llegar a ser presidente, pero transmite mucho consuelo y favorece la consecución de un propósito maligno, que es el de acabar con el arte, o por lo menos convertirlo en una cosa diferente de lo que en algún tiempo fue o aspiró a ser. Nada iguala tanto como la nada, y siempre ha sido conveniente acabar con los paradigmas incómodos. Que todos podamos ser singulares implica que nadie lo sea. Qué descanso y qué comodidad para la consecución de según qué propósitos.