Ahora mismo, cualquiera puede montarse una televisión de la señorita Pepis en Youtube para decir la suya. También puede hacerlo en Facebook, X, Instagram, Tick Tock, Forocoches, Menéame y otros mil sitios donde elegir. Y puede valorar sus compras en Amazon, glosar sus experiencias gastronómicas en Tripadvisor, publicar críticas de cine en Filmaffinity, comentar artículos y columnas periodísticas, intervenir en la radio, participar en todo tipo de encuestas y difundir todo o casi todo lo que le plazca a través de Gmail, Telegram o WhatsApp. Pronunciarnos sobre lo humano y lo divino, más que una prerrogativa, se ha convertido en una obligación que cuesta cada vez más eludir. No hay sustancia suficiente en nosotros para atender lo que se nos presenta como oferta, pero es demanda; obligación, más que derecho. Y, aun así, de vez en cuando hay quien exige aún más espacios donde meter la cuchara. Como una conocida asociación, que con ánimo reivindicativo organizó hace un par de años un encuentro virtual bajo el lema «El derecho de acceso a los medios de comunicación, asignatura pendiente en España». Es un ejemplo algo antiguo, pero viene al caso, sobre todo, por la ilustración involuntariamente caricaturesca que presidía la newsletter, el pasquín virtual de la convocatoria. Mostraba a una hilera de personas entrando, como ratones en el reino de Hamelín, en una especie de jaula-televisor gigantesco, a través de cuya pantalla se veía a una muchedumbre en actitud festiva. Viendo aquel dibujo, uno se preguntaba quiénes serían los espectadores una vez estuviéramos todos dentro de esa pecera electrónica, situación a la que, según todas las evidencias, ya hemos llegado.
No pocas veces, por no decir siempre, los espacios pretendidamente participativos sirven exactamente para lo contrario de lo que proclaman. El acceso a los medios de comunicación de masas y la aparición de las redes sociales han incrementado la libertad de expresión, pero lo que se dice está cada vez más acotado, más «mediatizado» por los vehículos a través de los que nos expresamos. Estos fomentan un empoderamiento engañoso, perpetúan el espíritu tribal, el refuerzo circular de determinadas ideas, la retroalimentación ideológica, la segmentación interesada de la opinión pública, el hooliganismo, los linchamientos, la conspiranoia, la desconfianza hacia la información que nos llega extramuros del espacio en el que cada uno se atrinchera. El acceso a un sinnúmero de medios por parte de cualquiera enrasa todas las opiniones y reduce el valor del conjunto al de la menos sensata, y la eficacia y el valor de las palabras disminuye en proporción directa a la facilidad con que pueden difundirse. Hay quienes, no sin fundamento, desprecian lo que circula en esos espacios de opinión porque consideran que tan solo son escaparates diseñados para que unos pocos, especialmente insistentes, desahoguen su frustración y exhiban sus obsesiones. Y, ciertamente, como apuntó Umberto Eco con desdén, sustituyen la barra del bar, el banco de espera de la peluquería o la cola de la carnicería. Pero lo que en ellos se dice no es tan desdeñable como parece. Es aquello que antaño se llamaba «la voz de la calle», y si no vives en una cámara de resonancia mediática, si sales a menudo de tu barrio, de tu gueto particular, si abres bien las orejas, escuchando esa voz e interpretándola adecuadamente acabas haciéndote una idea bastante cabal de por dónde y hacia dónde va el mundo.
Es una actividad masoquista, pero no hay como frecuentar los foros y las secciones de comentarios de los periódicos para ver lo aceitados que corren los bulos, cómo se atascan las verdades, qué relatos han calado y hasta qué punto lo han hecho. Y para los que se dedican a esas cosas, esos sitios también son canteras en las que encontrar hilos argumentativos a partir de los cuales mejorar los relatos que se han puesto en circulación y crear otros nuevos. Puede que en el pasado fuera un derecho a conquistar, pero ahora no es que nos dejen decir lo que pensamos, es que exigen saberlo, necesitan saberlo. En el ámbito acotado del márquetin, el mecanismo funciona con transparencia, se pide explícitamente el feedback, la retroalimentación por parte del consumidor a fin de encasquetarle mejor la mercancía. Y en el ámbito de la política ocurre otro tanto. Cuando llega el día de las elecciones ya hemos votado mil veces, y ellos saben a quién. Por eso hay que tener cuidado con lo que reclamamos. Todo se ha vuelto tan enrevesado que, a veces, creyendo que estamos carcomiendo los fundamentos del sistema, los estamos reforzando. Las cosas han cambiado mucho desde que Walter Benjamin analizara el impacto que el desarrollo tecnológico iba a tener en el futuro de la comunicación y cómo iba a influir en el devenir de las sociedades. Pronosticó que iban a ser bidireccional y participativa, pero estaba lejos de imaginar hasta qué punto algunos conseguirían reconducir esos avances tan aparentemente democráticos para utilizarlos en beneficio propio.
Justo ahora, cuando nuestra opinión cuenta menos que nunca, hay montada una espectacular mascarada participativa. Han hecho de cada uno de nosotros un bocazas irreflexivo e incontinente al que se le escapan whatsapps y tuits sobre la marcha, como las boñigas a los caballos. «Participar», acceder a más medios no es precisamente lo que más falta nos hace. No son nuestras palabras lo que puede inquietar a la clase dominante, sino que dejemos de ser libros abiertos, o mejor, móviles encendidos. No estaría de más volver a aquellos tiempos en que parecía que en nuestra mente anidaba algo de misterio, ser de nuevo imprevisibles, un enigma, conspiradores en potencia, una amenaza a desentrañar. Posiblemente, ahora mismo, la solución a nuestros problemas pasa por abandonar las ansias de ser trasparentes, de formar parte del espectáculo, no ceder a esa exigencia, dar la espalda a esos medios incluso como espectadores, secarlos, privarlos de savia, dejar de cebarlos con nuestros complejos, deseos insatisfechos y esperanzas, dar forma a todo eso en nuestro interior y dejar que madure antes de darle algún uso que vaya más allá de su maquinal y vana exhibición en la plaza pública. En no pocos sentidos estamos metidos en una guerra, y puede que, ahora mismo, una de nuestras mejores armas, de las pocas que nos quedan, sea el silencio, no la palabra. Y, no sé, ensayar la mirada torva, tal vez; nadie está diciendo que nos quedemos quietos. Puede que callando llegáramos a parecer otra vez más inteligentes de lo que somos. Es nuestra única opción para que no nos vean venir, para darles en el hocico cuando menos se lo esperen. Pero, aparte de que nada indica que estemos por la labor, tampoco tenemos garantizado el éxito. Teniendo en cuenta lo vulnerables que nos hemos hecho con nuestro exhibicionismo desenfrenado, nos costará mucho volver a inspirar un cierto respeto, para que nos vamos a engañar.
Ahora mismo, cualquiera puede montarse una televisión de la señorita Pepis en Youtube para decir la suya. También puede hacerlo en Facebook, X, Instagram, Tick Tock, Forocoches, Menéame y otros mil sitios donde elegir. Y puede valorar sus compras en Amazon, glosar sus experiencias gastronómicas en Tripadvisor, publicar críticas de cine en Filmaffinity, comentar artículos y columnas periodísticas, intervenir en la radio, participar en todo tipo de encuestas y difundir todo o casi todo lo que le plazca a través de Gmail, Telegram o WhatsApp. Pronunciarnos sobre lo humano y lo divino, más que una prerrogativa, se ha convertido en una obligación que cuesta cada vez más eludir. No hay sustancia suficiente en nosotros para atender lo que se nos presenta como oferta, pero es demanda; obligación, más que derecho. Y, aun así, de vez en cuando hay quien exige aún más espacios donde meter la cuchara. Como una conocida asociación, que con ánimo reivindicativo organizó hace un par de años un encuentro virtual bajo el lema «El derecho de acceso a los medios de comunicación, asignatura pendiente en España». Es un ejemplo algo antiguo, pero viene al caso, sobre todo, por la ilustración involuntariamente caricaturesca que presidía la newsletter, el pasquín virtual de la convocatoria. Mostraba a una hilera de personas entrando, como ratones en el reino de Hamelín, en una especie de jaula-televisor gigantesco, a través de cuya pantalla se veía a una muchedumbre en actitud festiva. Viendo aquel dibujo, uno se preguntaba quiénes serían los espectadores una vez estuviéramos todos dentro de esa pecera electrónica, situación a la que, según todas las evidencias, ya hemos llegado.
No pocas veces, por no decir siempre, los espacios pretendidamente participativos sirven exactamente para lo contrario de lo que proclaman. El acceso a los medios de comunicación de masas y la aparición de las redes sociales han incrementado la libertad de expresión, pero lo que se dice está cada vez más acotado, más «mediatizado» por los vehículos a través de los que nos expresamos. Estos fomentan un empoderamiento engañoso, perpetúan el espíritu tribal, el refuerzo circular de determinadas ideas, la retroalimentación ideológica, la segmentación interesada de la opinión pública, el hooliganismo, los linchamientos, la conspiranoia, la desconfianza hacia la información que nos llega extramuros del espacio en el que cada uno se atrinchera. El acceso a un sinnúmero de medios por parte de cualquiera enrasa todas las opiniones y reduce el valor del conjunto al de la menos sensata, y la eficacia y el valor de las palabras disminuye en proporción directa a la facilidad con que pueden difundirse. Hay quienes, no sin fundamento, desprecian lo que circula en esos espacios de opinión porque consideran que tan solo son escaparates diseñados para que unos pocos, especialmente insistentes, desahoguen su frustración y exhiban sus obsesiones. Y, ciertamente, como apuntó Umberto Eco con desdén, sustituyen la barra del bar, el banco de espera de la peluquería o la cola de la carnicería. Pero lo que en ellos se dice no es tan desdeñable como parece. Es aquello que antaño se llamaba «la voz de la calle», y si no vives en una cámara de resonancia mediática, si sales a menudo de tu barrio, de tu gueto particular, si abres bien las orejas, escuchando esa voz e interpretándola adecuadamente acabas haciéndote una idea bastante cabal de por dónde y hacia dónde va el mundo.