El otro día echaron El tercer hombre por un canal de televisión de esos de baratillo a la hora de la comida. Lo de «echar» pocas veces ha estado mejor dicho. Era algo que provocaba una tristeza infinita. La copia era mala, borrosa, el formato inadecuado, achatado para que encajara en el marco de un televisor actual, y el sonido tan malo que apenas se entendía nada. Pero la tristeza no venía por eso. Los cinéfilos de mi generación hemos visto películas sentados en el palo de un gallinero. Hemos asistido con arrobo a sesiones infames de cineclub cuyos proyectores carecían de lentes anamórficas y hacían que los personajes parecieran figurantes de Encuentros en la tercera fase, espantosa muestra de cine comercial que estaba felizmente por rodar. Hemos visto copias piratas en 16 mm de obras prohibidísimas, como una de Viridiana que circuló clandestinamente durante años y cuya imagen estaba tan contrastada que parecía de dibujos animados. Por no citar las legendarias proyecciones de El acorazado Potemkin en una copia de 8 mm a la que no le faltaba ninguna raya. La tristeza ante esas imágenes degradadas de El tercer hombre no la producía, pues, la mala calidad de la emisión televisiva. Me atrevo a decir que era una melancolía similar a que la que debió llevar a Stefan Zweig al suicidio. En su caso fue el dolor ante destrucción de la cultura europea de la primera mitad del siglo XX. En este, el que produce ver como algunos insensatos destruyen lo que quedó de aquella mitad, lo que produjo la otra y el concepto mismo de cultura.
En algún tiempo, el pase por televisión de El tercer hombre, de Ciudadano Kane, de El crepúsculo de los dioses, de Solo ante el peligro, de El Ladrón de bicicletas, o incluso de King Kong, la del 33, suponía un acontecimiento que tenía un gozoso efecto socializador. Estábamos en el franquismo, así que recordaré prudentemente que correlación no implica causalidad. Hablo de un tiempo en que la televisión era aquí un monopolio público, como en el resto de Europa, que funcionaba bajo un férreo control político. Pero también era un tiempo en que, tanto aquí como en el resto del mundo, la era de la información todavía no había trastocado fatalmente la vida de las gentes. Se pasaban dos o tres películas a la semana, como mucho, que los encargados de programarlas procuraban que tuvieran un cierto barniz de prestigio, siempre dentro del marco impuesto por la censura. Y su visionado era una celebración colectiva. Quien no tenía televisor iba al casino o lo buscaba entre el vecindario. El pase finalizaba antes de la medianoche, tras lo cual la emisión se apagaba y todos a planchar la oreja. A la mañana siguiente, a la hora del almuerzo, media población estaba hablando del turbador discurso sobre la relación entre maldad y progreso, que Orson Welles/Harry Lime había pronunciado junto a la noria del Prater de Viena. Conversaciones similares tenían lugar todos los días, y podían versar, como en este caso, sobre a una película, sobre la última obra de teatro de Estudio 1, o sobre el episodio semanal de Historias para no dormir. El efecto sociológico era el mismo.
Visto en perspectiva, estábamos en la fase supernova de la cultura de transmisión oral, cuya desaparición iba a dar lugar a algo muy diferente. Hoy cada uno llega al trabajo (quien lo tiene) con los oídos taponados por su particular música tribal. Y si se da el caso de que se pongan a hablar entre sí, se produce un efecto babélico, porque unos vieron anoche la serie de moda de Netflix, otros la de Movistar, otros la de Amazon Prime y algunos hicieron compañía a la yaya y vieron el concurso de Telecinco. Aquel efecto centrípeto que tenía la televisión inicialmente, reuniendo a familia y vecinos a su alrededor por las noches, y a los compañeros de trabajo alrededor de una conversación por las mañanas, los modernos medios de comunicación de masas lo han convertido en una poderosa fuerza centrífuga. Antes estábamos todos dentro del mismo corral pero más o menos en sintonía aun en las discrepancias más feroces. Sin llegar a suscribir que «contra Franco vivíamos mejor», hay que reconocer que por lo menos hablábamos un lenguaje común, nos entendíamos con relativa facilidad. Ahora ya no. Continuamos encerrados todos en una misma cochiquera, pero convenientemente compartimentados en universos paralelos. La rebelión en la granja es más difícil que se produzca en las actuales circunstancias que en la famosa sátira imaginada por Orwell (Animal Farm) o en algunas realidades que se le parecían más y resultaron ser más duraderas que la que le había servido de inspiración.
Hoy, viendo a Orson Welles corriendo como una rata por las ruinas de la vieja Europa ante la impavidez de la parroquia, que engulle el menú como de trámite, cruzando relatos que no convergen por mucho que se parezcan, viendo, como digo, las imágenes de El tercer hombre convertidas en escombros, que se mezclan con otros productos que nacen ya como escombros con los que rellenar eso que se llama «la programación» —la nuestra—, uno se siente como se sentiría Lorenzo de Medici si en el siglo XV hubiera visto a alguien limpiarse el culo con la Gioconda. O como Zweig cuando, hacia el final de sus días, «con un equipaje tan ligero como sus esperanzas», escribió que «en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva». Como buen humanista de raíces ilustradas, Zweig estaba aterrado ante la constatación de que la cultura no era el muro de contención de la barbarie que el creía. Los nuevos bárbaros también parecen haberlo descubierto y no tratan de poner nuestro intelecto en dique seco como hacían sus predecesores; su estrategia consiste en anegarlo con cantidades ingentes de «cultura» previamente convertida en mierda. Llenar de mierda nuestro magín es la manera que tienen de vaciarlo. Lo suyo no es la censura, es —entre otras cosas— la indiferencia hacia todo lo que dicen proteger, su frivolización, su instrumentalización, un desprecio absoluto y sin paliativos hacia las obras, hacia sus autores y hacia el público, entendido el conjunto —autores, obras y público— como una mercancía de la que se saben propietarios y a la que hay que sacar todo el rendimiento posible.
El otro día echaron El tercer hombre por un canal de televisión de esos de baratillo a la hora de la comida. Lo de «echar» pocas veces ha estado mejor dicho. Era algo que provocaba una tristeza infinita. La copia era mala, borrosa, el formato inadecuado, achatado para que encajara en el marco de un televisor actual, y el sonido tan malo que apenas se entendía nada. Pero la tristeza no venía por eso. Los cinéfilos de mi generación hemos visto películas sentados en el palo de un gallinero. Hemos asistido con arrobo a sesiones infames de cineclub cuyos proyectores carecían de lentes anamórficas y hacían que los personajes parecieran figurantes de Encuentros en la tercera fase, espantosa muestra de cine comercial que estaba felizmente por rodar. Hemos visto copias piratas en 16 mm de obras prohibidísimas, como una de Viridiana que circuló clandestinamente durante años y cuya imagen estaba tan contrastada que parecía de dibujos animados. Por no citar las legendarias proyecciones de El acorazado Potemkin en una copia de 8 mm a la que no le faltaba ninguna raya. La tristeza ante esas imágenes degradadas de El tercer hombre no la producía, pues, la mala calidad de la emisión televisiva. Me atrevo a decir que era una melancolía similar a que la que debió llevar a Stefan Zweig al suicidio. En su caso fue el dolor ante destrucción de la cultura europea de la primera mitad del siglo XX. En este, el que produce ver como algunos insensatos destruyen lo que quedó de aquella mitad, lo que produjo la otra y el concepto mismo de cultura.
En algún tiempo, el pase por televisión de El tercer hombre, de Ciudadano Kane, de El crepúsculo de los dioses, de Solo ante el peligro, de El Ladrón de bicicletas, o incluso de King Kong, la del 33, suponía un acontecimiento que tenía un gozoso efecto socializador. Estábamos en el franquismo, así que recordaré prudentemente que correlación no implica causalidad. Hablo de un tiempo en que la televisión era aquí un monopolio público, como en el resto de Europa, que funcionaba bajo un férreo control político. Pero también era un tiempo en que, tanto aquí como en el resto del mundo, la era de la información todavía no había trastocado fatalmente la vida de las gentes. Se pasaban dos o tres películas a la semana, como mucho, que los encargados de programarlas procuraban que tuvieran un cierto barniz de prestigio, siempre dentro del marco impuesto por la censura. Y su visionado era una celebración colectiva. Quien no tenía televisor iba al casino o lo buscaba entre el vecindario. El pase finalizaba antes de la medianoche, tras lo cual la emisión se apagaba y todos a planchar la oreja. A la mañana siguiente, a la hora del almuerzo, media población estaba hablando del turbador discurso sobre la relación entre maldad y progreso, que Orson Welles/Harry Lime había pronunciado junto a la noria del Prater de Viena. Conversaciones similares tenían lugar todos los días, y podían versar, como en este caso, sobre a una película, sobre la última obra de teatro de Estudio 1, o sobre el episodio semanal de Historias para no dormir. El efecto sociológico era el mismo.