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Y llegó la dana y mandó parar (pero no lo hicieron)

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Todos lo hemos visto en el cine o incluso puede que lo hayamos vivido. Un individuo muy digno y envarado trastabilla y se cae, o recibe inesperadamente un balonazo en la entrepierna o el impacto de una tarta en la cara, y toda esa dignidad transmuta en ridículo y provoca vergüenza ajena. Algo parecido les pasó el treinta de octubre a los señores diputados, de manera destacada a los del PP. Estaban en el Congreso protagonizado sus ya habituales números sobreactuados, indignándose, rasgándose las vestiduras por unos hechos supuestamente escandalosos, cuando una tragedia repentina e inequívocamente real les dio en todas las narices. El espantoso balance de la dana empezó a hacerse público, y para no quedar en evidencia decidieron dejar la mascarada para otro momento, interrumpir la función, olvidarse durante un rato de la ficción que estaban representando ante la intempestiva irrupción de la vida real. El plato fuerte de la sesión de ese día iba precisamente de eso, de ficción y realidad, de impostura y verdad, de personajes y personas. Hasta que no empezó a crecer la cifra de muertos no se percataron de que estaban protagonizando una farsa en la que, rizando el rizo, fingían escandalizarse de otra farsa descubierta hacía poco. Pero no por ello dejaron de representar sus respectivos personajes Se quitaron una máscara para ponerse otra, se pusieron chalecos fluorescentes de alta visibilidad unos, lacitos negros en la solapa otros, y fueron a hacer el chafandín y soltar insensateces delante de las cámaras sin sospechar todavía la cantidad de muertos que había a su alrededor. Porque, ya se sabe, los personajes requieren disfraces y el escorpión siempre es fiel a su naturaleza. Y la rana también. Y el columnista, que en vez de optar por un prudente y respetuoso silencio, aun después de tantos días transcurridos tras el desastre, decide seguir con aquello de lo que tenía previsto hablar antes de que le pillara la tormenta.

El debate frustrado —debate o lo que fuera—, que venía precedido por una intensa algarada mediática y social que todavía colea y coleará, iba sobre ese destacado político con cara de niño que nos había hecho creer que era como Flanders y resultó ser alguien bien distinto. Doy por supuesto que el lector sabe quién es Flanders, el personaje de Los Simpson. Es un hombre que ante cualquier duda busca respuestas en el Evangelio, que es su manual de instrucciones vital. Su opuesto es Homer, un tipo egoísta, aprovechado y mezquino que, sin embargo, siempre se detiene cuando está al borde de consumar una vileza irreparable. Flanders es un moralista que ajusta su comportamiento a unos estándares de rectitud que le vienen dados, mientras que Homer es un individuo débil y contradictorio al que vemos a menudo luchar contra con su mezquindad y tomando trabajosamente decisiones propias. Flanders las toma prestadas, adopta soluciones prescritas que le evitan entrar en conflicto consigo mismo. Homer es un hombre que piensa, con mucha dificultad, pero lo hace, mientras que Flanders no, solo lo finge. Y cada vez que contraviene alguno de los mandamientos que rigen su existencia, entra en pánico. Invadido por la culpa, manchado por el pecado, se somete al castigo que él mismo se infringe, reniega de sus actos y de sí mismo. Pero a Flanders no le pasa nada, porque es tan solo un personaje de ficción. El problema lo tienen los que, además de personajes, son personas que esconden que lo son, como ese, que iba disfrazado de Flanders, pero en realidad era un epígono de otro personaje ficticio, aquel salido que solía encarnar Luis Ciges en las comedias de Berlanga. Al parecer, tenía afición a sacarse la chorra cuando no tocaba ni debía, contraviniendo los preceptos morales que tanto había contribuido a difundir. Y hete aquí que, tanto como nos reíamos con Ciges, a este nos lo han querido linchar, porque ha dejado en estado de shock a sus correligionarios, ha sumido en el desconcierto a todos los que comulgaban y, es de suponer, siguen comulgando con sus principios, ha dejado temblando a la coalición de gobierno de la que su grupo forma parte, y, a decir de algunos agoreros, ha regalado la victoria a la derecha en las próximas elecciones.

No está claro que ninguno de ellos tenga derecho a sentirse estafado. Algún día tendremos que hablar a calzón quitado sobre cómo y por qué caímos en manos del flanderismo. De momento, déjenme citar una vez más a Robert Hughes, que, en 1993, en La cultura de la queja, hablaba ya de la existencia en Estados Unidos de unos charlatanes universitarios que cada vez eran más propensos a juzgar y sentenciar los productos culturales «en términos de una supuesta virtud social» exclusivamente, y a «aplastar la historia bajo el peso de una moralización anacrónica». Le parecían farsantes que se erigían en adalides de la virtud, mistificadores locuaces, falsos revolucionarios, una pandilla de nihilistas que estaban creando «una especie de Lourdes lingüístico, donde la maldad y la desgracia habrían de desaparecer con un baño en las aguas del eufemismo». Aquí nos los mirábamos todavía con un cierto cachondeo sin sospechar que esa riada no tardaría en alcanzarnos, y pido disculpas por si el símil parece inoportuno. Pese a lo grotescas que eran a veces sus propuestas, muchos desengañados de la vieja política, o tal vez ignorantes de ella, los apoyaron y se apoyaron en ellos, y ahí están. Los guardianes del orden no han tenido nunca mayores problemas para hacerles frente. Para muchos de estos, la victoria consiste en demostrar que «todos son iguales», es decir, que los vuestros son tan abyectos, irresponsables y corruptos como los míos; con esa certeza, ya soy feliz. Su locura no da para más. Y como los que quieren asaltar los cielos de los que se consideran dueños se empeñan en ir de virtuosos, ellos solo tienen que esperar a que se enreden solos con sus argumentaciones y afloren las imposturas, el Ciges que llevan dentro. Y si no afloran, inventárselas con la ayuda de unos intoxicadores mediáticos que, además, se encargan de magnificarlas convenientemente. De modo que ahora tenemos, de un lado, a una progresía sofística, mojigata, ordenancista, políticamente insignificante y con la capacidad autocrítica seriamente averiada, y de otro a los defensores del statu quo, la pléyade de impostores y reaccionarios de siempre, codiciosos, cínicos y desaprensivos, todos enzarzados en un barrizal donde ya no se sabe muy bien lo que se dirime y del que no hay manera de salir.

Solo los balonazos en la entrepierna y las tortas en la cara que la realidad nos arroja de vez en cuando, las desgracias sobrevenidas, son capaces de hacer que unos saquen la cabeza un rato de su estéril laberinto mental y los otros —excepto los guerracivilistas profesionales, esa mala gente que siempre está de servicio— finjan reprimir su voracidad y disimulen su falta de empatía. Solo eso nos saca momentáneamente del impasse. Pero es para volver a él una y otra vez, y el desprestigio de la democracia se extiende ante el regocijo de esa plutocracia que ha ido creciendo obscenamente al abrigo de la situación y cree que ha llegado el momento de prescindir de ella para siempre, los Musk, Soros, Murdoch, Bezos, Zuckerberg, Gates…, la figura esperpéntica de Trump no nos los tendría que tapar. Eso sí, que parezca que nos la cargamos nosotros mismos, la democracia. La situación pinta cada vez peor y aconseja recuperar la cordura sin demora. Si la historia no la determinan leyes precisas, tal como había creído buena parte de la izquierda desde Marx hasta hoy mismo, entonces solo puede determinarla la razón y la voluntad humanas enfrentadas abiertamente a la complejidad del mundo y sus conflictos con realismo, no jugando frívolamente con las ideas, no apoyándose en un conjunto de normas simplificadoras y mecanismos punitivos supuestamente purificadores, no extendiendo el sentimiento de culpa entre la población, no con el moralismo, con el puritanismo —la intolerancia, en definitiva—, esa forma especialmente dañina de demagogia, esa mala hierba que crece a diestro y siniestro cuando los personajes suplantan a las personas y la tontería y el fárrago reemplazan a la lucidez y la claridad frente a la maldad interesada, siempre pragmática. De otro modo, la historia, que no deja de avanzar con lógica propia, lo queramos y sepamos ver o no (la historia o la crisis climática, que es una de sus derivas actuales, con sus danas, sus sequías y sus plagas), se nos llevará a todos por delante. Como siempre ha pasado, pero con la particularidad de que en esta ocasión habremos sido menos capaces que nunca —o que muchas otras veces— de influir en su trayectoria.

Todos lo hemos visto en el cine o incluso puede que lo hayamos vivido. Un individuo muy digno y envarado trastabilla y se cae, o recibe inesperadamente un balonazo en la entrepierna o el impacto de una tarta en la cara, y toda esa dignidad transmuta en ridículo y provoca vergüenza ajena. Algo parecido les pasó el treinta de octubre a los señores diputados, de manera destacada a los del PP. Estaban en el Congreso protagonizado sus ya habituales números sobreactuados, indignándose, rasgándose las vestiduras por unos hechos supuestamente escandalosos, cuando una tragedia repentina e inequívocamente real les dio en todas las narices. El espantoso balance de la dana empezó a hacerse público, y para no quedar en evidencia decidieron dejar la mascarada para otro momento, interrumpir la función, olvidarse durante un rato de la ficción que estaban representando ante la intempestiva irrupción de la vida real. El plato fuerte de la sesión de ese día iba precisamente de eso, de ficción y realidad, de impostura y verdad, de personajes y personas. Hasta que no empezó a crecer la cifra de muertos no se percataron de que estaban protagonizando una farsa en la que, rizando el rizo, fingían escandalizarse de otra farsa descubierta hacía poco. Pero no por ello dejaron de representar sus respectivos personajes Se quitaron una máscara para ponerse otra, se pusieron chalecos fluorescentes de alta visibilidad unos, lacitos negros en la solapa otros, y fueron a hacer el chafandín y soltar insensateces delante de las cámaras sin sospechar todavía la cantidad de muertos que había a su alrededor. Porque, ya se sabe, los personajes requieren disfraces y el escorpión siempre es fiel a su naturaleza. Y la rana también. Y el columnista, que en vez de optar por un prudente y respetuoso silencio, aun después de tantos días transcurridos tras el desastre, decide seguir con aquello de lo que tenía previsto hablar antes de que le pillara la tormenta.

El debate frustrado —debate o lo que fuera—, que venía precedido por una intensa algarada mediática y social que todavía colea y coleará, iba sobre ese destacado político con cara de niño que nos había hecho creer que era como Flanders y resultó ser alguien bien distinto. Doy por supuesto que el lector sabe quién es Flanders, el personaje de Los Simpson. Es un hombre que ante cualquier duda busca respuestas en el Evangelio, que es su manual de instrucciones vital. Su opuesto es Homer, un tipo egoísta, aprovechado y mezquino que, sin embargo, siempre se detiene cuando está al borde de consumar una vileza irreparable. Flanders es un moralista que ajusta su comportamiento a unos estándares de rectitud que le vienen dados, mientras que Homer es un individuo débil y contradictorio al que vemos a menudo luchar contra con su mezquindad y tomando trabajosamente decisiones propias. Flanders las toma prestadas, adopta soluciones prescritas que le evitan entrar en conflicto consigo mismo. Homer es un hombre que piensa, con mucha dificultad, pero lo hace, mientras que Flanders no, solo lo finge. Y cada vez que contraviene alguno de los mandamientos que rigen su existencia, entra en pánico. Invadido por la culpa, manchado por el pecado, se somete al castigo que él mismo se infringe, reniega de sus actos y de sí mismo. Pero a Flanders no le pasa nada, porque es tan solo un personaje de ficción. El problema lo tienen los que, además de personajes, son personas que esconden que lo son, como ese, que iba disfrazado de Flanders, pero en realidad era un epígono de otro personaje ficticio, aquel salido que solía encarnar Luis Ciges en las comedias de Berlanga. Al parecer, tenía afición a sacarse la chorra cuando no tocaba ni debía, contraviniendo los preceptos morales que tanto había contribuido a difundir. Y hete aquí que, tanto como nos reíamos con Ciges, a este nos lo han querido linchar, porque ha dejado en estado de shock a sus correligionarios, ha sumido en el desconcierto a todos los que comulgaban y, es de suponer, siguen comulgando con sus principios, ha dejado temblando a la coalición de gobierno de la que su grupo forma parte, y, a decir de algunos agoreros, ha regalado la victoria a la derecha en las próximas elecciones.