Empezaba este blog, hace ya casi tres años, constatando la progresiva desaparición de la escena pública de cierto tipo de personajes incómodos que lo eran por partida doble: porque se sentían insatisfechos con una sociedad que en muchos casos ellos habían contribuido a construir, y porque no habían renunciado a incomodar al poder desde una —más o menos— insobornable independencia intelectual. Todos los de esa especie se estaban esfumando presas del desconcierto, víctimas del ostracismo o refugiados en un mutismo voluntario. Las excepciones se daban, mayormente, entre los dedicados al cultivo de la palabra, quizá porque son los que emplean el material mas asequible. Había y todavía hay bastantes que se resisten a extinguirse y van por ahí buscando asilo. Casi siempre hay algún medio que los adopta, porque dan color, porque los disidentes desdentados y muertos de hambre multiplican el brillo de las tesis hegemónicas, sobre todo si en el pasado han gozado de algún prestigio.
Es de lo poco que queda. Hay quien ha conseguido cavar una trinchera sin moverse del sitio, como el Roto en El País, pero no todos han tenido la suerte o el talento necesario para hacer eso. La mayoría han ido dando tumbos y al final han aceptado la última oferta que les han hecho. Protagonizan un nuevo tipo de exilio interior, y para seguirles la pista hay que hacer un sinuoso recorrido por los parajes más insulsos, cuando no agrestes, insultantes y pestilentes del nuevo mundo mediático y de lo que queda del viejo modelo cultural.
Entre los que han ido doblando la servilleta a lo largo de las últimas décadas hay ejemplos de sobra para ilustrar el fenómeno sin necesidad de señalar a nadie de los que sobreviven formando parte de un incomible guisote periodístico o conglomerado multimedia. Tomemos por ejemplo a Berlanga, que desde que murió no ha dejado de estar de actualidad. Tiene el honor de haber sido descrito por Franco como alguien que era «peor que comunista, mal español» y también, a partir del momento en que hizo su profética Todos a la cárcel, de haber sido tratado como un carcamal reaccionario por los que lo habían puesto en un altar. Algunos dicen ahora, entre homenaje y homenaje, tratando de hacer borrón y cuenta nueva con una irritante condescendencia, que la sociedad se reía de sí misma gracias a él, pero no es cierto, era él quien se reía lúdica y lúcidamente de la sociedad, con sarcasmo y con amargura, puede que con piedad, pero con una progresiva pérdida de esperanza, mientras la sociedad se tomaba a sí misma en serio sin el menor sentido del ridículo, dejándose la decencia por el camino.
Resulta que la sociedad que reía con sus películas era la misma de la que se reían sus películas. Y no había cambiado. Seguramente lo intuía, pero la certeza le llegó tarde. Algo parecido le pasó a Chumy Chúmez con sus viñetas o a Eduardo Arroyo con sus cuadros, por citar un par más de ejemplos destacados. Ellos, junto con otros muchos, conforman una galería de individuos molestos que siempre aparecen —más bien desaparecen— cuando todos los gatos dejan de ser pardos, cuando se ponen a prueba ideologías salvadoras preñadas de promesas y de líderes preclaros tras los que a veces se esconden penosos bocachanclas e incluso astutos criminales. Son incómodos e impertinentes porque son demasiado lúcidos como para no darse cuenta de lo que pasa, y demasiado honestos como para hacerse los desentendidos.
No estamos hablando de una generación, sino de una categoría de seres que persiste a lo largo de la historia y se hace notar especialmente cuando el espíritu dialógico desaparece, cuando la gente de la cultura se arracima en torno al poder, por arribismo o víctimas de la ilusión de formar parte de él. Son especímenes a los que se les da mal transigir y contemporizar con cualquier tipo de supremacía y acaban convirtiéndose en unas irreductibles moscas cojoneras a las que hay que fumigar. Ahora mismo, el espacio que han abandonado o del que han sido desalojados lo ocupan unos a los que se la cuelan por todos lados —y nos la cuelan a todos— mientras discuten, literalmente, sobre el sexo de los ángeles. Las fronteras de la imbecilidad se han desplazado y su territorio se ha expandido notablemente.
Puede que lo que haya ocurrido, en términos evolutivos, es que los imbéciles se han quedado sin depredadores, o puede que esté ocurriendo algo más grave que todo eso. Quizá tiene razón George Steiner cuando afirma que el humanismo nos ha deshumanizado, que en el seno de las humanidades se esconde una inhumanidad radical. Lejos de incrementar nuestra sensibilidad moral, lo que parece que han hecho las humanidades es atenuarla. Steiner nos recuerda que en los años treinta y cuarenta, en el jardín de Goethe se interpretaba a Debussy mientras los trenes pasaban cargados hacia el vecino campo de Buchenwald, y nada indica que desde entonces hayamos ido a mejor. Nunca hemos tenido tanto acceso a la cultura, nunca hemos dispuesto de tanta información, nunca hemos sido tan conscientes de los males de este mundo y han estado tan a la vista sus raíces, y, sin embargo, nunca hemos hecho tan poco para arrancarlas.
De un tiempo a esta parte, los productos del pensamiento, el arte, la razón, a ciertos efectos son inoperantes. La cultura en vez de movilizar está resultando ser narcótica, disuasoria. Y no solo esa cultura de masas instrumentalizada que invade de manera insidiosa todos los rincones de nuestra vida cotidiana. También y sobre todo la alta cultura, entendiendo por tal no la producida por y para unas élites refinadas, cada vez más irrelevantes, sino la que encaja en la sencilla definición de Mathew Arnold: el empeño desinteresado por la perfección humana. Pese a lo que algunos se esfuerzan en hacer creer, nada de todo eso mueve las conciencias ni incita a la acción. Mueve a la pantomima, si acaso.
En estas circunstancias es inevitable preguntarse qué hace uno aquí, qué pinta aquí, por qué, para qué o para quién escribe. Un servidor ha decidido retirarse a meditar un poco sobre el asunto. Deja de dar la tabarra durante algún tiempo. No es una espantada, sino un hasta luego, un momentáneo adiós. La idea es que nos volvamos a encontrar la próxima primavera, si puede ser con la mente despejada y el sentido del humor recosido. Al menos esa es la intención. Gracias, pues, y hasta pronto.
Empezaba este blog, hace ya casi tres años, constatando la progresiva desaparición de la escena pública de cierto tipo de personajes incómodos que lo eran por partida doble: porque se sentían insatisfechos con una sociedad que en muchos casos ellos habían contribuido a construir, y porque no habían renunciado a incomodar al poder desde una —más o menos— insobornable independencia intelectual. Todos los de esa especie se estaban esfumando presas del desconcierto, víctimas del ostracismo o refugiados en un mutismo voluntario. Las excepciones se daban, mayormente, entre los dedicados al cultivo de la palabra, quizá porque son los que emplean el material mas asequible. Había y todavía hay bastantes que se resisten a extinguirse y van por ahí buscando asilo. Casi siempre hay algún medio que los adopta, porque dan color, porque los disidentes desdentados y muertos de hambre multiplican el brillo de las tesis hegemónicas, sobre todo si en el pasado han gozado de algún prestigio.
Es de lo poco que queda. Hay quien ha conseguido cavar una trinchera sin moverse del sitio, como el Roto en El País, pero no todos han tenido la suerte o el talento necesario para hacer eso. La mayoría han ido dando tumbos y al final han aceptado la última oferta que les han hecho. Protagonizan un nuevo tipo de exilio interior, y para seguirles la pista hay que hacer un sinuoso recorrido por los parajes más insulsos, cuando no agrestes, insultantes y pestilentes del nuevo mundo mediático y de lo que queda del viejo modelo cultural.