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Viva la (mala) gente

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Su fondo amargo es inescrutable. Dicen que obedece a algún trauma, según el enfoque sociológico, o a alguna tara emocional, según el neurobiológico. En todo caso, en todos ellos se percibe un rencor profundamente arraigado que determina su conducta, por eso se les llama también desgraciados en toda la extensión polisémica de la palabra. Son desgraciados que viven para hacer desgraciados a los demás, para esparcir desgracia, lo que, desde una perspectiva zoológica, los hace predadores. Uno está inclinado a pensar que tampoco ellos son felices, y probablemente sea así, pero hay que tener cuidado con a quién le concede uno su compasión. Son la mala gente, gente despreciable. Los mueve la mala baba, un despecho universal, una sed ciega de venganza, la crueldad, el sadismo y el perverso placer que obtienen del dolor ajeno. Su malicia parece surgir de la nada, de un espeluznante abismo sin fondo que hay en el interior de esos personajes. Pero, sea cual sea su origen, es constitutiva, no es reactiva, no aparece como respuesta ante una agresión puntual, no hace falta que medie provocación alguna y no se aplaca nunca. Si se tratara de maldad ocasional y pasajera, sería percibida por los demás —por la parte pensante— con una cierta comprensión, pero no es el caso.

Son esos que, cuando en casa tocaba deshacerse de la camada de gatitos que no quería nadie, eran los que se presentaban voluntarios para ahogarlos en la acequia. La única empatía de la que son capaces es la que les impulsa a juntarse con los de su calaña para hacer todo el daño posible, llevados por una afinidad perversa y venenosa. Son los que desde muy jóvenes se unen para hacer bullying, mobbing y todo tipo de acosos, los que se apuntan a los linchamientos, los que disfrutan malmetiendo en la vida real y haciendo el trol en las redes, los que se dedican a sabotear por pura diversión el trabajo de los demás, sobre todo si este tiene un carácter altruista. Su presencia se cotiza al alza tanto en el mundo de la política como en el de la empresa, allí donde reside la maldad estructural. Se han hecho indispensables desde que el trasvase de riqueza hacia arriba se ha convertido el único principio motor del sistema capitalista global, esa máquina tragaperras trucada. Según el último informe de Oxfam sobre desigualdad, en los últimos cuatro años la riqueza conjunta de las cinco personas más acaudaladas del planeta ha aumentado a razón de catorce millones de dólares por hora —asegúrese el lector de haber leído bien; hay individuos que ganan más de dos millones cada hora que pasa, despiertos o durmiendo—, mientras que la riqueza que concentran cerca de cinco mil millones de seres humanos no ha dejado de menguar en proporción inversa. Es algo que implica apoderarse de todo lo que tenga algún valor de cambio, saquear el patrimonio colectivo, dificultar a la gente el acceso a la sanidad, la educación o la vivienda, privarla de derechos, reducir al mínimo su retribución, recortar sus expectativas, disminuir su calidad de vida, llevarla a la miseria y eventualmente, a la guerra. Pese a la dosis ingente de demagogia utilizada como anestésico, eso no se consigue sin causar una gran cantidad de sufrimiento, y en un contexto así, aquellos que carecen de escrúpulos y de remordimientos, aquellos que no tienen problemas en pasar de los gatitos a los cachorros de paria y a los viejos amortizados, tienen asegurado un buen empleo.

Esta gente de mala entraña son con frecuencia la cara visible de esas organizaciones, pero, por muy notorios que sean, no están arriba de la cadena trófica, ni mucho menos. Como a los perros de presa, se les permite disfrutar mientras persiguen la pieza; luego se la han de entregar dócilmente al amo. Les recompensan con unos buenos chuletones y, de vez en cuando, con algún premio inicuo, un diploma, una medallita, pero lo suyo no es exactamente, o no es solo la avaricia y la ambición —la vanidad sí—, es otra cosa, ellos van detrás de un placer perverso que los embriaga y los lleva a la locura. No pocas veces, y no por casualidad, rematan la faena con un «¡Que se jodan!» dirigido a sus víctimas. Es su particular gemido de gusto en medio del éxtasis, del orgasmo al que llegan cada vez que triunfa su malignidad. Llevados por su ansia, siempre se apuntan a lo que sea si conlleva joder a alguien. Si no joden a alguien, no son nadie. Joden, luego existen. Nadan en un mar de odio. Si más allá de su manifiesta capacidad de hacer daño parecen un poco obtusos es porque lo son y lo saben, por eso cualquier cosa les ofende, porque saben que, casi con toda seguridad, tienen siempre delante a alguien más inteligente y mejor que ellos, y su reacción instintiva es destruirlo. Menospreciarlos es un error de consecuencias letales, y tratar de redimirlos es una tarea inútil, cuando no suicida. Lo deseable sería acabar con ellos. Y digo acabar en el mismo sentido que decimos que lo deseable sería acabar con los pobres, que nadie me malinterprete. Pero no es fácil, a la historia me remito. Es difícil, cansado y peligroso. Cualquier persona decente dedica unas cuantas horas a lo largo de su vida a urdir utopías bienintencionadas en las que esos desgraciados y aquellos a quienes sirven no tengan cabida. Y a veces surgen de ahí iniciativas que cuajan en una reforma medio decente, o incluso en una revolución, que suele ser una cosa agotadora y sucia y no siempre da los resultados deseados. Pero en la mayoría de los casos se impone la frustración.

Es comprensible que muchos acaben construyéndose una madriguera en la que esas alimañas no puedan entrar, no tanto para ignorarlas como para esquivarlas. Pequeñas fortalezas donde encerrarte con tu musiquita, tus peliculitas, tus libros y algún hobby más o menos extravagante e inofensivo. Es lo que aconsejan los psicólogos, que, en general, de revolucionarios tienen poco, alejarse de esos desgraciados en vez de hacerles frente. Pero cada vez es más complicado. Ahora mismo no hay mundo personal que sea hermético. Todos son un coladero. Por el cable o por las ondas se nos meten todo tipo de facinerosos. Y a nadie se le escapa que conseguir esa invulnerabilidad es muy difícil en el ámbito laboral y en todos aquellos en los que se dan relaciones de poder porque, por alguna razón, las malas personas tienden a acapararlo. Y por alguna razón más inescrutable todavía, muchos tienden a otorgarles más poder con su voto y con un apostolado vehemente y pertinaz. Todo esto contribuye a generar un círculo vicioso de consecuencias desastrosas. La buena gente huye de la mala gente, de modo que esta encuentra cada vez más expedito su camino y va escalando hacia los puestos más altos con la ayuda de un creciente club de fans, una legión de malintencionados, de desnortados, de desesperados que empezaron encumbrando a los malvados y ahora están haciéndolo ya con los abiertamente dementes. Lo más turbador del asunto es que, siguiendo ese razonamiento, alguien podría llegar a la conclusión de que son precisamente los mecanismos democráticos los que propician el medro de la mala gente, de que nuestro sistema político, igual que el económico, es una máquina recreativa trucada. Si es así, y mientras sea así, ya podemos darle al flipper con ganas, que no ganaremos una miserable partida. Y ojo, porque empiezan a ser multitud los que, frustrados con razón y educados en la cultura del usar y tirar, están pidiendo no que revisen a fondo y reparen la maquinita democrática, sino que se la cambien por otra cosa diferente, no importa qué. Ni se huelen cuán diferente puede llegar a ser esa otra cosa.

Su fondo amargo es inescrutable. Dicen que obedece a algún trauma, según el enfoque sociológico, o a alguna tara emocional, según el neurobiológico. En todo caso, en todos ellos se percibe un rencor profundamente arraigado que determina su conducta, por eso se les llama también desgraciados en toda la extensión polisémica de la palabra. Son desgraciados que viven para hacer desgraciados a los demás, para esparcir desgracia, lo que, desde una perspectiva zoológica, los hace predadores. Uno está inclinado a pensar que tampoco ellos son felices, y probablemente sea así, pero hay que tener cuidado con a quién le concede uno su compasión. Son la mala gente, gente despreciable. Los mueve la mala baba, un despecho universal, una sed ciega de venganza, la crueldad, el sadismo y el perverso placer que obtienen del dolor ajeno. Su malicia parece surgir de la nada, de un espeluznante abismo sin fondo que hay en el interior de esos personajes. Pero, sea cual sea su origen, es constitutiva, no es reactiva, no aparece como respuesta ante una agresión puntual, no hace falta que medie provocación alguna y no se aplaca nunca. Si se tratara de maldad ocasional y pasajera, sería percibida por los demás —por la parte pensante— con una cierta comprensión, pero no es el caso.

Son esos que, cuando en casa tocaba deshacerse de la camada de gatitos que no quería nadie, eran los que se presentaban voluntarios para ahogarlos en la acequia. La única empatía de la que son capaces es la que les impulsa a juntarse con los de su calaña para hacer todo el daño posible, llevados por una afinidad perversa y venenosa. Son los que desde muy jóvenes se unen para hacer bullying, mobbing y todo tipo de acosos, los que se apuntan a los linchamientos, los que disfrutan malmetiendo en la vida real y haciendo el trol en las redes, los que se dedican a sabotear por pura diversión el trabajo de los demás, sobre todo si este tiene un carácter altruista. Su presencia se cotiza al alza tanto en el mundo de la política como en el de la empresa, allí donde reside la maldad estructural. Se han hecho indispensables desde que el trasvase de riqueza hacia arriba se ha convertido el único principio motor del sistema capitalista global, esa máquina tragaperras trucada. Según el último informe de Oxfam sobre desigualdad, en los últimos cuatro años la riqueza conjunta de las cinco personas más acaudaladas del planeta ha aumentado a razón de catorce millones de dólares por hora —asegúrese el lector de haber leído bien; hay individuos que ganan más de dos millones cada hora que pasa, despiertos o durmiendo—, mientras que la riqueza que concentran cerca de cinco mil millones de seres humanos no ha dejado de menguar en proporción inversa. Es algo que implica apoderarse de todo lo que tenga algún valor de cambio, saquear el patrimonio colectivo, dificultar a la gente el acceso a la sanidad, la educación o la vivienda, privarla de derechos, reducir al mínimo su retribución, recortar sus expectativas, disminuir su calidad de vida, llevarla a la miseria y eventualmente, a la guerra. Pese a la dosis ingente de demagogia utilizada como anestésico, eso no se consigue sin causar una gran cantidad de sufrimiento, y en un contexto así, aquellos que carecen de escrúpulos y de remordimientos, aquellos que no tienen problemas en pasar de los gatitos a los cachorros de paria y a los viejos amortizados, tienen asegurado un buen empleo.