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No hay derecho con este estado de derecho

¿Qué se puede esperar de un país obsesionado por el supuesto riesgo de una futura fractura territorial pero ignorante ante la fractura social existente que se concreta ya en 350.000 desahucios o casi 6 millones de parados?

¿Qué se puede esperar de una democracia que empezó su deriva generando desconfianza, después pasó a ser percibida como injusta, y va camino de ser tenida como un fraude por la mayoría de ciudadanos?

¿Qué se puede esperar de unos mandatarios que viven rodeados de policías que los protegen de aquellos a quienes representan?

Poco, se puede esperar poco y, en todo caso, malo.

En este país te echan de tu casa por no poder pagar la hipoteca bancos a los que tú mismo has salvado con el dinero de todos, después de que sus millonarios directivos los llevaran a la ruina. La ley protege mucho esos contratos llamados hipotecas aunque cada vez proteja menos esos otros contratos, llamados de trabajo, que, con su desaparición, son los que acaban provocando que no puedas pagar la hipoteca. Lo cierto es que los ricos disponen a su favor de contratos duros como el acero; los pobres tienen simples contratitos de papel que vuelan por los aires en la primera sacudida.

La administración no obliga, por ejemplo, a los bancos a renegociar prórrogas con sus morosos más modestos, aunque estos mismos bancos sí pueden renegociar con la administración ventajas, prórrogas y ampliaciones en las concesiones de las autopistas que controlan.

Un país en el que los gobiernos de izquierdas se dedican a indultar a banqueros estafadores o a policías torturadores no es de fiar. Nada tiene de extraño que tu empresa cierre por los impagos de la misma administración que te reclama puntualmente los impuestos. Tú, dueño de una pequeña papelería, puedes encontrarte que el ayuntamiento de tu ciudad te deba 12.000 euros por unos trabajos de hace más de tres años y que el mismo te amenace con embargarte por una multa de 200 euros del pasado semestre.

Ante tanto abuso, uno tiene libertad para decir lo que quiera; otra cosa es que alguien te escuche. Y si para ser escuchado decides a salir a la calle y protestar en grupo, cuidado. Como molestes a la policía o a quienes los mandan, lo más sencillo es que te acabe pidiendo que te identifiques un agente armado hasta los dientes, que esconda su propia identificación bajo un chaleco, y que, para rematar, te suelte dos porrazos si discutes.

En un país donde una Constitución intocable durante 30 años se modifica en un fin de semana por órdenes llegadas de Alemania no se puede vivir tranquilo. En el reino de la arbitrariedad todo es posible: los directivos que hunden las empresas públicas son los mismos que redactan EREs para quedarse ellos y echar a los demás; los que se cargan la enseñanza pública son los que llevan a sus hijos a colegios privados; los que retiran a la policía de los barrios son los que viven en urbanizaciones con seguridad de pago; los que no aplican la ley de la dependencia son los que tienen cuidadores en casa para sus familiares enfermos; los que recortan en transporte público son los que jamás lo usan; los que limitan el derecho a abortar son los que siempre han mandado a sus hijas a Londres; los que quitan camas o cierran plantas enteras de los hospitales son los que disfrutan de sanidad privada. En definitiva, dirigen nuestra democracia los que jamás se hubieran enfrentado a Franco para conseguirla.

¿Qué se puede esperar de un país obsesionado por el supuesto riesgo de una futura fractura territorial pero ignorante ante la fractura social existente que se concreta ya en 350.000 desahucios o casi 6 millones de parados?

¿Qué se puede esperar de una democracia que empezó su deriva generando desconfianza, después pasó a ser percibida como injusta, y va camino de ser tenida como un fraude por la mayoría de ciudadanos?