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El fuego y las favelas

El fuego acostumbra a calentar con timidez el frío de los pobres, reservando el vigor para devorar sus miserias. São Paulo es una buena muestra de ello. En lo que va de año decenas de incendios arrasan sus favelas, consumiendo con su calor estas frágiles estructuras arquitectónicas convertidas hace tiempo en el principal fenómeno urbanístico del siglo XXI. Un centenar de viviendas, por ejemplo, quedaron calcinadas a finales de agosto en Vila Prudente y cerca de 1.200 personas perdieron sus endebles techos a principios de septiembre en la favela Morro do Piolho. Unas semanas más tarde, en la favela de Moinho, el fuego dejaba 80 barracones destruidos y el cuerpo rígido y ennegrecido de uno de sus moradores.

Claro que lo bueno que tiene la pobreza es que a todo se acostumbra. Por eso en Moinho esta muerte no les pilló por sorpresa: no fue más que la repetición del mismo drama que ya se había cobrado dos vidas en diciembre. De hecho, según denuncian sus vecinos, esta favela ha sufrido ya 70 incendios en lo que va de año y las estadísticas del Cuerpo de Bomberos elevan el número de casos al medio millar en los últimos cinco años. No es extraño, pues, que junto a la rutina del fuego también se despierte la sospecha. Sobre todo cuanto, como ocurrió en Moinho, tras los últimos rescoldos una empresa privada se apresurase a transformar un suelo todavía humeante en una lucrativa área de aparcamientos.

Porque en tiempos de especulación como estos, cuando el mercado hace mucho que se convirtió en una ruleta, hasta el fuego puede resultar una buena apuesta. Mike Davis, en su imprescindible libro Planeta favela, nos recordaba como en Manila han descubierto las virtudes financieras de las llamas. Los propietarios de terrenos ocupados en la capital filipina por estas megalópolis de cartón, han encontrado un método eficaz para ejecutar lo que denominan demoliciones en caliente: consiste en rociar un gato o una rata con gasolina, prenderle fuego y liberarlo después, para que el animal propague el incendio por las endebles barracas de plástico mientras trata de huir en vano de su agonía en llamas.

Hoy, cuando el neoliberalismo imperante persevera en su objetivo de favelizar la sociedad europea; hoy, cuando conocemos que según los estudios realizados por técnicos del Ministerio de Hacienda 20,6 millones de españoles viven en situación de precariedad; hoy, en fin, también en este mundo antaño desarrollado comenzamos a percibir como natural el pragmatismo de la llama. Baste comprobar la firmeza con que día a día el gobierno de Mariano Rajoy ha estado aplicando la determinación de la antorcha sobre un estado de bienestar que, en el caso de España, nunca supero la firmeza de una favela.

Tal vez por eso cada vez son más los desesperados que también empiezan a ver en el fuego el único remedio frente a la hoguera. Lo hemos visto estas semanas en las calles de Madrid, Atenas, Lisboa, Barcelona, Roma. Tanto es así que hasta los pirómanos más entusiastas del establishment han tenido que transformarse por unas horas en bomberos, como la troika comunitaria intentando calmar los ánimos griegos con una demora de dos años en sus suplicios o el comisario de Economía Olli Rehn, tranquilizando a los españoles con el augurio de un rescate que, tal vez, no precisará de nuevos flagelos hasta 2014. Hasta la vicepresidenta del gobierno de España, Soraya Sáez de Santamaría, ha tratado de aplacar las llamas suicidas de los desahuciados, con dulces consuelos para el selecto grupo de ellos que tenga la suerte de poder demostrar que es el más desdichado.

Y hay que admitir que han estado convincentes en sus representaciones. No les ha faltado nada, el gesto convincente, los rostros compungidos, el tono afligido. De hecho, casi logran conmovernos sino fuera porque el saco con gatos maullando que cargan y ese fuerte olor a gasolina que desprenden sus manos nos hizo sospechar de sus incendiarias intenciones.

El fuego acostumbra a calentar con timidez el frío de los pobres, reservando el vigor para devorar sus miserias. São Paulo es una buena muestra de ello. En lo que va de año decenas de incendios arrasan sus favelas, consumiendo con su calor estas frágiles estructuras arquitectónicas convertidas hace tiempo en el principal fenómeno urbanístico del siglo XXI. Un centenar de viviendas, por ejemplo, quedaron calcinadas a finales de agosto en Vila Prudente y cerca de 1.200 personas perdieron sus endebles techos a principios de septiembre en la favela Morro do Piolho. Unas semanas más tarde, en la favela de Moinho, el fuego dejaba 80 barracones destruidos y el cuerpo rígido y ennegrecido de uno de sus moradores.

Claro que lo bueno que tiene la pobreza es que a todo se acostumbra. Por eso en Moinho esta muerte no les pilló por sorpresa: no fue más que la repetición del mismo drama que ya se había cobrado dos vidas en diciembre. De hecho, según denuncian sus vecinos, esta favela ha sufrido ya 70 incendios en lo que va de año y las estadísticas del Cuerpo de Bomberos elevan el número de casos al medio millar en los últimos cinco años. No es extraño, pues, que junto a la rutina del fuego también se despierte la sospecha. Sobre todo cuanto, como ocurrió en Moinho, tras los últimos rescoldos una empresa privada se apresurase a transformar un suelo todavía humeante en una lucrativa área de aparcamientos.