No hay apenas sangre, ni enormes buques, ni asaltos a los balleneros por parte de las lanchas de Greenpeace, ni tampoco airadas protestas de la comunidad internacional, pero en nuestro país se cazan ballenas. Eso sí: nuestros cetáceos vuelan, pesan apenas unos gramos, y mueren, de inanición, con las alas pegajosas y los ojos hundidos en sus diminutos cráneos. Son aves muchas veces protegidas –como los petirrojos, picogordos o distintas currucas- que caen en la trampa mediterránea por excelencia, el parany.
El Consell, con Isabel Bonig a la cabeza, prosigue su embestida legislativa para legalizar este método no selectivo de caza: tras probar con la excusa de los daños a los cultivos y el carácter tradicional de la práctica, ahora le toca a el supuesto interés científico del parany para estudiar las migraciones de aves. De la misma forma que Japón aduce la necesidad de llevar a cabo ciertas “investigaciones científicas” para justificar la caza de más de mil ejemplares de ballenas al año, el Consell cree que la trampa le valdrá también para el parany. Las cosas, lamentablemente, no son tan sencillas.
En primer lugar, ni hace falta, ni se usa el parany en la investigación científica. En un reciente manifiesto firmado por docentes e investigadores con reconocido prestigio internacional, se explicita que la apertura arbitraria de 33 paranys con fines supuestamente científicos (que se produjo el 1 de octubre) es una medida carente de todo sentido desde el punto de vista de la investigación ornitológica. El parany, recuerdan, está prohibido por una directiva europea, y no es adecuado para testar y contrastar hipótesis en su campo de estudio. Entonces, si no vale para lo que el Consell dice que los permite... ¿para qué se utilizarán? Hagan sus apuestas.
El asunto no es tan sólo de opacidad administrativa e intenciones poco claras. Entran también en juego las autorizaciones, otorgadas a gente con nula relación con el estudio de la migración de las aves, pero también el probable interés personal de algunos consellers como Serafín Castellano, del cual supimos en 2009 que poseía una finca –compartida, qué casualidad, con la esposa de Pérez Taroncher, a quien Castellano ha adjudicado múltiples contratos poco transparentes- que contenía un parany, arte de caza declarado ilegal por el TSJ en 2002, y por el TS en 2005.
Pero solamente un alto cargo no puede mover esta rueda: el problema, el verdadero problema, es que es una práctica arraigada en la sociedad, especialmente en Castelló. Tan enquistada, de hecho, que no sólo es una cuestión de un partido, de una obsesión personal: cierto que los populares aseguran sin tapujos que “El PP está al lado de esta práctica, de gran arraigo dentro de nuestro programa electoral” (¿?), pero el PSPV-PSOE se muestra “sensible” y Compromís dice que hay que “ver si se adapta a Europa”. Ninguno de ellos ha apostado por la prohibición tajante y radical de este método que cada año mata miles de aves, muchas de ellas protegidas; tan sólo EUPV mantiene una postura contraria a cualquier tipo de legalización.
Los grupos ecologistas y activistas, por su parte, han tenido que soportar amenazas y presiones durante muchos años –y las siguen sufriendo-; el mero hecho tomar las fotografías que acompañan este artículo representa un grave peligro para su integridad física. Justo ayer, SEO/Birdlife denunció ante la Fiscalía de Medio Ambiente la actividad de 28 paranys, además de presentar un recurso de alzada contra la resolución de la Conselleria d’Infraestructures, Territori i Medi Ambient, que autoriza otros 33.
La cuestión es, entonces, que debemos aprender a explicar por qué es una auténtica salvajada revestir varillas de pegamento y matar las aves de una forma tan cruel (limpiando las alas –si se hace- no se soluciona el problema). Debemos esforzarnos por explicar que un método no selectivo, que no nos permite discriminar entre una especie abundantísima y otra en peligro de extinción, no es aplicable hoy en día, y carece de toda justificación científica. Debemos mostrar más y mejor qué efectos tiene el parany sobre nuestra biodiversidad, cómo destroza un patrimonio natural que los valencianos debemos aprender a valorar y conservar.
No seamos hipócritas. Antes de girar la cabeza hacia las focas, delfines o ballenas de lugares lejanos, empecemos por presionar y exigir a nuestros representantes que paren esta masacre instigada desde el gobierno. En vez de sumarse a una ciberacción australiana, ¿no sería mejor usar nuestro voto, hablar cara a cara con quienes están permitiendo el parany, exigir expliciten su compromiso a impedirlo en su programa electoral?
La batalla no está perdida y, a mi juicio, es sólo cuestión de tiempo que Europa tumbe definitivamente el parany. Pero siendo sincero, preferiría que quien acabase con esta práctica fuese la sociedad valenciana, no un burócrata belga a más de mil kilómetros de distancia.
Quiero agradecer la información y las fotografías proporcionadas por SEO/Birdlife y la ayuda de Josefina Pérez, Pablo Vera y Juan Monrós.