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En España tenemos un problema. Y ese problema se llama 3%

La política española hace tiempo que se ha desplazado a las páginas de sucesos. Hoy, la corrupción política es junto con el desempleo y el “problema territorial” uno de nuestros tres grandes problemas como comunidad política. En el momento de escribir estas líneas la Guardia Civil busca pruebas de financiación ilegal en la sede del PP de Madrid, el ex-President Jordi Pujol comparece en la Audiencia Nacional en calidad de investigado por supuesto delito de blanqueo de capitales, el ex-presidente Jaume Matas y miembros de la familia real española están siendo juzgados junto a otras muchas personas por supuestos delitos de malversación y cohecho, responsables de una gran empresa pública del Ministerio de Agricultura están acusados de supuestos delitos de malversación y cohecho, varios ex-altos cargos políticos del gobierno andaluz están acusados de supuestos delitos similares, un ex–secretario general de PP de Madrid, un ex–gerente del PP, un ex-consejero del gobierno valenciano y un ex–presidente de Diputación de Castellón están o han estado en prisión, dos ex–presidentes de las Diputaciones de Valencia y Castellón son investigados por graves delitos de corrupción política, decenas de responsables políticos del PP de Valencia, con su grupo municipal casi al completo, están siendo investigados, centenares de responsables públicos locales en toda España (casi 1.700 casos abiertos por corrupción económica) y decenas de empresarios han sido o están siendo investigados, acusados o condenados por delitos similares en operaciones diversas y algunas operaciones policiales, muchas de las cuales siguen abiertas en sede judicial, han evidenciado la existencia de redes criminales organizadas dedicadas a enriquecerse con los impuestos de millones de españoles decentes.

¿Guardan alguna relación estos hechos con los que en su día se denominaron caso Naseiro o caso Filesa? ¿Hay alguna similitud entre las dificultades que encontró en su día el juez Manglano y recientemente el juez Castro? A mi juicio hay muchos puntos en común ¿Qué podemos colegir de todo ello? En primer lugar, que en España existe un muy serio problema de corrupción política casi sistémica, estructural y que viene de lejos. No solo en Valencia, aunque Valencia y Madrid constituyan los casos más acabados de degeneración política del modelo de la mano de los dirigentes del PP y sean la “zona cero” de la corrupción política en estos últimos años. Estamos ante una versión de capitalismo de casino, castizo y provinciano, donde unas elites a partir de redes informales han consolidado un modelo clientelar, amoral y cínico. Su concepción de la democracia es tan primitiva que han llegado a creer que las instituciones eran suyas, han ignorado o vulnerado los protocolos más elementales del Estado de Derecho, han impulsado leyes y reglamentos y aprobado reformas judiciales en beneficio propio y mantienen privilegios intolerables, como la figura de aforado, para permanecer atrincherados en parlamentos y eludir o provocar dilaciones indebidas en función de sus intereses. Critican con virulencia a los que ellos llaman “antisistema” cuando en realidad los verdaderos antisistema son esas elites que han pervertido, degradado y corrompido casi todos los pilares fundamentales del sistema democrático.

En segundo lugar, el modelo extractivo y de captura de las instituciones públicas se ha sofisticado con el paso del tiempo pero, en lo esencial, es idéntico al ya descrito por Javier Pradera en su texto escrito en los primeros años de la década de los noventa cuando denunciaba la existencia de un importante problema de corrupción en sus tres versiones: blanca, gris y muy especialmente negra. El caso Naseiro era, en lo básico, similar al caso de supuesta corrupción que un cuarto de siglo después puede afectar a los responsables del caso Imelsa en la Diputación y en el ayuntamiento de Valencia o a la operación Taula. Pero no difiere de los llamados casos Bárcenas, Gurtel, Brugal, Aigües Ter-LLobregat o Púnica entre una relación interminable repartida por toda España. El modelo remite a tres figuras: prevaricación, cohecho y blanqueo de capitales y descansa en tres pilares fundamentales: un responsable político que a veces cuenta con la connivencia de algún servidor público, una empresa que soborna o a la que se le pide un soborno para obtener a cambio determinada contrata o servicio y un intermediario. Y a lo lejos, casi siempre, la financiación ilegal de partidos políticos, sondeos de opinión y campañas electorales.

Con la información disponible no sabemos si ahora hay más o menos corrupción política que antes. Tal vez sea menor que en la década del tsunami inmobiliario y moral. Ahora las posibilidades de enriquecimiento asociadas al urbanismo se han reducido y el grado de tolerancia de una sociedad fracturada y empobrecida por las políticas “austeritarias”, que en especial ha afectado a los trabajadores y trabajadoras con salarios más bajos, es mucho menor. Desconocemos también si las prácticas están más o menos generalizadas que en los años ochenta y noventa. Lo que sí sabemos son tres cosas: a) que apenas conocemos algunos casos que vía delación, denuncia o investigación de servidores públicos llega a los juzgados; b) que la sociedad española ha demostrado una permisiva complicidad que perturba y confunde, y c) que gracias a unos cuantos diputados, diputadas y periodistas, a unas cuantas docenas de jueces y fiscales, y a unos centenares de miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, se ha entrado en una etapa nueva en la que parece que la impunidad de los responsables políticos es menor que en otros tiempos. Como contrapunto a los muchos silencios cómplices, creo que debemos agradecer públicamente a algunos diputados y diputadas valencianos, a profesionales e investigadores, a algunos periodistas y a algunos jueces que hicieron muy bien su trabajo, sobreponiéndose no solo el reproche público de algunos representantes económicos y sociales, sino venciendo a veces la resistencia de sus propios compañeros de partido o de profesión.

En tercer lugar, que una minoría privilegiada que se ha sentido inmune en su ciénaga particular, se ha dedicado a saquear de forma sistemática, organizada y generalizada con una lógica tan devastadora como alarmante: aprovecharse de los presupuestos públicos, vía adjudicaciones amañadas o autorización de sobrecostes injustificables, allí donde fuera posible: construcción de grandes infraestructuras, escuelas, hospitales, centros culturales o deportivos, servicios públicos básicos (agua, residuos, depuración, alumbrado), cursos de formación, servicios sociales, dependencia y residencias para personas mayores, servicios de prevención y extinción de incendios forestales, empresas de ITV, cooperación al desarrollo, vivienda social…cualquier programa que dispusiera de recursos públicos o cualquier departamento o empresa pública que tuviera capacidad de endeudarse ha servido para ese propósito. En muchas ocasiones sin justificación, sin control, sin tramitación conforme a ley o recurriendo a formas de licitación improcedente. El informe sobre CIEGSA elaborado por el Viceinterventor General de control financiero de la Generalitat Valenciana es una buena síntesis de todas esas patologías y prácticas irregulares, de cómo determinados responsables políticos se han movido por el alcantarillado del poder, provocando un quebranto de 2.800 millones de euros a la Generalitat Valenciana al tiempo que miles de niños eran aparcados en aulas prefabricadas.

En cuarto lugar, hasta donde sabemos, la corrupción pública está más arraigada en la escala local y regional. Pero el problema no solo es Valencia, es España. De Castrourdiales a Lanzarote, de Ourense a Marbella Algunos estudios recientes sobre la geografía de la corrupción urbanística en España entre 2000 y 2010 avalan esa afirmación. El problema era general, sin distinción de ideologías y ni siquiera la Comunidad Valenciana ocupaba los primeros lugares en cuanto a número de municipios afectados por casos de corrupción. Pero no disponemos todavía de investigaciones que proporcionen una idea aproximada de la verdadera dimensión de estas prácticas de saqueo y despilfarro de dinero público en la Administración General del Estado (dicho en otros términos, no sabemos cuántos Acuamed hayan podido existir al calor de las adjudicaciones de grandes infraestructuras durante todo el periodo democrático) y falta todavía mucha información contrastada sobre la dimensión de la corrupción pública en la escala regional.

En quinto lugar, no ha existido clara voluntad política de erradicar el problema. El Grupo de Estudios de Política Criminal en su manifiesto sobre la corrupción lo expresó con caridad meridiana: “El estado actual de cosas es fruto del planteamiento deliberado de diseñar un sistema tendencialmente incapaz de alcanzar los fines institucionales a los que se debe. Ello sin olvidar la pasividad social, cuando no complicidad cultural, ante este fenómeno”. La colonización, hasta ahora, de determinados órganos de control y la influencia decisiva en la composición de órganos judiciales por parte de los dos grandes partidos, permite poder hablar para el caso español de un proceso de cartelización de los partidos políticos, bien estudiado por los profesores Katz y Mair, que no ha ayudado. En ese contexto, sonroja a la par que constituye una falta de respeto intolerable a millones de ciudadanos honrados, que Mariano Rajoy afirme en enero de 2016 que “esto se acabó y aquí ya no se pasa por ninguna”.

En sexto lugar, existe una gran desconfianza interpersonal así como en los partidos políticos y en las instituciones y sus representantes. Y cuando en un país se instala el círculo vicioso de la desconfianza no solo no se puede sacar nada bueno de ahí, sino que potencia la corrupción privada ¿Creen que es normal que solo 600.000 contribuyentes españoles (el 3,2%) esté en el tramo de base imponible superior a 60.000 euros o solo 200.000 (el 1%) por encima de los 90.000? Si a eso añadimos los datos de economía sumergida estimados por GESTHA (entre el 23-25%) o de fraude fiscal (entre el 6-8% del PIB), tenemos un cuadro bastante acabado del trabajo pendiente.

La buena noticia es que ahora la percepción de la corrupción es muy alta. El último Informe de Transparencia Internacional indica que España ha descendido diez posiciones, al puesto 40, en el índice de corrupción internacional. Los estudios periódicos del CIS indican que la corrupción es percibida como uno de los principales problemas. Dice Manuel Villoria que en 2013 un 95% de los españoles creían que había corrupción en las instituciones nacionales y que “somos el país líder de Europa en la creencia por parte de nuestras empresas en la extensión de la corrupción en la contratación: 83% a nivel nacional 90% a nivel regional y local (media europea 56 y 60% respectivamente. Tal vez por todo esto, las empresas españolas son las que, junto a las chipriotas, menos participan en la contratación pública: el 11% de ellas en los últimos 3 años”. Y no participan porque, según las empresas, es imposible obtener contratos por las siguientes razones: contratos teledirigidos, conflictos de interés, arreglos previos, criterios de selección poco claros, diseño realizado por el contratista, abuso de procesos negociados, modificados y abuso de emergencia ¿Les suena? ¿Por qué no hemos atajado a tiempo esta deriva?

Este país necesita depurarse a fondo. Reiniciarse desde fundamentos éticos y transparentes, recuperar su autoestima y su reputación como comunidad política. Además de que algunos más sean juzgados, algo más, mucho más, tiene que pasar en este tiempo nuevo. Ahora es tiempo de firme voluntad política para adoptar decisiones. Los poderes públicos tienen que impulsar cambios creíbles y muy profundos para recuperar la confianza en las instituciones. Un problema sistémico requiere de actuaciones radicales. Sabemos muy bien y desde hace tiempo lo que hay que hacer y por dónde empezar. También sabemos que son más eficaces las medidas preventivas que las punitivas. El ámbito penal (dejar que trabaje la justicia) no es la mejor solución. Es el tiempo de la política impulsando una agenda tan conocida como ignorada hasta ahora: a) nueva legislación (estatal y regional) sobre transparencia, creación de oficinas anticorrupción, acceso a la información y sistemas obligatorios de dación de cuentas en el sector público; b) nueva legislación sobre contratación con las administraciones y empresas y fundaciones públicas; c) revisar todo lo relacionado con la profesionalización de las administraciones, gestión de conflictos de interés, procesos de auditoria, control de legalidad y control político y social, en especial en la escala local, tal y como viene proponiendo Fernando Jiménez; d) revisar la legislación en materia de indultos para responsables políticos condenados por corrupción y acabar con el aforamiento de diputados y senadores; e) despolitizar los órganos judiciales y de control; f) revisar la legislación en materia de fraude fiscal y reforzar con medios y personal tanto el sistema judicial y los cuerpos fuerzas de seguridad como la Agencia Tributaria, incorporado nuevos perfiles y mayor coordinación, en especial reforzando la Unidad de la Agencia Tributaria adscrita a la Fiscalía Anticorrupción; g) estudiar la posibilidad de incluir limitación de mandatos en los responsables políticos; h) revisar la legislación penal siguiendo las orientaciones de los expertos, y finalmente, pero no en último lugar, revisar en serio la legislación sobre financiación de partidos políticos.

Se trata de dificultar al máximo las prácticas corruptas y recuperar la confianza en las instituciones. Ese esfuerzo, hoy en España y muy especialmente en una Comunidad Valenciana tan golpeada por las noticias sobre corrupción, es impostergable. El camino emprendido por el actual gobierno de la Generalitat Valenciana y por les Corts Valencianes en materia de transparencia y lucha contra la corrupción es hoy tan necesario como urgente. Va en la buena dirección y puede servir de orientación a otros gobiernos y parlamentos. El trabajo será largo y difícil pero es de los que justifican una legislatura. Porque ayudará a sacar el nombre de Valencia de las páginas de sucesos y colocarlo en el mapa de la decencia y la honestidad. Dos cualidades que siempre han acompañado a un pueblo que ahora está sometido, injustamente, al escrutinio y el escarnio públicos.

Joan Romero es profesor de la Universitat de València