Gaspi
Llevaba la música en las tripas, que es ese sitio incógnito donde alguien dice que se esconde el corazón. Era joven, demasiado joven para que la vida lo alcanzara por la espalda, que es la manera que tiene la vida, algunas veces, de convertirse en una puñetera emboscada. Cuando fui a vivir a Vilamarxant, Gaspi no había nacido y lo conocí cuando ya andaba bastante crecido en la música y en la vida. Yo lo escuchaba como un discípulo nada aventajado. Desde que tenía siete años quise ser músico en Gestalgar. Si ahora tengo la nariz rota es porque a esa edad me caí escaleras abajo en la casa de mi tío Vicente Corachán: buscábamos el método Eslava, tropecé no sé dónde y a rodar por las escaleras como una pelota de trapo. Desde entonces he intentado aprender música y a tocar la guitarra un millón de veces. Y a lo máximo que llegué, incluso con un profe particular todo un año, es a pulsar malamente unos pocos acordes de Las cuatro y diez, de Luis Eduardo Aute, y los mismos y con la misma torpeza de House of the rising sun, de los Animals.
Por eso cuando hablaba con Gaspi, lo miraba, lo escuchaba embobado y la envidia cochina me corroía las entrañas. Durante un tiempo, con su grupo Strombor Brass Quintet, anduvo pensando en una adaptación de mi novela La risa del idiota, nunca supe muy bien si para un musical trágico o una ópera atronada por el bombeo entusiasta de los trombones que mágicamente manejaba el grupo. Luego, aparcó ese instrumento para dedicarse casi a tiempo completo a la dirección. Y digo casi a tiempo completo porque nunca abandonó lo que era para él más importante: sus amigos, su familia, su pueblo de Vilamarxant, que ocupó una gran parte de sus múltiples y diferentes compromisos. Era un todoterreno en los territorios siempre complejos del afecto.
Un buen tipo, como decimos que decía Machado de la buena gente.
Un mal día le llegó la enfermedad y lo atrajo hacia ese dolor que era el suyo, pero también el de tanta gente que lo quería como algo propio, como ese ser cercano al que te enganchas por si se te pega algo de lo mejor que tiene la condición humana. Salió casi entero del primer envite y fue entonces cuando empezamos a trabajar juntos en un proyecto hermoso. Yo acababa de publicar Todo lejos, una novela basada en una historia que tuvo lugar en Vilamarxant en los años setenta, y se nos ocurrió que la música podía acompañar nuestras presentaciones públicas porque la música (en este caso, la pop de los años sesenta) ocupaba amplio espacio en sus páginas. En un plisplás se formó un revival del grupo local Los Taburos, que amenizaba las verbenas de aquellos años en el pueblo. Y ahí estuvo Gaspi, comandando el grupo, en aquella actuación genial con Luis Eduardo Aute en la librería Sin Tarima de Madrid. Y desde allí, marchaba a dirigir la Orquesta Filarmónica de Marsella, y después -o a la vez seguramente- la de Quart, y más después y al mismo tiempo otras agrupaciones musicales de la misma envergadura. Era un maestro en lo suyo, en ese oficio que, como decía la otra tarde María José, su compañera de vida y de todo, es un oficio “transmisor de emociones” como pocos otros.
Digo la otra tarde porque, hace unos días, la Orquesta Sinfónica de la UCAM (Universidad Católica de Murcia) ofreció un concierto inolvidable en el Palau de la Música de València, magistralmente dirigido por su amiga Pilar Vañó. Se trataba de un homenaje a la memoria de Gaspar Sanchis, el amigo Gaspi para su gente, el nombre propio, suyo, en el mundo de la música. Y también se trataba de otro reconocimiento: ahora a la Unidad de Hematología del Hospital La fe, donde anduvo los últimos tramos de su vida. Todo el patio de butacas lleno de tanta gente agradecida, de tanta memoria agradecida, de tanto tiempo disfrutando de su bondad personal y de su música. Tengo aquí al lado mi última novela: La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona. Y la dedicatoria: “Para Gaspi, que mezclaba como nadie la música de Mozart y los acordes al órgano de House of the rising sun. Todas estas páginas son para la noble, buena y sagrada memoria que nos dejas”.
Sé que le gustaba leer y sobre todo que le gustaba mucho Mario Benedetti. Por eso cierro estas líneas llenas de gratitud con uno de sus versos que más quiero: “Se aprende todo menos las ausencias”. Adéu, Gaspi. Hasta siempre. Para siempre.
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